En busca de la edad de oro (30 page)

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Authors: Javier Sierra

Tags: #Histórico

BOOK: En busca de la edad de oro
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Curiosamente, a quien la historia atribuye la búsqueda de ese tesoro es a Clodoveo, rey de los francos que en el año 507 conquistó Toulouse, asedió después Carcasona y pudo haber procedido contra Rhedae. Y Clodoveo no es otro, en francés, que Clovis. ¿El
Clovis Dardentor
del criptograma verniano?

Al margen de las infinitas especulaciones que ha motivado la posibilidad de la existencia del tesoro de Salomón en tierras francesas, y teorías más o menos argumentadas como que el verdadero secreto que protegieron los iniciados en los misterios de Rennes era la existencia de una línea dinástica de Jesús
[117]
o incluso la ubicación de la propia tumba del Nazareno
[118]
, lo cierto es que parecía existir una conexión muy próxima entre esa región y Julio Verne.

Una conexión que, puestos a especular, bien podría explicar sus extraordinarias dotes de videncia.

Y me explico. Dentro del Tesoro antiguo de los visigodos se custodió durante siglos un objeto sagrado conocido como la Mesa de Salomón. Aunque no sabemos a ciencia cierta de qué clase de reliquia estamos hablando —pues se la describe indistintamente como mesa o espejo—, la leyenda nos dice que estaba compuesta por una aleación de metales bien particular que le confería la extraordinaria capacidad de revelar a su propietario todos los rincones del mundo. Quien se asomaba a su pulida superficie dominaría el curso del tiempo y podría ver en ella «la imagen de los siete climas del universo».

¿Descubrió Bérenger Saunière esta poderosa reliquia? ¿Supo de ella Verne y los miembros de la misteriosa sociedad a la que estuvo afiliado? Y sobre todo, ¿llegó a emplear sus aparentemente extraordinarias capacidades para adelantarse a su época?

Nadie lo sabe.

20
Italia: El Cronovisor
Isla de San Giorgio, Venecia

Más preguntas.

¿Y si los fundamentos de la mesa de Salomón, ese instrumento divino aparentemente capaz de saltar la barrera del tiempo, hubieran sido redescubiertos —o simplemente aplicados— en nuestros días?

Hacía ya tiempo que me rondaba esa duda. Si he de ser sincero, desde febrero de 1993 no había podido desembarazarme de ella. Pero fue tras mi incursión en los vericuetos de la historia de Julio Verne cuando ésta se hizo ya insoportable. Y de qué modo.

Cuando regresé de Francia y comencé a ordenar mis notas, me sorprendió un detalle de la vida de don Julio en el que no había reparado: Verne fue un hombre que se proyectó al futuro. No utilizó su literatura para ofrecernos pistas del pasado, salvo las referencias a la Atlántida que finalmente incluyó en su
Viaje al centro de la Tierra
. Por un momento imaginé cuan útil nos habría resultado un visionario como él que aplicara su talento a resolver algunos de los enigmas en los que había hipotecado mi vida.

Y entonces recordé algo. O mejor dicho, a alguien. Una persona con la que me crucé fugazmente año y medio antes de mi visita a Francia, y que dejó una profunda huella en mí.
[119]

La cita tuvo lugar en Venecia. Y más concretamente en la isla de San Giorgio, situada justo frente a los leones de la plaza de San Marcos, al otro lado del Gran Canal.

Aquel lugar está hoy totalmente ocupado por instalaciones regidas por benedictinos. De aspecto austero y alejada de los boatos de la espléndida Venecia, la isla acoge desde 1951 algunos edificios vinculados a la Fundación Giorgio Cini, consagrada en principio a la restauración de la basílica y la abadía anexa y después reconvertida en un organismo cultural que pretende ser punto de encuentro entre diversas culturas y credos.

En realidad, no hay mucho que ver allí. La basílica de San Giorgio Maggiore, terminada de construir en 1576 por Andrea Palladio, apenas sobresale en un entorno tan lleno de joyas de la arquitectura universal. De hecho, son muy pocos los turistas que toman el
vaporetto
hasta sus costas y deciden pasar unas horas en aquel suelo.

Yo fui una excepción.

Después de reiterados intentos, había conseguido que uno de los monjes del monasterio me recibiera por fin. Se trataba de un hombre llamado Pellegrino Ernetti, que ingresó en la orden a los dieciséis años, en 1941, y que se había dado a conocer al mundo por su investigación histórica en el campo del canto gregoriano y la prepolifonía. Esto es, en la música anterior al año mil y a la elaboración de las primeras partituras.

