El debate me resultó fascinante: no es que los científicos negaran la existencia de un código en la Biblia —un descubrimiento de por sí sorprendente, al tratarse de un texto escrito en una época en que no existían los ordenadores—, sino que repudiaban su uso como oráculo. Es más, sólo aceptaban algunas referencias en el texto sagrado a la Revolución francesa, los acuerdos de Oslo o el holocausto judío, como suficientemente probados, y no como el fruto del azar.
¡Ahí es nada!
El impacto del cometa Shoemaker-Levi contra Júpiter también estaba anunciado —con fecha y todo— en la Biblia. Para los matemáticos más escrupulosos este acierto es una mera casualidad estadística. (Archivo Drosnin.)
La búsqueda de mensajes estadísticamente irrefutables no ha hecho, en realidad, más que comenzar. Cada vez que Witzum y Rips obtienen un cruce de datos significativos gracias a su programa informático, realizan un cálculo probabilístico para determinar el valor de esa información.
En algunas ocasiones, el ordenador ha cifrado en una entre diez millones la probabilidad de que determinado cruce se produjera de forma casual. De hecho, gracias a este cúmulo de pruebas estos dos científicos obtuvieron el respaldo de
Statistical Science
, al ser capaces de superar no dos —que sería lo normal— sino tres pruebas de refutación presentadas por otros científicos independientes.
«Nuestros revisores estaban desconcertados. La posibilidad de que el libro del Génesis contuviera información significativa sobre personajes actuales iba en contra de todas mis convicciones. No obstante, las pruebas adicionales confirmaron el fenómeno», llegó a afirmar Robert Kass, el editor de
Statistical Science.
Una de estas pruebas propuesta por Rips fue tratar de encontrar mensajes similares en la traducción al hebreo de
Guara y paz
de Tolstoi, e incluso en
Moby Dick
, sin obtener secuencias equidistantes de letras realmente significativas.
También Harold Gans, experimentado decodificador de la Agencia Nacional de Seguridad de Estados Unidos, quiso poner a prueba la autenticidad del código. Repitió con extremo cuidado los pasos seguidos por Rips y Witzum y confirmó plenamente que el texto de los rabinos y sus fechas de nacimiento y muerte formaban parte de un mensaje encriptado deliberadamente por el redactor del Génesis.
Drosnin afirma que existen varios mensajes cifrados en la Tora que hablan de la existencia misma del código. Así, la frase «la escritura de Dios grabada en las tablas» se cruza con «fue hecho por ordenador»; «sellado ante Dios» se cruza verticalmente con «código de la Biblia» o «guarda en secreto estas palabras y sella el libro hasta el fin» se cruza de nuevo con «ordenador».
Pero ¿qué tipo de inteligencia pudo obrar esta especie de holograma de letras? Drosnin cree que «si el código proviene de un Dios todopoderoso, no tendría sentido que nos vaticinara el futuro. Le bastaría con modificarlo. Parece, pues, provenir de alguien bueno, pero no omnipotente, alguien que quiere advertirnos de un peligro terrible».
Bruno Cardeñosa y yo observamos de pie el monitor de Michael Drosnin, donde introduce los nombres y episodios históricos que desea saber si fueron tenidos en cuenta por el «redactor» del código escondido en la Biblia.
Durante nuestra entrevista con Drosnin en Madrid, llegados a este punto, Bruno Cardeñosa, atento, volvió a preguntarle:
—Ese «alguien» al que usted se refiere, ¿podría ser alguna clase de inteligencia extraterrestre?
—He pensado mucho sobre ello —admitió sin inmutarse—. El código de la Biblia constituye la primera prueba científica de que no estamos solos en este planeta. Y digo esto porque ningún humano de hace tres mil años pudo codificar la Biblia ni acontecimientos futuros. Pero no conozco la identidad del codificador. Si fuera religioso, pensaría en Dios, pero como no lo soy, no creo que lo fuera. Aunque —apunta riéndose— veo más fácil creer en Dios que en pequeños hombrecillos verdes.
