En busca de Klingsor (22 page)

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Authors: Jorge Volpi

Tags: #Ciencia, Histórico, Intriga

BOOK: En busca de Klingsor
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Pasaron por encima de los cuerpos como si se tratase de un par de ratas atropelladas en la carretera. El silencio se había tornado molesto, aborrecible.

—¿Y los demás, señor? —preguntó Bacon.

—Deben de haber huido, pero hay que estar alerta. ¿Cómo saber si una de sus balas había terminado con la vida de alguno de aquellos hombres? Pero ¿en realidad importaba? Era probable que, de haber sido así, lo condecoraran por ello. Se odiaba tanto a sí mismo en aquellos momentos, que no le quedó otro remedio que trasladar el odio hacia sus víctimas. Se esforzó por recordar el rostro lloroso de Goudsmit frente a su casa de La Haya. Esos alemanes lo merecían. Claro que lo merecían. De inmediato, los diez hombres de Pash se dispersaron por la ciudad para fijar sus posiciones. Bacon le recordó al coronel que la villa de Heisenberg debía estar a unos pocos kilómetros, a las orillas del río.

—No se desespere, teniente —le respondió éste—. Todo a su tiempo —y procedió a inspeccionar los edificios públicos en busca de posibles francotiradores.

De pronto, dos oficiales alemanes se presentaron, sin armas, frente a Pash. ¿De dónde habían salido? Bacon se encargó de traducir sus palabras.

—Es un batallón completo —explicó—. No están lejos de aquí. Y quieren rendirse.

Pash no dudó un solo segundo.

—Dígales que se presenten aquí mañana mismo, teniente.

—Pero, coronel…

—Obedezca.

Bacon se apresuró a traducir y luego permitió que los dos oficiales se marcharan.

—¿Qué otra cosa podía hacer? —explicó Pash—. ¿Decirles que no somos más de diez hombres cuando ellos quizás sean un centenar? No podía permitir que pensasen que somos más débiles, teniente.

Por primera vez, Bacon sintió admiración por aquel hombre rudo y sudoroso que, por lo poco que había podido observar, siempre se salía con la suya.

—Ahora vamos por el otro hijo de puta —sentenció Pash. Por alguna razón desconocida, a Bacon le dolió que el coronel se refiriese así a uno de sus ídolos de juventud, al ganador de un Premio Nobel.

Durante la noche, la patrulla se encargó de reconstruir el puente que comunicaba con la carretera principal. A las seis de la mañana, la unidad de combate entró en Urfeld, seguida unas horas después por un batallón de infantería del área de Kochel. Cuando al fin llegaron a la pequeña villa de Heisenberg a la mañana siguiente, el físico se encontraba sentado en una silla, mirando la inmutable placidez del lago. En su rostro no parecía haber ira ni resentimiento, sólo una aparente calma que no dejó de turbar a Bacon. Era alto y delgado, con un rostro que casi podría haber sido el de un niño. Su cabello rubio, tan típicamente alemán, le confería una imagen de incómoda inocencia. Heisenberg poseía la callada dignidad de los héroes que se saben vencidos. Bacon nunca olvidaría su rostro adolescente, impávido y sereno, ni sus pupilas azules que parecían diminutas copias del lago.

—¿Desean pasar, caballeros? —los saludó Heisenberg en cuanto Pash y Bacon se presentaron ante él.

En el interior de la casa permanecía Elisabeth, la esposa de Heisenberg, muy delgada y con el rostro visiblemente alterado por el temor y la escasez de alimentos, así como sus seis hijos pequeños. Después de las mínimas medidas de cortesía, Pash le informó a Heisenberg que quedaba arrestado en nombre del ejército de Estados Unidos. El físico lo escuchó con sorpresa no suponía que fuesen a llevárselo tan pronto, esperaba que los Aliados ya tuviesen el control de toda la zona, pero no dijo nada.

