«El clan del arco —escribe Blumrich en su obra
Kasskara und Die Sieben Welten
basándose en las enseñanzas de Oso Blanco— bombardeó la ciudad del clan de la serpiente con las más poderosas y abominables armas que tenían. Eran similares al rayo. Lo que ellos usaban lo llamamos hoy energía eléctrica. El clan de la serpiente estaba preparado para ello. La serpiente que mencioné antes —refiere Blumrich— ayudó a la gente a ir bajo el suelo donde estarían protegidos por un grueso escudo y alguna clase de energía eléctrica también. Cuando los disparos se detuvieron por la tarde, la serpiente hizo uso de su habilidad para atrincherarse por sí misma. Construyó un túnel bajo las fortificaciones del clan del arco.»
Además de este relato bélico, otras leyendas hopi refieren cómo el hombre salió de las entrañas de la madre Tierra, a la que —según Frank Waters— simbolizan con forma de laberinto. Y laberinto es el significado literal de la palabra quechua
chinkana,
con la que los incas designaban a los túneles subterráneos que unían sus diferentes centros ceremoniales sagrados. ¿Se trata de una casualidad?
Las referencias a la existencia de estos caminos sagrados son tan abundantes como desconcertantes. El español Fernando de Montesinos, por ejemplo, en sus célebres
Memorias antiguas historiales)' políticas del Peni
, refiere la existencia de una de estas vías, que enlazaba Tiahuanaco con Cuzco. Un camino que, por cierto, tal y como indicó Vicente Paris en 1992, muy probablemente corresponda al recorrido que efectuaron bajo tierra los hermanos Ayar, enviados por su padre Kon Tiki Viracocha, para que fundasen el imperio de los incas. De hecho, hace ya algún tiempo, el escritor Raymond Bernard escribía a este respecto: «El más famoso de estos túneles es el "Camino de los Incas", que según se dice se extiende por varios cientos de kilómetros hacia el sur de Lima, a Cuzco y a las tres cimas, dirigiéndose hacia el desierto de Atacama, donde se pierden todos los vestigios. Otro ramal se dirige al Brasil, donde está conectado por túneles a la costa. Ahí los túneles se sumergen bajo el fondo del océano en dirección a la perdida Atlántida».
¿Acaso se refirió a estas galerías Platón cuando escribió en su Timeo que «los atlantes construyeron templos, palacios, puentes y túneles, dirigiendo también las aguas, que fluían en un círculo triple, alrededor de su metrópoli, de un modo útil»? Y si fue así, ¿es que acaso fueron los atlantes los constructores de semejantes prodigios arquitectónicos?
Los domingos son días extraños en Jerusalén, y aquel 28 de noviembre de 1993 no fue una excepción.
Mientras los cristianos celebran su fiesta religiosa semanal, para judíos y musulmanes se trata de una jornada laborable cualquiera. Por eso, cuando poco antes de las nueve de la mañana de aquel día crucé la amplia explanada que bordea el Muro de las Lamentaciones, ese sector de la ciudad bullía en actividad.
A esas horas el muro apenas daba cobijo a unos pocos ultraortodoxos que inclinaban su cabeza sobre las milenarias piedras, mientras pocos metros por detrás de ellos un destacamento de hombres de negocios acudían deprisa a sus despachos. Así era —y es— Jerusalén. Ciudad de eternos contrastes.
A mano izquierda del muro, muy cerca de la embocadura del llamado túnel de los Asmoneos, me esperaba el doctor Dan Bahat en su reducida oficina. Desde 1985 él es el máximo responsable de las excavaciones arqueológicas realizadas junto a la pared más famosa de todo Israel. De aspecto menudo y casi calvo, por sus gestos pude deducir que estaba ante un hombre hiperactivo y muy cordial.
Y para mi sorpresa, hablaba perfectamente español.
—El Muro de las Lamentaciones, que hoy es lugar de oración y que usted acaba de rodear, tiene tan sólo 57 metros de largo —comienza a explicarme nada más estrechar mi mano—, pero si sumamos toda su extensión hasta el punto más al norte que vamos a visitar, suma una distancia de 488 metros de largo. Se dice que este sector del muro es, sin embargo, únicamente una novena parte del perímetro total que tenía el templo.
Bahat —me quedó claro de inmediato— era un hombre meticuloso. Sin mediar demasiados preámbulos, nos cubrimos la cabeza con sendos kipás y tras cruzar parte del sector de oración del muro, nos adentramos en unas excavaciones que en esas fechas aún estaban cerradas al turismo.