—¿Y entonces?
—Pienso que probablemente se trata de otra inteligencia más difícil de definir: una inteligencia que tal vez habite en otra dimensión y pueda ver a través del tiempo.
—¿Cree, por tanto, que la inteligencia que cifró el código empleó para ello alguna clase de tecnología?
—Hay varias formas de ver este problema. Una es como si el codificador fuera una inteligencia, y otra como si fuera «sólo» una tecnología. Quizá esa inteligencia sea más artificial que humana porque, desde luego, debió de existir una técnica muy avanzada para cifrar el código hace tres mil años. Sin embargo, sigo sin poder imaginar ninguna tecnología capaz de mirar a través del tiempo. Tiene que haber más de una respuesta…
Tras el criptograma del asesinato de Rabin, Drosnin siguió encontrando mensajes cifrados en la Biblia sobre su muerte. De hecho, descubrió cómo entre las palabras cruzadas no sólo se encontraba el anuncio de la muerte del líder judío, sino el nombre de su asesino (Amir), la ciudad donde ocurrió (Tel Aviv), y el año del magnicidio (año 5756 judío, que empezó en septiembre de 1994).
Así, a medida que la investigación avanzaba, Drosnin se convencía cada vez más —aun en contra de las protestas de Witzum y su equipo— de que el código anunciaba también una terrible época de sufrimiento para el mundo, sobre todo a raíz de la muerte de Rabin.
Drosnin llegó a anunciar un holocausto nuclear que afectaría gravemente a Israel, señalando como el inicio del fin del mundo el año judío 5756. Pero este periodista advierte que hay otros muchos mensajes que afirman que ese futuro puede ser evitado. Incluso asociado a otro año, el 5776 (2014 de la era cristiana), el código formula una intrigante pregunta: «¿Lo cambiaréis?».
—El código —nos dijo Drosnin— no es, en cualquier caso, una bola de cristal, porque primero hay que introducir en el ordenador los nombres y los datos que se desean encontrar y probar suerte.
Bruno y yo abandonamos el hotel Palace con una extraña sensación a nuestras espaldas: la de haber rozado el vestigio de una tecnología ancestral, capaz de adelantarse en treinta siglos al desarrollo de la informática.
Sin embargo, de haber existido ese desarrollo en épocas tan remotas, debían de poder encontrarse sus rastros en otros legados antiguos. ¿O no?
Poco podía saber entonces que meses después de mi entrevista con Drosnin iba a encontrar la confirmación a mis sospechas. Y esta vez, al otro lado del Atlántico, a casi cuatro mil metros de altura.
En los Andes.
Ni siquiera me fijé. Entregué el arrugado billete de diez bolivianos al taxista que me llevó hasta el acomodado barrio de Sopocachi, en La Paz, y sin mirar crucé la calle rumbo a la casona que se levantaba al otro lado.
Si hubiera prestado más atención al billete, me habría dado cuenta de que la persona con la que iba a entrevistarme aquel 20 de abril de 1999 era hijo del hombre que aparecía estampado sobre él: Cecilio Guzmán de Rojas, uno de los mejores pintores que ha dado Bolivia en este siglo.
Pero, como digo, el detalle pasó inadvertidamente entre mis manos. No importó.