A lo lejos se escuchó el rumor de algunos disparos. Pash se imaginó que podían ser francotiradores o miembros del batallón que el día anterior se había rendido. Ya no había tiempo de ser civilizado: le pidió a Heisenberg que se apresurase a recoger sus objetos personales y le indicó a Bacon que condujese al prisionero al interior de un carro blindado. La orden era no correr riesgos y llevarlo inmediatamente a Kochel.

Después de aquel viaje en el coche blindado, Bacon no volvió a estar a solas con Heisenberg, pero le bastaron esas pocas horas para darse cuenta de quién era y de qué pensaba sobre lo ocurrido en aquellos años. Durante el trayecto estuvo sentado frente a él, esperando el momento de decir algo, sin poder hallar las palabras oportunas. ¿Cómo explicarle que él también era físico, que había estado al tanto de su obra desde hacía muchos años, que lo admiraba profundamente? Le parecía que, en aquellas circunstancias, cualquier comentario sería impertinente. ¡Recorrían los campos devastados de Baviera, la patria de Heisenberg, y él pensaba hablarle de ciencia! Trataba de no mirarlo a los ojos —de no reflejarse en el azul de sus ojos—, casi avergonzado. Así transcurrieron varios minutos hasta que, al fin, Heisenberg se decidió a hablar:

—¿Les costó mucho trabajo encontrarme? —preguntó en inglés con una voz trémula, hermosa, que apenas escondía cierta dosis de orgullo.

—Nos dio bastante trabajo, sí —le respondió Bacon, en alemán.

—Ah —se sorprendió Heisenberg, aunque sin mostrar ninguna emoción—. ¿Estudió alemán en el ejército? El coche trastabilló un poco.

—No, señor. En la Universidad de Princeton.

—¿Princeton? —repitió Heisenberg—. ¿En qué se graduó? Bacon no tenía demasiadas ganas de decirle la verdad.

—Económicas —fue lo primero que se le ocurrió.

Después de unos minutos, Heisenberg continuó:

—Es una hermosa ciudad. Princeton, quiero decir… He estado allí un par de veces. Reuniones científicas, usted sabe…

—¿Cuándo fue la última vez que estuvo en Estados Unidos?

—En 1939, poco antes del inicio de la guerra —se detuvo de pronto, como si reflexionara sobre lo ocurrido desde entonces—. Son apenas seis años y ahora parece una eternidad, ¿no es así? Varias veces estuve tentado de vivir en su país, ¿sabe?

Bacon no quería ser grosero, pero le parecía que sus palabras sobraban; después de pensarlo un poco, se atrevió a preguntarle:

—¿Y por qué no lo hizo?

Heisenberg volvió a quedarse callado. Se alisó el cabello y entrelazó los dedos de sus manos blancas y lisas, como de mujer, formando un ovillo.

—Uno puede tomar cerveza en casi cualquier parte del mundo —explicó—. Hay cervezas buenas, malas, oscuras, con sabor a malta o incluso a pimienta, en fin, cientos de ellas. Sin embargo, uno no puede evitar preferir la que se hace en Baviera. Y, aun si la cerveza bávara se vuelve mala, peor que la belga o la holandesa, uno debe tratar de mejorarla. Y si los políticos dañan la industria, de cualquier modo uno debe resistir y hacer lo posible para que cada día sea mejor. ¿Me comprende?

—Supongo que sí —musitó Bacon.

En realidad no lo comprendía. Podía entender que un hombre fuese nacionalista, que amase a su patria, que se sintiera íntimamente ligado a ella y que, por tanto, rehusase abandonarla incluso en las peores circunstancias, pero
no
podía aceptar que alguien trabajase, sin oponerse, para un gobierno de criminales, que alguien pusiese su ciencia y su sabiduría al servicio del mal —sí, se repitió:
del mal
— y que ni siquiera se plantease dudas sobre la moralidad de sus actos. Aunque lo admiraba, sentía repulsión por la obtusa tranquilidad con la cual Heisenberg había callado frente a Hitler. El recuerdo de los padres de Goudsmit era una catapulta contra la conmiseración.

