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Authors: Gore Vidal

Tags: #Histórico, Aventuras

En busca del rey (11 page)

BOOK: En busca del rey
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Un atardecer llegó a una aldea. Unas pocas casas pequeñas, un altar de piedra por iglesia, un camino de tierra escarchada y eso era todo, no L 81 había castillo ni fortificaciones. Las gentes de la aldea labraban la tierra para un señor que vivía a cierta distancia.

—Tu presencia aquí es bienvenida —dijo el propietario de la casa más grande, un labriego canoso que se inclinó con gran dignidad, deslizando en su talego la moneda que Blondel acababa de entregarle.

Esa noche, Blondel se sentó a una mesa de madera con la familia y le hicieron preguntas acerca del mundo exterior; ninguno de ellos había visto nunca una ciudad; ninguno había recorrido siquiera el corto trecho que los separaba de Viena.

La esposa del labriego, una mujer vieja, era una versión femenina del marido. Tenían dos hijos adultos, jóvenes musculosos de pelo y barba sedosos y rubios: eran muchachos sencillos, bondadosos, aún solteros pero, según le comentaron, a punto de casarse. La sobrina del viejo matrimonio servía la mesa, y después se sentó en un banco cerca de la cabecera y escuchó a Blondel. Era una muchacha bonita de pelo ceniciento, más claro que el de los primos, casi tan blanco como el de los tíos. Lo llevaba recogido en dos largas trenzas; vestía una túnica azul y no llevaba velo, ni ningún ceñidor trabajado… Le recordaba a esas muchachas que de joven había conocido en Picardía: muchachas simples e instintivas que reían mucho, hacían el amor, se casaban, tenían hijos y pronto perdían su risa y sus atractivos. Pero ésta no era como ellas; se comportaba de otro modo: era callada y rara vez sonreía; cuando hablaba lo hacia en voz baja, no áspera y aguda como suelen ser las voces de las campesinas; y, bien mirado, también las de las grandes damas, pensó, acordándose de Hedwig de Tiernstein. Aun cuando escuchaba las historias de Acre, la cara de esta muchacha era serena y circunspecta. Los rasgos eran menudos y proporcionados, y su piel era clara, una perla reflejando la luz del fuego. Blondel notó que tenía las manos cortas, enrojecidas de trabajar en el frío.

—¿De veras has visto a Corazón de León? —preguntó ella de pronto, en voz baja, interviniendo por primera vez durante la velada.

—Oh si, muchas veces; también he cantado para él. —Blondel le sonrió.

—¿Qué clase de hombre es? Yo… hemos oído que es el hombre más valeroso que ha existido jamás.

El tío la miró con severidad; no era adecuado que hablara tanto, y menos con un desconocido. Ella, sin embargo, no le hizo caso.

—Es muy valeroso —dijo Blondel, dudando qué historia contarles—. Una vez lo vi coger a dos sarracenos armados, alzarlos en vilo y arrojarlos contra otros dos que custodiaban un parapeto; los cuatro cayeron por encima del parapeto. Oh, en Acre se comportó como un león. Su voz se oía de un extremo al otro del campo de batalla. Montaba un caballo negro y únicamente por su aspecto uno se daba cuenta de que era el rey, lo cual no es común, pues en general los reyes se parecen a los otros hombres. Pero ese día Ricardo parecía alto como una torre, y por momentos creí que de su boca saldrían fuego y humo en vez de palabras. Lo recuerdo gritando y maldiciendo mientras se internaba en una callejuela con sólo un puñado de hombres, muy lejos de su ejército. Cien sarracenos esperaban en el extremo de la calle y él los mató a todos: la sangre fluía por las calles y su espada humeaba…

Blondel se dejó arrastrar por sus propias historias; mientras hablaba, casi podía ver ese día tórrido e implacable en que el sol calentó tanto las armaduras que parecían metal derretido quemándoles la piel; recordó el hedor de los cadáveres cubiertos de moscas, ejércitos y ejércitos de moscas. Pero cuando uno habla de los héroes, el calor y las moscas nada significan, y por lo demás, estaba seguro de que nada habían significado para Ricardo, empeñado en la lucha y la matanza: un despiadado dios de la guerra. Ese día había estado magnífico, y todos cuantos lo vieron quedaron azorados y profundamente impresionados. Sin duda recordarían siempre, como Blondel ahora, la furia y el esplendor, olvidando las moscas y el calor, olvidando los gritos y alaridos: la música que tocan los hombres como Ricardo.

Permaneció varios días con la familia del viejo campesino: había perdido todo sentido de la urgencia, toda noción del tiempo. Ayudó a la familia a construir una pocilga, pese a que ordinariamente detestaba el trabajo manual; pero era fuerte y podía trabajar. Además, nunca había sido hábil con las manos; incluso era peor que Ricardo. Sonrió al recordar a Ricardo reparando el asador de la posada el día de la captura.

Habló con la sobrina, Amelia, y tuvo cuidado de no demostrar demasiado interés, pues ya había advertido que la tía los vigilaba.