Pocos minutos después de las cinco y media de la tarde Iván Guzmán de Rojas, un atlético ingeniero informático de sesenta y cinco años de edad, estrechaba mi mano con fuerza invitándome a acomodarme en su estudio. La noticia de sus investigaciones me había obligado a tomar un avión desde Cuzco sólo para entrevistarme con él, y buena culpa de ello la tuvieron Umberto Eco y Graham Hancock. El primero —profesor de semiótica italiano famoso mundialmente por su novela
El nombre de la rosa
— citó elogiosamente a Guzmán de Rojas en un ensayo titulado
La búsqueda de la lengua perfecta
[137]
, en donde apuntaba que este boliviano padre de siete hijos había encontrado claves matemáticas ocultas en la estructura de un idioma indígena local: el aymara (!). El segundo, un conocido escritor y aventurero escocés, en su libro Las
huellas de los dioses
[138]
, despachaba a Guzmán en un sugerente párrafo donde apuntaba que había descubierto en el idioma aymara algo igualmente «imposible»: que esa lengua era artificial, sintética, y que había sido diseñada de tal modo que «podía transformarse sin dificultad en un algoritmo informático destinado a ser utilizado para traducir de un idioma a otro».
[139]
Iván Guzmán de Rojas ha desarrollado un programa informático de traducción simultánea basado en las características «digitales» de una lengua que apareció en el lago Titicaca… ¡hace cuatro mil años!
Por supuesto, ni Eco ni Hancock —dos autores de ideas y formación bastante opuestas entre sí— respondían a la pregunta clave que suscitaban sus revelaciones: si el aymara, un idioma exclusivo de los Andes bolivianos, fue diseñado siguiendo unos patrones lógicos («trivalentes, que no bivalentes» me diría después Guzmán de Rojas), ¿quién lo diseñó?, ¿para qué, en una época que ni soñaba con los modernos ordenadores? y ¿cómo?
Naturalmente, tales dudas —y algunas más que surgieron en el camino— bastaron para que «saltara» hasta La Paz. El viaje mereció la pena.
Iván Guzmán de Rojas trabaja como ingeniero informático por cuenta propia desde que en los años setenta fuera expulsado de la Universidad de San Andrés «por disidente». En ese momento inició una carrera en solitario, rebelde, respaldada por una sólida formación matemática adquirida en Estados Unidos y Alemania, que desembocó en un repentino interés por un entonces prácticamente olvidado —y políticamente reprimido— idioma ancestral. Una lengua que todavía se habla en ciertas comunidades que habitan en las orillas del lago Titicaca, y que nada tiene que ver con el quechua de los antiguos incas.
En el siglo XVI, los españoles ya dieron cuenta de la existencia del aymara, y algunos de ellos, como el jesuíta Ludovico Bertonio, llegaron incluso a redactar diccionarios bilingües para acercar sus doctrinas a los indígenas.
En el estudio en el que trabaja, Guzmán de Rojas busca afanosamente su ejemplar del diccionario de Bertonio antes de sentarse a conversar conmigo. Lo hace con entusiasmo, mirándome a los ojos.
—Fue estudiando a Bertonio, que publicó su primer diccionario en 1603, como me di cuenta de que el aymara es una lengua elaborada con los mismos principios que hoy se utilizan para la construcción de lenguajes de programación en las máquinas.
—Estamos hablando de una lengua de diseño, por tanto…
—Así es. Una lengua basada en principios que, algunos, ya fueron enunciados hace dos o tres siglos por aquellos que iniciaron corrientes para crear lenguajes artificiales en Europa como, por ejemplo, el esperanto. Pero mucho más depurados.
Al principio, la seguridad de Guzmán me abrumó. Aunque no lo suficiente para que las preguntas que fui anotando mientras sobrevolaba el Titicaca horas antes dejaran de brotar entonces en cadena.
—¿Y cómo se le ocurrió intentar comprobar que ese idioma es «sintético»?
—En realidad, no fui el primero. Ya otros autores se admiraron en el pasado de la forma tan estructurada que tiene el aymara, sin irregularidades, y que sólo puede encontrarse cuando se parte de un diseño idiomático previo. Pero lo que más me llamó la atención, al profundizar en su estudio, es la existencia de una lógica de tres valores, en contraposición a la lógica binaria o bivalente —de verdadero o falso, positivo o negativo, cero o uno común—, que existe en la sintaxis aymara.