—Para el tipo de investigación que usted realiza, seguramente le gustará ver con sus propios ojos una de las cosas más misteriosas que hemos encontrado durante nuestros trabajos de limpieza del túnel.
Asentí sorprendido.
—Acompáñeme.
Seguir a Bahat en su territorio, y en la penumbra de aquella galería, no fue fácil. Tras atravesar una gran bóveda de cañón supuestamente construida por los cruzados durante la Edad Media y admirar brevemente una maqueta que reproducía el aspecto del templo de Salomón de hace dos milenios, el doctor Bahat me invitó a recorrer un estrecho pasadizo que discurría a lo largo del muro original del antiguo templo.
—Aquí está la piedra más grande tallada jamás en Israel. Está incrustada en uno de los sectores del templo más antiguos —afirmó sonriendo satisfecho al llegar.
—¿De qué se trata?
—Estamos ante un bloque que tiene una longitud de 13,60 metros, una altura de 3,20 y una anchura de 4,60 metros. Su peso estimado es de 600 toneladas… y sólo piedras talladas en Egipto y en Baalbek, en pleno Líbano, la superan.
Crucé una mirada de complicidad con el doctor Bahat. Pese a que no habíamos tenido oportunidad de hablar de mi pasión por los enigmas arqueológicos y de mi certeza de que muchas culturas de nuestro pasado contaron con medios tecnológicos superiores, en ocasiones, a los actuales, sus acertados comentarios despertaron en mí un vivo interés.
Efectivamente, en Egipto se movieron piedras de más de 1.000 toneladas de peso, y las de Baalbek, a las que se refería Bahat, llegaron a alcanzar las 1.100 toneladas en una sola pieza. Ningún ingeniero podría hoy mover una masa así sin medios mecánicos, ni manejarla con la precisión con que lo hicieron nuestros predecesores.
Éste es el túnel de los Asmoneos. En la segunda hilera del mismo se encuentra el enorme bloque que sorprendió a los arqueólogos israelíes.
—¿Y cómo cree usted que fue trasladado este bloque colosal hasta aquí?
—No lo sabemos.
—¿Y se sabe a cuál de los templos perteneció?
—Eso sí. Sin duda, al segundo. Aquí no hay nada del primer templo, ya que el Muro de las Lamentaciones actual es de la época de Herodes. Los restos más antiguos habría que buscarlos en el interior, dentro de la colina del templo. Según nuestras escrituras más antiguas, recogidas en la
Midrash
, cuando Herodes el Grande se planteó reconstruir el templo, la colina de Moriah le pareció pequeña y decidió agrandarla enterrando para siempre las ruinas del primer templo.
Las tradiciones judías sobre la casa de Dios son muy ricas. Construida para albergar el Arca de la Alianza en tiempos de Salomón, y tras el Éxodo, esa edificación fue todo un símbolo para el antiguo Israel. Algunas de esas tradiciones, examinadas a fondo, contienen elementos que podrían arrojar cierta luz sobre ese misterioso monolito del muro oeste.
De hecho, una de las singularidades que han puesto de relieve los trabajos de Bahat y de la Western Wall Heritage Foundation que financia sus excavaciones, es la existencia de lo que los arqueólogos judíos llaman la «Vía Maestra». Se trata de una hilera grande de piedras particularmente pesadas, situadas cerca de la base del muro y entre las que está inscrito el colosal bloque de 600 toneladas que me mostró Bahat. Su altura supera en todos los casos los tres metros y su peso medio ronda las 370 toneladas por pieza.
Pues bien, durante la construcción del primer templo —levantado por Salomón hacia el siglo X a.C.— parece que los arquitectos dispusieron de una herramienta secreta llamada el
«shamir
mágico».
Según fuentes talmúdico-midráshicas, este
shamir
era la «piedra que parte rocas». Esto es, un elemento capaz de fundir vetas de mineral y metales sin fricción ni calor, en total silencio, y que incluso poseía la notable propiedad de tallar el diamante.
Las mismas tradiciones refieren que este
shamir
, una vez concluidos los trabajos del Templo, se ocultó en el interior de las dos columnas gigantes que custodiaban el sanctasanctórum.
¿No es ésta una clara alusión a alguna clase de herramienta de «alta tecnología»?
No precipitaré mis conclusiones.
Las explicaciones del doctor Bahat en el interior del túnel de los Asmoneos se prolongaron durante más de hora y media.
Fue él quien me narró cómo las excavaciones realizadas en este lugar desde finales del siglo pasado descubrieron una puerta antigua, que si se excavara hoy daría paso al interior del templo y desembocaría en la mismísima Cúpula de la Roca.