El benedictino Pellegrino Ernetti murió en 1994 sin desvelar al mundo el secreto de su Cronovisor. Fui de los últimos en poder hablar con él de aquel extraño invento. (Foto: Rafael Márquez.)

Pero Ernetti, naturalmente, me interesaba por otros motivos. En 1972, este sacerdote concedió una entrevista al diario italiano
Domenica della Corriere
, en la que afirmaba que él había participado en la creación de una máquina capaz de obtener imágenes del pasado.
[120]

¡Imágenes del pasado! Recuerdo que la sola idea de que aquel proyecto hubiera logrado resultados positivos me dio vértigo. Un descubrimiento así nos permitiría acceder a las brumas del tiempo, desvelando todas las dudas que figuran en este volumen de un plumazo.

Demasiado bueno para ser verdad, pensé.

Ernetti, en cualquier caso, afirmó que su empresa tuvo éxito, y al periodista del
Domenica della Corriere
le aseguró que aquel ingenio recibió el nombre de «Cronovisor». Aunque en la entrevista se mostró reacio a desvelar demasiados detalles sobre su funcionamiento, lo cierto es que confesó que gracias a aquel ingenio había podido reconstruir fragmentos de óperas clásicas perdidas —como el
Thyestes
de Quinto Ennio, representada en Roma hacia el 169 d.C.—, había visto la destrucción de Sodoma y Gomorra, e incluso había podido determinar cuáles fueron con exactitud las últimas palabras que pronunció Jesús en la cruz.

Por los recortes de prensa que reuní, sabía que a Ernetti no le complacía demasiado hablar de aquella etapa de su vida. ¿Lograría yo arrancarle algún secreto?

Si lo que decía era cierto, había que remontarse a 1952. A una sesión de grabación de música gregoriana en el laboratorio del padre Agostino Gemelli, uno de los fundadores de la Universidad Católica de Milán. Allí, el 15 de septiembre de aquel año, mientras vigilaban unos osciloscopios y filtros de sonido para obtener unas grabaciones más nítidas de ese tipo de música, el padre Gemelli, desesperado, levantó los ojos al cielo y pidió a su padre muerto que le ayudara.

Fue una reacción instintiva. Como tantas otras veces. Sin embargo, los equipos de grabación se comportaron en esta ocasión de forma extraña, recogiendo algo insólito que ni él ni Ernetti habían escuchado nunca antes. Una voz, según Gemelli indiscutiblemente la de su padre, se grabó en la cinta diciéndole: «Por supuesto que te ayudaré. Siempre estoy contigo».

A Ernetti aquello le impactó. Jamás había oído hablar de las psicofonías, esas extrañas voces no audibles que quedan registradas en cintas magnéticas, y decidió aplicarse en la investigación de ese nuevo fenómeno. Fue así como contactó con otros técnicos interesados en la idea de que voces e imágenes del pasado pudieran quedar flotando en algún lugar de la atmósfera, y desarrollaron la idea de un aparato que las pudiera recuperar.

Desde el principio, Pío XII estuvo al corriente. Pero clasificó el asunto como secreto.

¿Cómo podría yo abordar al benedictino y hacer que respondiera a mis dudas?

Hice una apuesta extraña. No tenía demasiado que perder, así que le localicé en Venecia y a sabiendas de que su actividad era por aquellas fechas la de atender a supuestas víctimas de exorcismos a los que recibía una vez por semana, le pedí una entrevista para hablar de ese asunto. Aceptó.

Ernetti, para mi fortuna, acababa de publicar un libro titulado
La Catechesi di Satana
, y estaba inusualmente abierto a recibir a periodistas. Obviamente, no contaba con que alguno de ellos —y menos un español— tuviera buena memoria y sacara a colación un viejo e incómodo asunto.

Todo discurrió por los cauces previstos. El padre Pellegrino me recibió en el convento de San Giorgio a primera hora de la mañana, haciéndome pasar a su despacho. Allí, frente a una mesa atestada de libros y correspondencia atrasada, y rodeados de paredes empapeladas de color salmón, me contó sus teorías sobre el diablo. Grabé cerca de una hora de explicaciones sobre los protocolos de los exorcismos y sobre cómo la mayoría de las posesiones que él había atendido no pasaban de ser meros trastornos mentales.

Una vez relajado el ambiente, y habiendo conseguido un tono más confidente, decidí abordarle de frente.

—Verá, padre —murmuré—, sé que también usted investigó hace años sobre una máquina que llamó Cronovisor y que permitía obtener imágenes del pasado.

El padre, con su mirada vivaracha brillando detrás de sus gafas redondeadas, se sobresaltó.

