En busca de Klingsor (18 page)

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Authors: Jorge Volpi

Tags: #Ciencia, Histórico, Intriga

BOOK: En busca de Klingsor
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Mi campo de estudio —creo que debo enorgullecerme de ello— era la teoría de los conjuntos infinitos desarrollada por Georg Cantor a fines del siglo XIX. Se trataba de un trabajo original, pues eran pocos los matemáticos de entonces que se dedicaban, desde tan temprana edad al estudio de un tema casi contemporáneo. Cuando, en mi último año en el Max-Gymnasium, descubrí las teorías de Cantor, supe de inmediato que quería dedicar mis esfuerzos a completar sus ideas. Como matemático, se había enfrentado a uno de los temas más atrayentes de la historia de la filosofía: el infinito. Desde que comencé a leer sus ideas, me pareció encontrar una mina de oro. Otro de los puntos integrados en el famoso
Programa de Hilbert
tenía que ver justamente con la teoría de los números transfinitos que Cantor no había podido resolver: el llamado «problema del continuo». En cuanto me presenté con Kari Huttenlocher,
Privatdozent
en la Universidad de Leipzig, le dije que quería trabajar en ese espinoso asunto.

—Uno más —se limitó a decir Huttenlocher, con un gesto de resignación.

Georg Ferdinand Ludwig Philipp Cantor nació el 3 de marzo de 1845, cerca de los luminosos hielos del Neva, en San Petersburgo. Era el primogénito de un linaje de origen judío-alemán: el padre, Georg Woldemar, había nacido en Copenhague y se había vuelto luterano, mientras que la madre, María Anna Bolm, era una judía rusa cuya madre había adquirido la fe católica. Cuando el pequeño Georg cumplió once años, la familia se trasladó a Alemania, primero a Wiesbaden y luego a Francfort. Tras haber asistido a una escuela elemental en San Petersburgo, prosiguió sus estudios en diversos colegios alemanes; posteriormente se matriculo en la Grand-Ducal Realschule de Darmstadt y más tarde en la prestigiosa Höhere Geberschule, donde permaneció hasta 1862.

Desde pequeño, Cantor se había sentido atraído por la severa religión de sus padres —así como por la música, la pintura y la literatura—, pero había concentrado su atención en una sola disciplina: las matemáticas. Para él, la ciencia era el vehículo de comunicación con la divinidad. A pesar de su fe protestante, se sentía fascinado por los doctores de la Iglesia y sus abstrusos argumentos sobre la existencia y las propiedades del Creador. Estaba convencido de que ellos habían encontrado reglas de pensamiento capaces de conducirnos, de modo natural hacia Él. Cantor tuvo el genio de hallar, en medio de esas disquisiciones teológicas, las bases de sus ideas matemáticas:
Multitudo est id quod ex unis quorum unum non est alterum
(«Un conjunto es un agregado cuyas unidades son distintas de las otras»), una definición extraída de un tratado de Santo Tomás que no habría de olvidar nunca.

Consciente de las habilidades de su hijo, el padre de Cantor pensaba que la mejor forma de encauzar su talento sería obligándolo a estudiar ingeniería. Georg, en cambio, no compartía esta opinión: a su espíritu no le importaba la construcción de puentes ni el comercio, sino la sutileza de las matemáticas puras y sus derivaciones teológicas. La obsesión luterana por alcanzar el éxito económico, representada en la figura materna, lo hacía sentirse incapaz de emprender cualquier actividad productiva. Poseído por esta sensación de fracaso, se encerraba sin apenas salir a la calle.

A pesar de la recurrencia de sus ataques de melancolía, en 1862 consiguió matricularse en la Universidad de Zúrich y, a los veintidós años, Cantor se graduó en la Universidad de Berlín. Su tesis doctoral sobre teoría de los números —la cual, con sólo veintiséis páginas, lo hizo merecedor de la distinción
magna cum laude
— apenas adelantaba, sin embargo, el germen de sus investigaciones posteriores. En 1869 se trasladó a la Universidad de Halle. A partir de entonces, trató de armonizar todas sus preocupaciones —la religión, las matemáticas y la filosofía— en una sola: el estudio del infinito. Cantor estaba empeñado en crear una nueva aritmética capaz de desentrañar la relación entre la divinidad y los números. Como si quisiese reconstruir la mente del Eterno, utilizó la vieja idea tomista sobre los agregados de elementos para sentar las bases de una nueva teoría de los conjuntos.

Por esa misma época, un amigo de Cantor, el matemático Richard Dedekind, publicó un libro que habría de estimularlo profundamente, titulado
Continuidad y números irracionales
(1872). Hasta antes de esta obra, el infinito matemático no tenía una definición precisa y los estudiosos debían contentarse con meras suposiciones o con los anticuados términos derivados de la escolástica. Con extrema elegancia, Dedekind ofreció por vez primera una consistente explicación del término. Para él, un conjunto es infinito cuando uno de sus subconjuntos tiene el mismo tamaño que el conjunto original.

