El príncipe Raimondo di Sangro, ¿víctima o verdugo de sus experimentos alquímicos?
Protegió hábilmente sus propósitos de expandir conocimientos arcaicos de difícil acceso gracias a sus múltiples actividades como inventor y cortesano. Desarrolló la primera imprenta multicolor capaz de grabar, con una sola presión de torno, todos los colores de una página. Creó igualmente una carroza anfibia que se desplazaba por tierra y agua, así como una escopeta de carga bastante más rápida que los tradicionales trabucos de pólvora. Incluso diseñó un tejido impermeable que gustó tanto a Carlos III, rey de España, que éste se lo pedía a menudo para elaborar capas para ir de caza aun con mal tiempo.
Pero, sobre todo, gracias a sus particulares conocimientos alquímicos, fue capaz de moldear materiales como el mármol a voluntad. Modificó su dureza para que se esculpieran las admirables estatuas que hoy decoran la planta superior de la capilla de San Severo; participó en la elaboración de un suelo laberíntico minuciosamente trazado gracias a sutiles pedazos de mármol de tonalidades muy precisas e incluso mezcló los colores que fueron utilizados en los frescos que cubren la bóveda de la capilla.
Algo que hasta los «ablandadores» del antiguo Cuzco habrían admirado…
Pero no me adelantaré a los hechos.
De todos los experimentos de este príncipe, uno de los más enigmáticos a mi modesto entender fue su intento por crear un combustible que permitiera alimentar una lámpara durante siglos.
En 1756 Raimondo di Sangro publicó en Francia uno de sus últimos textos conocidos:
Dissertation sur une lampe antique.
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En él explicó cómo durante el desarrollo de sus trabajos sobre la palingenesia descubrió un combustible —compuesto por huesos humanos— que por mucho que se quemara apenas se consumía. Rápidamente concluyó que ese material podría haberse conocido ya en la antigüedad más remota, y empleado en lámparas conocidas como «luces eternas».
Aquellas luminarias, al parecer, habían sido descubiertas ocasionalmente en tumbas selladas. Los exhumadores, al proceder a abrir determinados recintos funerarios, se encontraban con que el interior estaba iluminado por una lámpara que había estado ardiendo, al menos en apariencia, desde que se selló el mausoleo siglos atrás. Di Sangro, tras su descubrimiento fortuito, trató de explicar cómo muchas de estas luces tenían una explicación física convencional: las lámparas se prendían al tomar contacto el aire de la tumba con el del exterior, y gracias a la presencia de fósforo en una proporción bastante elevada.
Algunos Padres de la Iglesia, en particular san Agustín, ya se refirieron a la existencia de estas lámparas incombustibles en templos paganos antiguos dedicados a la diosa Venus. Por otra parte, por toda Europa llegó a correr la noticia de que en la tumba del papa Bonifacio VIII se encontró una de estas luces inagotables, lo que —incuestionablemente— favoreció un clima propicio a esta clase de prodigios que el príncipe Di Sangro aprovechó muy bien.
Pero sin duda la lámpara eterna más famosa en los ambientes magicoesotéricos frecuentados por este polifacético príncipe fue la presuntamente descubierta hacia 1604 en la tumba de Christian Rosenkreutz, quien años más tarde daría nombre a la poderosa sociedad secreta de los hermanos de la Rosa+Cruz que frecuentó Julio Verne.
Según se desprende de los textos de esta organización, en la tumba de Rosenkreutz fueron encontradas, además de varias lámparas eternas, espejos que poseían diversas virtudes «y —como señalan Jacques Caries y Michel Granger en su obra
La Alquimia, ¿superciencia extraterrestre?
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unos extraños cantos artificiales que tal vez eran máquinas parlantes, antepasadas de los magnetófonos».
Como cabe esperar de un buen esoterista, Di Sangro concluyó su obra escribiendo en clave los componentes de su inextinguible fuente de energía. Protegió su secreto trasladándolo, probablemente, a su propia
ars magna
, la capilla de San Severo, y escondiéndolo en los pliegues de las estatuas que él mismo diseñó.
No en vano Di Sangro gozó de una excelente reputación como criptógrafo. Se especializó en leer y escribir a semejanza de los enrevesados quipus peruanos —esa especie de cuerdas con nudos de colores donde los incas anotaron con precisión censos de población, resultados de cosechas y hasta poemas épicos completos— y adquirió una extraordinaria agilidad en encubrir textos bajo claves de los más diversos orígenes.