—Sí, en efecto…

—Sé que tuvieron éxito. Usted mismo lo reconoció. Y también sé que durante muchos años no ha querido hablar de ello. ¿No cree usted que ya ha llegado el momento de desvelar lo que ocurrió?

Ernetti dudó un segundo —incluso pensé que en este punto daría por zanjada nuestra entrevista—, pero accedió a revelarme algunos detalles.

—No… todavía no es el momento. Entre otras cosas porque el principio sobre el que se asentaba aquella máquina es muy sencillo y cualquiera podría reproducirlo con intenciones perversas. Sin embargo —añadió—, le diré que demostramos que las ondas visibles y sonoras del pasado no se destruyen. Y no lo hacen porque son energía. La grandeza de aquel invento fue que podía recuperar esa energía y recomponer escenas perdidas hace siglos.

—¿Y no continuó con sus investigaciones?

—No. Todo terminó. Yo ya hablé de este asunto y Pío XII nos prohibió que divulgáramos cualquier detalle sobre esta investigación, porque la máquina del pasado podía llegar a ser realmente peligrosa. Puede llegar a cortar la conciencia de libertad al hombre, ya que con este aparato se podría saber qué hiciste esta mañana, dónde y con quién.

—Usted llegó a decir que con el Cronovisor logró incluso leer el texto original de las tablas de la ley, ¿lo sigue manteniendo?

—Sí, lo tenemos. Pero no podemos desvelar nada. Lo siento.

—¿Y cuándo cree que podrá hablar, padre?

—No lo sé. Ya sabe que hay muchas cosas que reciben el nombre de secretos de estado.

—¿Del Vaticano?

—No. De todos los estados. Por eso no me es posible hablar. Y le ruego que apague la grabadora.

Lo intenté. Sin embargo, el padre Ernetti se cerró a todas las preguntas que vinieron después. Aquel benedictino de complexión frágil y mirada despierta se limitó a negar su implicación en la obtención de una supuesta fotografía del rostro de Jesús que había circulado en los setenta como obtenida por el Cronovisor, y se cubrió las espaldas con un impenetrable silencio. Sólo cuando ya no estaba dispuesto a responder ni una sola más de mis impertinentes preguntas, y mientras abría la puerta del monasterio para invitarme a salir, respondió otra batería de interrogantes.

—Sólo una cosa más, padre. ¿Todas las investigaciones que se hicieron con su máquina se realizaron en Venecia?

—No. En todo el mundo —dijo sin ganas.

—Y no sabe cuándo dejará de ser secreto, ¿verdad?

—Espero que pronto, pero es muy difícil. Se revelarían demasiados secretos.

—¿Cambiaría mucho nuestra concepción de la historia del hombre?

—Mucho. Incluso las lenguas serían irreconocibles.

Los herederos de Ernetti

El padre Pellegrino falleció poco después. Pese a que yo conversé con un hombre con una salud de hierro, en abril de 1994 expiró en el mismo convento donde nos reunimos. Jamás reveló su secreto, y todos los detalles que poseemos hoy de ese Cronovisor proceden de fuentes de segunda mano.

Peter Krassa —el mismo que investigó los relieves de las bombillas de Dendera— recogió recientemente todos los fragmentos de información que existen del Cronovisor en un libro
[121]
, y publicó un puñado de testimonios de personas que escucharon de Ernetti cómo funcionaba aquella máquina. Debía de ser una especie de proyector de imágenes en tres dimensiones, que más tarde fue desmantelado y escondido en algún lugar seguro.

Su aspecto tuvo que ser bastante peculiar, pues, a decir de Krassa, el Cronovisor estaba integrado por tres componentes esenciales: antenas fabricadas de una aleación poco convencional y secreta, un aparato que permitía dirigir las antenas hacia las «ondas del pasado» que se deseaban captar y unos complejos sistemas de grabación de imágenes y sonido.

Poco más sabemos. Si todo este asunto fue una invención del padre Ernetti —cosa que dudo— o una aplastante realidad es algo que confío que el tiempo acabe desvelando.

El tiempo. Siempre él.

21
Italia: El príncipe alquimista
Nápoles, 1894

Con todo sigilo, dos figuras se desplazan sinuosamente entre las polvorientas estatuas de la poco frecuentada capilla de San Severo, situada en el corazón mismo de Nápoles. Quien va delante es uno de los guardianes que la poderosa familia Di Sangro ha contratado para proteger el recinto y todas las obras de arte que contiene. Tras él camina Fabio Colonna di Stigliano, una especie de cronista local dispuesto a comprobar los macabros rumores que hablan de esqueletos y torturas en los sótanos de aquel templo barroco.

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