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Authors: Javier Sierra

Tags: #Histórico

En busca de la edad de oro (13 page)

BOOK: En busca de la edad de oro
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Un perfil del artista

Tampoco la vida del pintor —y, por tanto, del «profeta pictórico» siguiendo la terminología de Cappelli— despejó el enigma.

El caballero Bevilacqua, como también se conoció a Salimbeni en su época, presenta una biografía que, paradójicamente, apenas deja margen al misterio. Hijo de otro pintor, Arcangelo Salimbeni, Ventura marcha muy joven a Roma para perfeccionar su estilo artístico. Allí permaneció hasta 1595, período que empleó en decorar el tercer piso del palacio del Vaticano. De hecho, será poco después, tras su regreso a Siena, cuando iniciará una frenética actividad artística que le llevará a Montalcino en varias ocasiones para cumplir con encargos bien concretos. Sólo un documento fechado en 1600 (el mismo año en el que Salimbeni remató su
Sputnik
), que hoy se conserva en la iglesia de la Virgen del Socorro, da fe de esta clase de trabajos. Según ese documento, parece que simultáneamente a la realización de la obra que hoy se admira en San Pedro de Montalcino, Salimbeni acometió otra por la que recibió sesenta escudos de oro. Tristemente, un encargo tan bien pagado se encuentra hoy en paradero desconocido, lo que impide saber si el artista pudo haber incluido en ella alguna clave que ayudara a despejar las incógnitas de su «satélite».

Imagíneselo el lector. Desde 1972 hasta hoy, se ha especulado mucho con la fuente de inspiración del artista sienes. ¿Qué pudo hacer que un pintor del siglo XVII recreara con tanto lujo de detalles un objeto tan específico del siglo XX? Las posibilidades se reducen básicamente a dos: o Salimbeni accedió a una especie de «falla temporal» que le permitió ver un objeto de su futuro (aun así habría que preguntarse por qué vio un satélite y no algo más común, como un coche o un poste eléctrico, por ejemplo), o simplemente tuvo una premonición genial como las que acompañaron la vida y obra de Julio Verne.

No obstante, antes de inclinar la balanza en un sentido u otro, conviene tener en cuenta un detalle que pone el acento sobre ciertos conocimientos secretos, de aspecto futurista, que se cree que pudieron manejar ciertos pontífices. Y me explico: en 1592 Clemente VIII llega al sillón de Pedro. Este papa, uno de los más cultos del período y al que debemos, entre otras, la traducción de la Biblia clementina, destacó sobre la mediocridad de sus predecesores al conseguir que el futuro rey de Francia, Enrique IV, renegase de la fe protestante abrazando el catolicismo.

En ese marco histórico, no es descabellado suponer que el papa hubiera podido mantener varias entrevistas con Ventura Salimbeni, y que fruto de aquella relación surgiera un afecto que llevara al pintor a representarle en su obra de Montalcino.

Pues bien, en noviembre de 1595 este papa, para celebrar su triunfo diplomático en el
affaire
Enrique IV, ordenó rematar la cúpula de San Pedro del Vaticano con un objeto único. Hipólito Aldobrandini —verdadero nombre de Clemente VIII— encargó a Sebastián Torrigiani que fundiese una colosal bola de metal en cuyo interior podrían darse cita hasta dieciséis personas. Sobre ella plantó una no menos gigantesca cruz y ordenó que aquel objeto presidiese el centro de toda la cristiandad. La duda, pues, es obvia: ¿pudo haberse inspirado Salimbeni en este desproporcionado adorno del papa Aldobrandini?

Si fue así, los cinco años que median entre la ejecución de esa bola metálica y la del lienzo de Montalcino justifican la fuente de inspiración. Pero ¿y las antenas? ¿Y la cámara? ¿Casualidades?

—Sabe usted una cosa… —susurró el profesor Cappelli, mientras miraba de reojo los trazos firmes de Salimbeni en la parroquia de San Pedro.

—No, dígame.

—Que es una lástima que Julio Verne no viera esto. Seguro que tendría algo que decir. —Seguro —murmuré.

Poco podía saber que un año después terminaría siguiendo los pasos de don Julio.

Pero eso lo contaré más adelante.

8
Egipto: ¿Bombillas en tierra de faraones?
Sakkara

Lo recuerdo con toda claridad. Conté los escalones con sumo cuidado, casi como si la vida me fuera en ello. Exactamente 120 peldaños, de 20,8 centímetros de alzada cada uno, conformaban aquella impresionante escalera de caracol que se adentraba a plomo en el reseco suelo de la región egipcia de Sakkara. El cálculo posterior no me llevó mucho tiempo: aquel tubo excavado por los antiguos egipcios hacia el siglo v a.C. medía casi 25 metros de profundidad, y había sido cortado limpiamente en el suelo del desierto.