Es difícil que lleguemos alguna vez a conocer hasta dónde llegaron los conocimientos y las experiencias del príncipe Raimondo. Como muy bien argumentó Francesco D'Aquino durante nuestras charlas en Nápoles, el alquimista nunca deja huellas de sus trabajos, ni pistas que puedan ser empleadas por legos en el verdadero significado de la tradición alquímica.
Pero ésta es algo más que una mera superstición medieval. Se trata, con toda seguridad, del fragmento de una sabiduría ancestral que en tiempos del Renacimiento se creyó que tuvo su origen —cómo no— en Egipto. Esta sabiduría que muchos llaman «hermética», por proceder de Hermes Trismegisto, que era la versión helenizada del dios de la sabiduría egipcio Toth, se acuñó en Alejandría entre el último siglo antes de Cristo y el segundo de nuestra era. En un principio presentó dos aspectos, uno filosófico y otro técnico o alquímico cuya Edad de Oro se alcanzó en el Renacimiento, gracias a personajes como Giordano Bruno o Pico della Mirándola. Pues bien, el príncipe Raimondo debería contarse también entre esos elegidos.
Los signos de su hermetismo son muchos. Desde sus escritos de inspiración gnóstica, a su cuidadoso tratamiento de la información heredada. No debe por tanto extrañarnos que, cuando tras la muerte de Raimondo se quiso acceder a su laboratorio, éste hubiera desaparecido por completo. Ni un tubo de ensayo, ni un fogón, ni un solo cuaderno de notas se encontró en el interior del palacio de los Sangro o en los subterráneos de la capilla misma.
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Sin embargo, hace sólo unos años, durante las obras de remodelación de los cimientos del templo, se destaparon algunos matraces de cristal típicos del laboratorio de un alquimista. Quizá sea éste el único legado físico, junto con las máquinas anatómicas, que hoy atestigua la existencia real de los experimentos del controvertido príncipe Raimondo… O los que hicieron a su costa.
La ya citada investigadora napolitana Lina Sansone Vagni, en su obra
Raimondo di Sangro, principe de Sansevero
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, sin duda la más completa de cuantas biografías se han publicado sobre este personaje, afirma que la capilla es un auténtico camino iniciático, al estilo del que se puede encontrar en forma de laberinto en las grandes catedrales góticas de Chartres o Amiens en Francia. Y no le faltan razones para su argumento. Asegura Sansone que la estructura del templo, concebida a finales del siglo XVI por Alessandro di Sangro, está situada sobre las ruinas de un antiquísimo templo egipcio dedicado a la diosa Isis. Y argumenta que la principal obra de arte de la capilla, el
Cristo velado
, es una especie de cámara dolménica similar a las levantadas por los primeros pobladores de Europa, y cuyo uso siempre se vinculó a actividades mágicas.
Quienes construyeron la capilla —asegura Sansone— «conocían el arte de los constructores de catedrales y sabían dónde y cómo ubicar el templo».
De hecho, fruto de la matemática disposición de este recinto, cada 15 de agosto a las doce en punto del mediodía se produce un singular fenómeno en su interior. El lado norte radicaliza sus sombras, se torna frío y oscuro a la vez que una luz verdosa cubre cada uno de los rincones. Al tiempo, el lado sur se vuelve luminoso y radiante, marcándose bruscamente los límites respecto al lado opuesto. El fenómeno sólo dura unos minutos, los justos para apreciar la simbología de la eterna lucha del Bien contra el Mal, de la Luz contra las Tinieblas, que reina en el edificio. Una constante del gnosticismo, por cierto.
Originariamente el suelo del templo estuvo formado por un mosaico de mármol en forma de laberinto. El laberinto, figura omnipresente en todas las catedrales de inspiración templaria servía de instrumento para la iniciación: debía recorrerse pacientemente mientras cantos y danzas se ejecutaban a su alrededor. Sansone cree que al morir el último de los Sangro en 1895, sus actuales administradores —de claro origen masónico— quisieron sepultar aún más el carácter iniciático del edificio. Cambiaron el nombre del mismo, sustituyendo su primitiva denominación de templo de la Piedad o Piatella en su acepción más popular, por el de capilla de San Severo, y levantando del suelo todo el mosaico laberíntico para sustituirlo por un enlosado de gres sin valor simbólico ni iniciático alguno.
Un mosaico —creo que lo dije ya— que algunos creyeron que se construyó gracias a ancestrales técnicas de ablandamiento, de alquimia en cierto modo, cuyo origen hay que buscarlo en la más remota antigüedad.
Un arte, el del ablandamiento, cuya pista seguí en varios lugares del mundo… empezando por Perú.