El silencio volvió a introducirse en el coche blindado. Heisenberg miraba al suelo como si buscase una moneda perdida o, quizás, una disculpa. El principio de incertidumbre que él había descubierto y bautizado se resolvía ahora en la imposibilidad de saber si su creador había cumplido con su deber moral o si, simple y llanamente, era culpable.

Al día siguiente, Heisenberg y Bacon se presentaron en la Base de Avanzada Meridional de la misión
Alsos
, en Heidelberg. La antigua ciudad universitaria, una de las más prestigiosas del mundo, ofrecía un aspecto macabro: los reflejos del Neckar le parecían a Bacon irritantes, lo mismo que el célebre castillo que se erguía sobre una de las colinas que dominaban la ciudad. Atrás, los bosques ofrecían una sombra amenazante y triste. Como nunca, Bacon estaba seguro de que en realidad el mundo es neutro y su belleza o su fealdad, sólo depende del estado interior de quien lo observa.

En la base, Goudsmit se encargó de recibir a los recién llegados. A Heisenberg le dirigió un gélido saludo; la imperturbabilidad de éste, por su parte, lo hacía parecer orgulloso e impenitente. Goudsmit le agradeció a Bacon su trabajo, e invitó a Heisenberg a acompañarlo al interior de la Base, donde se encargó de interrogarlo durante varias horas. La última vez que se habían visto había sido en la Universidad de Ann Arbor, en Michigan, durante el último viaje de Heisenberg antes del inicio de la guerra. No sólo los separaba el tiempo —falaz construcción de la mente—, sino un abismo moral entre la víctima y el verdugo, entre el acusado y su juez, entre el amigo que se siente traicionado y el que, muy probablemente, se reconoce como traidor. Bacon no estuvo presente durante la entrevista, pero al final del día, durante la cena, Goudsmit no evitó hablar sobre el prisionero.

—Lo invité a trabajar en Estados Unidos, con nosotros —confesó Goudsmit, sarcástico; durante la visita del ahora prisionero a Ann Arbor, le había hecho la misma oferta—. ¿Y sabe qué contestó, teniente?

—No, señor.

—Con ese rostro de superioridad de todos los alemanes, se limitó a decirme: «No quiero ir. Alemania me necesita.» —Goudsmit se llevó la mano a la frente y cerró los ojos—.
Alemania me necesita
. ¿Puede creerlo, teniente?

Después de aquella tarde, Goudsmit entregó a los diez prisioneros —Bagge, Diebner, Gerlach, Hahn, Harteck, Korsching, Von Laue, Von Weizsäcker, Wirtz y Heisenberg— a las autoridades militares estadounidenses. La misión
Alsos
había concluido. Los prisioneros fueron enviados al campo de internamiento Dustbin, cerca de Versalles.

A partir de ese momento, Bacon perdió contacto con los prisioneros pero posteriormente se enteró de que, por intermediación del físico escocés R. V. Jones, antiguo profesor de filosofía natural en Aberdeen y jefe de los servicios secretos del Estado Mayor de la aviación británica, unos meses después fueron transferidos a Farm Hall, una casa de campo propiedad del MI6, no lejos de Godmanchester. Ahí permanecieron hasta fines de año y ahí se enteraron, por la prensa británica y por las transmisiones radiales de la BBC, del lanzamiento de la primera bomba atómica sobre Hiroshima el 6 de agosto de 1945. Los Aliados los habían superado. Para ellos, fue una derrota aún más grande que la militar. Según le contó Goudsmit a Bacon en una carta, al enterarse de la noticia, Walter Gerlach, el jefe del proyecto atómico alemán, se encerró en su habitación como un general derrotado y lloró toda la noche. Lo que Bacon no sabía era que, durante el internamiento de los diez físicos alemanes en Farm Hall, R. V. Jones se encargó de grabar todas las conversaciones privadas que ellos sostuvieron allí, gracias a una serie de micrófonos previamente escondidos en los muros.