En 1874 Cantor contrajo matrimonio con una muchacha de nombre Velle Guttman. Para su viaje de bodas, la nueva pareja decidió visitar Interlaken, a fin de encontrarse con Dedekind, quien se hallaba de vacaciones en la pintoresca aldea suiza. La estancia en el cantón bernés resultó para Cantor una experiencia tan estimulante como su lectura adolescente de la teología medieval. Acompañado por su esposa, realizó breves excursiones por las cercanías del río Aare y los pacíficos lagos de Thun. Pero sin duda su actividad preferida consistía en pasear, junto con Dedekind, por las calles principales de Interlaken; mientras charlaban sobre el infinito, se detenían a contemplar, sobrecogidos, la helada belleza del Jungfrau que se asomaba, como un dios vigilante, por encima de sus cabezas.

Unos meses después, iluminado por aquellos días festivos, Cantor comenzó a escribir, sin descanso, los artículos que habrían de hacerlo famoso. Se sentaba a trabajar hasta el anochecer, inspirado por una voz que —estaba seguro— no sólo era la suya. Como los antiguos escribas trazaba lo inconmensurable en unas cuantas hojas de papel con el mismo convencimiento y la misma fe con que dirigía sus oraciones matinales. Con su nueva teoría de conjuntos, inspirada en las ideas de Dedekind, Cantor estaba ahora en condiciones de intentar su propia aproximación a lo ilimitado. Luego de sumar y restar conjuntos, de tratarlos como abstracciones independientes de la realidad y de amoldarlos al análisis aritmético tradicional, de sacudirlos e insuflarles vida propia como si fuesen sus criaturas, llegó a un callejón sin salida: era una especie de enfermedad o de trastorno que bien podría precipitarlo a la locura. Esta anomalía, este síntoma de insania inscrito en las matemáticas, surgió cuando se dio cuenta de que el infinito sí podía ser medido.

A diferencia de Dedekind, Cantor reparó en que los conjuntos infinitos pueden tener distintas magnitudes o «potencias». En otras palabras, Cantor determinó que había infinitos de distintos tamaños. «Gracias a este método», escribió Cantor en 1883, «siempre es posible llegar a nuevas clases de números, y, con ellas, a todas las distintas potencias, sucesivamente crecientes, que se encuentran en la naturaleza material o inmaterial; los nuevos números que se obtienen de esta manera tiene siempre la misma precisión concreta y la misma realidad objetiva que los demás». Al darse cuenta de su descubrimiento, Cantor le escribió a Dedekind como si hubiese abierto una nueva caja de Pandora:
Je le vois mais je ne le crois pas
!

Si él mismo se escandalizaba de sus resultados, sus contemporáneos consideraban que aquella aritmética era delirante. Aunque sus primeros artículos aparecieron con sorprendente rapidez en el célebre
Journal de Crèlle
, pronto los editores comenzaron a retrasar la publicación de sus envíos, temerosos de arriesgar su prestigio académico. Pero el más temible ataque que sufrió Cantor provenía de un influyente hombre de negocios de Berlín, llamado Leopold Kronecker.

Nacido en 1823, Kronecker se convirtió en un próspero empresario después de presentar su tesis sobre teoría algebraica de los números en 1845. Como estudiante, había entrado en contacto con algunos de los mejores matemáticos de la época, como Weierstrass, Jacobi y Steiner, y había encauzado su trabajo hacia la aritmetización universal del análisis matemático con la ciega creencia de que la aritmética debía ser
finita
. «Dios creó los enteros y lo demás es obra del hombre», afirmó en clara alusión a Cantor.

En 1883, después de muchos años de dedicarse a sus propios negocios, Kronecker aceptó una cátedra en la Universidad de Berlín. Desde allí, urdió una oscura campaña contra Cantor, la cual impidió que a éste se le otorgase un nombramiento similar al suyo; a partir de entonces, Kronecker se dedicó a destruir, paulatinamente, su trabajo sobre el infinito. Despreciado, Cantor tuvo que refugiarse hasta el fin de su vida en la modesta Universidad de Halle, del mismo modo que su amigo Dedekind se había conformado con un puesto en un gimnasio de Brunswick.

Azotado por la ira y el rencor de sus enemigos, Cantor sufrió una serie de ataques nerviosos que lo postraron en cama durante semanas. No obstante, en 1884 pudo concluir un largo tratado que contenía la mayor parte de sus aportaciones a las matemáticas, titulado
Fundamentos de una teoría general de las variedades
, cuyo principal objetivo era presentar batalla a las intrigas de Kronecker. En este libro, Cantor volvió a exponer su idea de que los conjuntos infinitos podían tener numeraciones definidas tanto como los finitos. Para demostrarlo, no le importaba rozar las cuestiones teológicas que tanto le habían impresionado desde su juventud e incluso llegaba a sostener que, si bien Dios era inaprehensible por medio de la razón, era posible acercarse a Él, tal como lo habían hecho los místicos, por medio de su teoría.