Humedad. Ésa era la sensación dominante aquella mañana de marzo de 1994 en la plaza de Armas de Cuzco, en pleno corazón de los Andes peruanos. Por un momento eché de menos la brisa templada y suave del Mediterráneo junto a las antiguas construcciones españolas en Nápoles.
Pero pronto olvidaría aquellos pequeños detalles climatológicos.
La prisa —eterna compañera— apenas me dejó saborear la extraña mezcla de edificios modernos y muros incas que me rodeaba. Y es que, según mi cuaderno de notas, a primera hora del día debía reunirme en una de las tiendas de alimentación colindantes a la plaza con don Faustino Espinoza.
Cuando llegué a la cita me encontré con un hombre de ochenta y nueve años, ágil como pocos ancianos andinos de su edad, profesor de quechua y parte viva indiscutible de la historia cuzqueña.
La tarde anterior, don Faustino se había ofrecido a acompañar a un grupo de tres españoles y a mí hasta algunos de los enclaves incas más interesantes de los alrededores de la antigua capital del
Tahuantinsuyu
—nombre en quechua del imperio inca—, y las circunstancias, intuí, pronto se antojarían propicias para llevar a cabo un interrogatorio a fondo sobre los muchos aspectos enigmáticos de esta cultura que no recogen los libros de texto.
En cuanto pude, a bordo de un destartalado taxi, fui al grano.
Faustino Espinoza me habló del
ayaconchi
, la sustancia secreta que los incas utilizaron para reblandecer las piedras.
—¿Cómo podían cortar los incas piedras de hasta doscientas toneladas, y subirlas montaña arriba para encajarlas milimétricamente en muros como los de Sacsayhuamán? —le pregunté a bocajarro.
—Las tallaban con el
ayaconchi
, un sistema para ablandar rocas —contestó Espinoza con cierta solemnidad.
Titubeé.
—Con ese compuesto químico preparado por los «científicos» indios antiguos —continuó—, esculpían altares en la piedra en honor a los elementos de la naturaleza, y moldeaban las piedras.
Ahora —añadió—, nadie puede preparar esa fórmula por una cuestión de orgullo, ya que ningún joven parece querer ser el depositario de la sabiduría que nos han legado nuestros antepasados, y que obliga a dejar de lado los conocimientos modernos.
—Pero ¿usted cree que todavía alguien conoce esa fórmula? ¿Que aún se conserva?
—Nadie conserva esa sabiduría ya —responde con cierta melancolía en sus ojos—. Cuando llegaron aquí los señores españoles, todo se trastornó. En primer lugar prohibieron el uso del quechua, y después que se rindiera culto a las cosas antiguas. Incluso mandaron destruir y cortar las cabezas de estatuas humanas y de animales… Y por todo ello ese legado ha terminado olvidándose.
—¿Y si…? —Espinoza no me deja continuar.
—Los nativos de aquel entonces no han querido decir o escribir nada porque estaba prohibido. Los mataban. Por cuidar su salud —concluye— enmudecieron sus conocimientos.
Don Faustino no retomó este argumento en toda la mañana que pasó conmigo. Me mostró, eso sí, algunas de las proezas del
ayaconchi
en los muros de un antiguo acueducto inca que llevó un día agua hasta el recinto fortificado de Piquillacta, y me recordó las palabras de Garcilaso de la Vega, el Inca (1539-1616), cuando escribió que las piedras de fortalezas como Sacsayhuamán —situada a menos de un kilómetro de Cuzco— «no parecen haber sido cortadas en absoluto».
El Inca Garcilaso fue el primero en describir los magníficos monumentos de sus antepasados. Hijo de un militar español y de una princesa inca, Garcilaso abandonó Perú a los veintiún años y escribió en España, recurriendo a sus recuerdos, sus
Comentarios Reales
. En ellos afirma de los muros incas que «parece como si alguna clase de magia hubiera presidido su construcción; que debieran ser el trabajo de demonios, en lugar del de seres humanos».
Y ciertamente así lo parece aún hoy. Quien pasee por detrás del palacio episcopal de Cuzco encontrará, empotrada en un típico muro inca, una piedra con doce ángulos que casa perfectamente con el resto de la estructura. Más arriba, en los muros en zigzag de Sacsayhuamán, verá piedras de más de cien toneladas y de hasta cinco metros de alzada, cuyas aristas casan tan perfectamente con el resto del conjunto que ya Garcilaso escribió que allí era imposible «introducir la punta de un cuchillo entre dos de ellas».