Como respuesta a su solicitud de ayuda, Goudsmit le reveló a Bacon la existencia de la llamada Operación Épsilon y se encargó de enviarle parte de las transcripciones a la jefatura del enclave militar norteamericano en Núremberg. El mensaje contenía fragmentos de las grabaciones de Farm Hall. Según Goudsmit, era probable que en ellas pudiese hallar alguna pista sobre Klingsor.

Con una sonrisa que apenas podía advertirse en sus labios, Bacon se dio a la agradable tarea de transformar aquellas incomprensibles listas de cinco letras en las palabras de Werner Heisenberg y sus compañeros. Aunque le hubiese gustado tener más detalles sobre las charlas de Farm Hall —suponía que las discusiones entre los diez físicos después de enterarse del éxito atómico norteamericano habrían sido especialmente interesantes, Goudsmit se encargó de enviarle únicamente aquellas frases que consideró pudieran estar relacionadas con Klingsor. En ellas, tenían un papel preponderante Walter Gerlach, que había sido el último director de la sección de física del Reichsforschungsrat, el Consejo del Reich para la Investigación Científica, y Kurt Diebner, miembro del partido nazi, y no tanto Heisenberg o Hahn. La tarea de Gerlach y Diebner —comprobó Bacon— no era tanto involucrarse con los detalles técnicos del trabajo que desarrollaban los científicos alemanes, sino en las ligas administrativas entre el Consejo y el resto de los programas secretos desarrollados por órdenes de Hitler. Después de leer por primera vez su transcripción, Bacon quedó un tanto decepcionado. Ni una sola vez se hacía referencia literal a Klingsor, el posible asesor científico de Hitler. Menos entusiasta que al principio, Bacon procedió a revisar el texto con acuciosidad:

[6 de agosto, 1945. Unas horas después de que la BBC confirmara el ataque nuclear sobre Hiroshima.]

H
AHN
:

Si los norteamericanos tienen una bomba de uranio, todos ustedes son científicos de segunda categoría.

W
IRTZ
:

El problema no fueron los conocimientos técnicos, sino la forma en que se llevaban a cabo nuestras investigaciones. La política arruinó la ciencia en Alemania.

G
ERLACH
:

Sólo cumplíamos órdenes. Estábamos sometidos a un plan más amplio que no dependía de nosotros.

W
IRTZ
:

Planes, planes… Si nos hubiésemos concentrado en una sola cosa desde el principio… ¿Por qué nosotros no lo logramos? Ésa es la única cuestión importante.

G
ERLACH
:

El nuestro sólo era uno de muchos proyectos. Él nunca nos autorizó los recursos para que fuera el más importante.

B
AGGE
:

¿Qué podía ser más importante?

G
ERLACH
:

Para él ciertamente había asuntos prioritarios. Locuras que nunca se llegaron a realizar. Sueños que nos dejaron a nosotros con los recursos indispensables sólo para una investigación en pequeña escala… Todo el dinero lo dedicaba el Reichsforschungsrat para tonterías extracíentíficas… Lo mismo ocurría con la Ahnenerbe…

[10 de agosto, 1945.]

H
EINSENBERG
:

Nuestros cálculos eran correctos. La masa crítica que estimábamos necesaria para producir la reacción en cadena, también.

D
IEBNER
:

Entonces, ¿qué falló?

G
ERLACH
:

La decisión de producir el uranio industrialmente, en largas cantidades. En el Consejo para la Investigación Científica nunca se pensó que podríamos tener una bomba lista para ser utilizada antes del término de la guerra. Tuvimos que ir de una oficina a otra, de Himmler a Speer, de Bormann a Göring, para conseguir que siguiesen apoyando el programa. Siempre tuvieron otras prioridades. Él nunca nos hizo caso.

D
IEBNER
:

Nuestro último objetivo era mucho más modesto: la construcción de una pila atómica y la posibilidad de crear una reacción en cadena autosuficiente. Eso era todo.

G
ERLACH
:

Lo repito. Él nunca quiso otorgarnos los recursos suficientes, por eso fallamos. Concentraba todo el presupuesto en otras áreas.

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