Resoplé de admiración.

La sofocante temperatura que reinaba en el exterior (algo más de 45 grados Celsius al sol), unida a las entrecortadas respiraciones de los pocos turistas que se atrevían a descender por aquella escalera, dificultaron tremendamente el descenso del empinado corredor. Finalmente, casi como un milagro inesperado, el tubo vertical se detuvo en seco, abriendo ante los exhaustos visitantes un pequeño laberinto de túneles bautizados oficialmente como la «tumba persa».

Para los arqueólogos más conservadores, estos corredores que discurren a pocos metros de la pirámide de Unas, y que se identifican como el mausoleo de un médico llamado Pasmático que vivió en la llamada, precisamente, «época persa» egipcia, apenas tienen valor alguno. Sin embargo, basta echar un breve vistazo a lo que esconden estas galerías para darse cuenta de lo errada de esta apreciación. Y me explico. A esa respetable profundidad alguien —envuelto en la más densa de las oscuridades— talló y decoró tres salas mortuorias y un enorme sarcófago de piedra de tres metros de ancho, sin encender nunca fuego en su interior. El sarcófago, además, lo empotró en una estancia que apenas dejó unos márgenes practicables de diez centímetros por cada lado a la enorme cubeta sepulcral. Y por si fuera poco, el arquitecto que diseñó aquel agujero ordenó decorar los techos y paredes de aquellas salas con altorrelieves minuciosísimos.

Al margen del enigma que plantea el descenso hasta allí de tan enorme baúl de granito —y que en cierta manera precede al misterio de otras tumbas de sarcófagos gigantes de las que me ocuparé en la próxima parte de este libro—, otro fascinante interrogante se abre en la tumba persa: ¿cómo se iluminaron los artistas allí abajo?

Ni que decir tiene que no existe en todo aquel pequeño «laberinto» ni el más mínimo rastro de humo procedente de las antorchas que pretendidamente debieron usarse, y queda totalmente descartada la idea de que combinando hábilmente espejos, la luz del sol pudiera reflejarse desde una altura de 25 metros hasta los recovecos en los que están situadas las salas.

Pero si los canteros no se sirvieron de fuego o de luz natural reflejada, ¿qué emplearon para quebrar las tinieblas a decenas de metros bajo tierra? ¿De dónde sacaron las antorchas sin humo necesarias para aquella labor?

Voilà
! En la cripta más profunda del templo de Dendera, en un pasillo de apenas un metro de ancho, un altorrelieve muestra una especie de gran bombilla eléctrica con filamento incluido. ¿Error de interpretación? ¿U otro «recuerdo del futuro»?

Respuestas en el Alto Nilo

Fui a buscar las respuestas a estos interrogantes a casi mil kilómetros al sur de Sakkara. Prácticamente en la otra punta del país, en lo que en tiempos de la antigua cultura egipcia se conoció como el Alto Nilo. Allí, a unos 48 kilómetros al norte de Luxor, se encuentra el templo de Dendera —literalmente «Pilar de la diosa»— consagrado a la deidad femenina Hathor. El aspecto de sus columnas, con el gigantesco rostro de esta divinidad con orejas de vaca esculpido sobre cada una de ellas, lo hace inconfundible. Como inconfundibles son también los techos de su sala hipóstila, decorados con representaciones de todos los signos del zodíaco, las estrellas fundamentales del cielo egipcio y hasta el Nilo celestial, que era como los antiguos llamaban a la Vía Láctea.

Lo que me obligó a emprender aquel viaje fueron las observaciones previas de dos autores que sugerían una clave que bien podría resolver mi asombro ante la «tumba persa».

Su peculiar historia nace en 1982. Ese año los austríacos Peter Krassa y Reinhard Habeck llamaron la atención de la comunidad científica sobre ciertos relieves poco conocidos de este templo, situados al fondo de una de sus galerías subterráneas. Dedicaron horas de investigación, poniendo a prueba sus mentes flexibles y bien organizadas para leer lo que ellos decían que eran —oh, herejía— unos relieves parecidos ¡a modernas bombillas eléctricas!
[70]

Sonreí. ¿No era aquello la versión egipcia del
Sputnik
que había admirado en Montalcino? ¿Se trataba de otra malinterpretación? ¿O de una prueba más a sumar a favor de la idea de una legión de «Julios Verne» en la antigüedad?

Tampoco esta vez los relieves dejaban demasiado margen a la imaginación. En efecto: en la parte más oculta de una de sus doce criptas subterráneas, allí donde los antiguos sacerdotes practicaban sus cultos más secretos, se podía admirar una escena única. En ella, dos individuos ataviados a la clásica usanza egipcia sostienen algo parecido a dos grandes berenjenas que ocultan en su interior sendas serpientes ondulantes. Krassa y Habeck creyeron ver en ellas casquillos y filamentos incandescentes, e interpretaron los tallos de aquella especie de desproporcionados vegetales como los cables de suministro eléctrico que hacían funcionar aquellas lámparas gigantes.