Kronecker rechazó cualquier confrontación pública con Cantor que en una ocasión accedió a recibirlo en su casa. Era el encuentro de dos genios distintos, de dos siglos, de dos temperamentos. Al final, las posiciones se mantuvieron irreductibles y nada cambió en el miserable destino de Cantor. A pesar de todo, siguió confiando en sus descubrimientos. Entonces escribió: «Mi teoría se mantiene firme como una roca; cada flecha dirigida en su contra regresará rápidamente a su arquero. ¿Por qué sé esto? Porque la he estudiado desde todos los ángulos durante muchos años; porque he examinado todas las objeciones que se han hecho en contra de los números infinitos; y, sobre todo, porque he seguido sus raíces, por así decirlo, a la primera causa infalible de todas las cosas creadas».

Más que los argumentos de Kronecker, fue uno de sus propios descubrimientos el que terminó arrinconándolo definitivamente en la locura. Era la «hipótesis del continuo». En su aritmética del infinito, Cantor pensaba que
debía
existir un conjunto infinito con una potencia «mayor» que la de los números naturales y «menor» que la de los números reales. Por desgracia, nunca fue capaz de comprobarlo: como si se tratase de una bofetada de Dios, la «hipótesis del continuo» se convirtió en una especie de maldición, una muestra de la estrechez humana, que nunca llegó a solucionarse.

Desilusionado, Cantor abandonó las matemáticas y comenzó a enseñar filosofía en los escasos momentos de paz que disfrutaba. Tembloroso y abatido, caía en frecuentes ataques depresivos que cada vez se prolongaban más. Creía que el ángel de las matemáticas lo había abandonado para siempre a pesar de que, como le escribió a un amigo, Dios fuese el único centro de su trabajo. Desesperado por la falta de pruebas a su hipótesis del continuo, en 1899 solicitó una licencia que le permitiese seguir recibiendo su pago sin la obligación de dar clases, a fin de consagrar todo su tiempo a solucionar este problema. Por fin, en 1905 se dio por vencido. Nunca resolvería este último acertijo, la sublime tortura que había caído sobre su alma.

D
ISQUISICIÓN
4

La libertad y la lujuria.

A mediados de octubre de 1926, recibí una carta de Heinrich. Sus noticias eran sorprendentes: no sólo le iba maravillosamente bien en sus asignaturas, sino que había encontrado a la chica de sus sueños y pensaba casarse con ella. Según contaba, Natalia no sólo era una mujer inteligente y hermosa, sino que estaba absolutamente enamorada de él. Era un poco más joven que él —si no me falla la memoria, Heinrich estaba a punto de cumplir veintidós— y, en sus propias palabras, no podía describirla con otro adjetivo que no fuese «perfecta». Me pedía que con la mayor brevedad nos reuniésemos para que yo la conociese.

En una carta igualmente entusiasta le dije que haría lo posible por recorrer la distancia entre las dos ciudades y que sería un honor para mí conocer a su «amada». Por fin, después de un par de intercambios epistolares, Heinrich me indicó la fecha en la cual podríamos encontrarnos en Berlín, donde prometía llevarnos a ver «uno de los mejores espectáculos del mundo»: ni más ni menos que la actuación de la famosa cantante negra Josephine Baker. «Un pequeño simio sin jaula», anotaba con cinismo. «Además», me escribió, «Natalia se encargará de llevar una amiga para ti». No hubiera podido recibir una mejor noticia en aquellos días en que no hacía otra cosa que ir de la pensión en donde me alojaba a la Universidad y de la Universidad a la pensión sin otra compañía que la de Cantor. «¿Cómo vamos a colarnos en un espectáculo como ese?», me limité a contestarle. «¿Y cómo vamos a pagarlo?» «Tú acicálate», se limitaba a decir en un telegrama, y me citaba en la estación de tren de Berlín para el siguiente sábado a las doce del mediodía.

Yo nunca antes había estado en la capital del Reich. Imaginaba que sería similar a Munich, pero estaba completamente equivocado: en aquella época Berlín era el centro del mundo o, como escribió el novelista Stefan Zweig, la nueva Babel. De hecho, en 1926 era la tercera ciudad más grande del planeta. Me había puesto mi mejor levita y, en cuanto llegué a la estación, me percaté de lo extraño que debía verme en medio de la mayor parte de los viajeros. Me senté en un banco y esperé, angustiado, hasta que Heinrich y dos hermosas jóvenes se acercaron a mí. Al principio no sabía cuál de las dos sería mi acompañante, pero mi timidez me impidió preguntarlo. Una era rubia y pecosa, con un cuerpo que no parecía el de una chica de dieciocho años, perfectamente torneado; sin embargo, la otra era aún más deslumbrante: pelirroja, con esa mirada tímida que sólo tienen las mujeres que se sienten inseguras de sí mismas. Recé en mi interior para que día fuese la que me correspondía pero, como debí haber supuesto, no fue así.

—Déjame que te presente —dijo Heini—: éste es el amor de mi vida, Natalia —no dudé que el adjetivo «perfecta» era el único que le convenía—, y esta preciosidad responde al nombre de Marianne.

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