También me advirtió de los problemas que sus excavaciones estaban generando en 1993. A fin de cuentas, el recinto del templo se encuentra hoy en poder de los árabes, que lo consideran el tercer lugar más sagrado de su religión. Y a éstos no les complace nada saber que al otro lado de una gruesa pared de piedra, arqueólogos judíos están excavando sabe Dios con qué intenciones.
—Las excavaciones del muro oeste u occidental siempre han sido muy mal vistas por los árabes —reconoce Bahat—. Además, durante muchos años ha habido personas tratando de buscar cerca de aquí toda clase de tesoros, como el Arca de la Alianza.
—¿Y tienen algún sentido esas perforaciones?
—Creo que no.
—Dígame una cosa, doctor Bahat, ¿por qué el Muro Oeste es considerado sagrado por los judíos?
—Nosotros sabemos, gracias a las descripciones de la
Mishná,
que el sanctasanctórum del templo estuvo situado muy cerca de este muro. Es, por tanto, el lugar más cercano a la piedra de fundación…
…Que fue precisamente el punto sobre el que Salomón colocó el Arca de la Alianza…, pensé para mis adentros.
La piedra de fundación a la que se refería el doctor Bahat es la
Shetiyyah
, una enorme masa rocosa que hoy cobija la Cúpula de la Roca, erigida en el 638 de nuestra era por el califa Ornar. Los judíos creen que a su alrededor Dios creó la Tierra e hizo que sobre ella se desarrollaran acontecimientos tan importantes como la creación de Adán, o el sacrificio de Isaac a manos de su padre Abraham.
Lo que reposa bajo esta roca y a su alrededor es un auténtico misterio. Su categoría de lugar sagrado impide la entrada de las piquetas de los arqueólogos, y ello pese a las innumerables leyendas que afirman que el Arca de la Alianza fue escondida en su seno justo antes de que Nabucodonosor arrasara el templo entre el 587 y el 586 a.C.
Ajenos a estas prohibiciones, algunos exploradores han tratado de perforar el suelo santo de la Cúpula. El más célebre de estos intentos fue el llevado a cabo por el aventurero británico Montague Brownslow Parker, quien convencido de poder encontrar un pasadizo subterráneo que iría desde la cercana mezquita de al-Aqsa hasta la Cúpula de la Roca, creía que podría localizar la habitación secreta donde reposaba el Arca.
Curiosamente, su punto de partida —la mezquita de al-Aqsa— estaba en el mismo lugar donde excavaron los templarios entre 1118 y 1125 con idéntico propósito… aunque movidos por intereses bien distintos.
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Guiado por un esoterista finlandés llamado Valter H. Juvelius, y tras sobornar al guardián de la Cúpula de la Roca, los hombres de Parker pasaron más de una semana excavando en al-Aqsa y en la caverna natural que existe bajo la
Shetiyyah
. Ninguno de sus agujeros aportó pista alguna sobre el paradero del Arca y su sacrilegio a punto estuvo de costarles la vida, al ser descubiertos por vigilantes nocturnos de la Roca que no estaban al día con los sobornos.
Otro célebre arqueólogo de finales del siglo XIX, el teniente de los Reales Ingenieros Británicos Charles Warren, pretendió excavar en la colina del Templo en 1867. Warren fue de los primeros en explorar con una óptica científica el túnel de los Asmoneos y recorrer todo su trayecto, desde el Muro de las Lamentaciones hasta su desembocadura junto a la Vía Dolorosa.
De hecho, ya en aquella época trató clandestinamente de abrir una galería que le condujera directamente bajo la
Shetiyyah
y aunque su empresa nunca llegó a buen puerto, sus obras fueron usadas incluso por los francmasones como lugar de reunión.
Al mismo Warren se debe, por ejemplo, el haber despejado la enorme puerta que me mostró el doctor Bahat durante mi visita y que hoy lleva el nombre de este militar inglés.
—Esta puerta —me dijo Bahat con su proverbial erudición— fue en su día uno de los cuatro accesos al templo. Si los árabes nos dejaran entrar y perforarla, llegaríamos a las escaleras que conducen al corazón de la colina del Templo. Hoy, sin embargo, es un pasaje subterráneo que está lleno de agua, ya que se usa como cisterna.
Los árabes se sienten amenazados. Bajo sus pies, a unos ocho metros de profundidad, los judíos han estado realizando excavaciones oficialmente con propósitos arqueológicos. Pero a nadie se le escapa que en Jerusalén historia, religión y política van siempre de la mano, y que esa «puerta de Warren» hoy tapiada, si se abriera provocaría un conflicto intercultural sin precedentes.