Las reacciones no se hicieron esperar.

Ante las afirmaciones de que los jeroglíficos que acompañaban a las «bombillas» no habían podido ser descifrados, expertos en historia antigua adujeron que «los dibujos de esas lámparas no son más que la representación de un jeroglífico únicamente constatado en época ptolemaica. El ideograma de una serpiente ondulante ante una estela y sobre un pedestal, tal y como aparece en estos relieves, sustituye en egipcio ptolemaico al antiguo jeroglífico
itrt (iteret)
, "capilla", utilizado en egipcio medio y nuevo para designar dos tipos de urnas que representaban al Alto y al Bajo Egipto».
[71]

¿Eso era todo? ¿Un jeroglífico mal interpretado?

Algo me decía que no. Y mi instinto no falló.

Bombillas por todas partes

Un tiempo después de hacerse públicos los hallazgos de los investigadores austríacos, otros interesados por la egiptología, como el español Manuel Delgado, se percataron de que en una de las salas superiores de este templo, justo encima de la «cripta de las bombillas», se encontraban asimismo unos relieves virtualmente idénticos a los del subterráneo, ubicados a unos tres metros sobre el suelo, y cuyos colores todavía no habían sido totalmente desgastados por el paso de los siglos. Delgado me los mostró en 1995 absolutamente perplejo. «Todos estos relieves representan la misma escena —repetía una y otra vez—. ¿Por qué?»

Tanto los relieves de aquella capilla como los de la cripta mostraban una especie de berenjenas transparentes emergiendo de una flor de loto y siendo sostenidas a su vez por un «pilar Djed», símbolo egipcio bien estudiado que a menudo es interpretado como sinónimo de estabilidad y poder. Pero ¿podía decirse que se trataba de representaciones de lámparas eléctricas? ¿Era posible que los egipcios hubieran ya fabricado esa clase de dispositivos dos milenios antes de que, en 1879, Thomas Alva Edison patentase su primera bombilla?

Las respuestas a estas preguntas están, desde luego, en Dendera. Un análisis más detenido de los relieves a los que me refiero nos permitirá descubrir que, frente a estas «bombillas», se encuentra también esculpida una imagen de un babuino que representa al dios Toth, divinidad protectora de la ciencia, que sostiene dos afilados cuchillos mientras contempla las «berenjenas» con un rictus inexpresivo. En uno de los relieves de las salas superiores, además, el babuino cubre sus manos con una especie de guantes aislantes de color azul que parecen afianzar aún más la interpretación que investigadores como Delgado dan a esa imagen.

—El babuino —me comentó él mismo cuando enfocó con su linterna los «guantes» en cuestión, durante nuestra visita al lugar— está indicando claramente que el manejo de esa especie de bombillas reviste ciertos peligros. De ahí los cuchillos sostenidos en forma amenazante.

—¿Algo así como una señal de «Peligro: alta tensión»?

Recuerdo que Delgado rió mi ocurrencia.

La hipótesis de que los antiguos egipcios fabricaron bombillas eléctricas es objeto de polémica aún hoy porque Krassa y Habeck no fueron tan torpes como para basar su argumentación tan sólo en lo que aquellos relieves parecían representar. De hecho, durante su investigación tropezaron con el arqueólogo alemán Alfred Waitakus, que les indicó que los jeroglíficos que rodean las «bombillas» hablan bastante claramente de «luminosidad» y del «gran poder de Isis». Por su parte John Harris, profesor de la Universidad de Oxford, completó los comentarios de Waitakus al afirmar que los relieves estudiados por Krassa y Habeck correspondían a alguna clase de «conocimiento técnico» aunque, finalmente, fue un ingeniero vienes llamado Walter Garn quien llegó a demostrar estos supuestos construyendo su propia bombilla eléctrica basada en los relieves de este templo egipcio.

¡Y funcionó!

Pistas simbólicas

Con el correr de los años, las interpretaciones de algunos científicos han ido complementándose con las interpretaciones simbólicas de los elementos que aparecen en estos «electrificantes» relieves. No debe perderse de vista, por ejemplo, que el loto del que surge la «berenjena» era una flor que los egipcios, así como otros pueblos de la antigüedad, asociaban a la idea de luz. Y que la serpiente dentro de la «berenjena», que Krassa interpreta como el filamento de la bombilla, ha sido incluso identificada por investigadores como el noruego Odduar Eriksen como una clase de ¡anguila eléctrica!

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