Una noche celebraron un baile en casa de un vecino, donde se bailó una danza de la región, una danza ritual, más vieja que la historia y, a juzgar por el sonido de la música, casi tan vieja como la música misma; asistió al baile con la familia de su anfitrión. Se bebió mucho vino y casi toda la aldea bailó al ruidoso compás de varios músicos locales.

Cuando se cansó de bailar se sentó con Amelia en un banco al fondo del salón, un rincón oscuro ocupado por parejas jóvenes. Excitado por el vino, la rodeó con el brazo y notó que ella respiraba agitadamente; la cara de la muchacha, sin embargo, estaba serena, aunque un poco sonrojada de bailar. Un sudoroso joven y su compañera, tendidos frente a ellos, los ocultaban al resto de los presentes.

—Volvamos a la casa —susurró Blondel. Ella accedió. Se escabulleron por la parte trasera y, sin sentir el frío, caminaron hasta la casa del tío cogidos de la mano, al brillante resplandor de la luna. Aún era temprano y tenían horas para compartir. Ninguno de los dos pensó en lo extraño que les parecería a los familiares que ambos se hubieran marchado juntos, temprano. Todo fue sencillo, regido por la lógica de los sueños y el deseo; pleno, si bien un poco triste, como lo son siempre estas cosas o como los trovadores dicen que son.

Conversaron largo rato, sin dejar de tocarse.

—Sabes que pronto tendré que irme —dijo él.

—Si, lo sé. Amelia estaba triste, pero nada más—. Esto es lo que he querido siempre —dijo al fin, en voz tan baja que Blondel apenas pudo oírla—. Creo que una vez debería ocurrir algo así. Ahora puedo casarme con un muchacho de la aldea y tener hijos y ser como todas las mujeres de aquí, salvo que podré pensar en esto. —Suspiró. Luego añadió—: Pero al pensar en esto seré feliz.

Blondel se preguntó si no debía llevarla consigo, a Francia. Ella leyó sus pensamientos, pues le dijo:

—Siempre tendré que permanecer aquí. Soy mucho más feliz siendo lo que estaba destinada a ser, pero con algo para recordar, una diferencia en mi vida. ¿Te irás mañana?

—¿Quieres que me vaya?

—Si, quiero que te vayas: ya tengo mi recuerdo.

—Si, me iré. —Luego, al cabo de un largo rato, una luz hendió la oscuridad que compartían. Se separaron, asustados. Blondel buscó a tientas su túnica. La luz provenía de la pequeña ventana, de una antorcha que estaba fuera; luego oyó la voz del tío frente a la puerta. Casi se le paró el corazón. Apretó la túnica contra el cuerpo y esperó a que el techo se derrumbara sobre su cabeza. El tío los observaba desde la puerta; la mujer los miraba por encima del hombro del marido: sonreía con amargura.

Amelia afrontó la situación. Les dijo que Blondel iba a casarse con ella, que estaban enamorados, que él la llevaría a Francia, que le regalaría dinero al tío sin exigirle una dote. Blondel apenas le podía oír por encima de los sordos y fuertes latidos de su corazón.

El tío lo felicitó sin mayor efusividad, y finalmente le permitieron vestirse y dormir. Como los hermanos dormían junto a la puerta, esa noche no pudo escapar.

La mañana siguiente fue una de las más ingratas de su vida. Los hermanos lo felicitaron sinceramente, le dieron la bienvenida al seno de la familia y la vieja incluso le sonrió una vez, estudiándolo con la mirada. El tío fue cordial pero cauteloso; no estaba en absoluto convencido. Luego, los jóvenes y el padre se fueron a seguir trabajando en la pocilga, y Amelia y Blondel se quedaron en la casa con la vieja. Amelia lo condujo a un rincón donde la tía, que los observaba, no podía oírlos.

—Ahora puedes irte —le dijo—. Corre hacia la encrucijada: un camino conduce al bosque, otro al sitio de donde viniste y el tercero a las colinas: ve por allí. Dicen que en las colinas hay un gigante; tal vez sea cierto y tal vez no, pero en cualquier caso, mi tío nunca se atrevería a seguirte; ningún aldeano se interna jamás en esas colinas.

Blondel le sostuvo la mano un momento y ella sonrío.

—Ahora está hecho —dijo la muchacha.

Blondel se dirigió rápidamente a la puerta y con el grito de sorpresa de la tía en sus oídos corrió hacia la encrucijada. No se atrevió a volver la cabeza hasta que, exhausto y sin aliento, se detuvo en la primera de las colinas del gigante. Miró hacia abajo y vio la aldea. Amelia estaba frente a la casa y más cerca había tres hombres, los furibundos parientes, de pie en la encrucijada, observándolo. Saludó con la mano a Amelia y, libre al fin, descendió por la ladera opuesta.

Estaba de nuevo en camino, pero ahora se sentía menos satisfecho que antes; había perdido demasiado tiempo en la aldea; apremiado por la culpa, caminó con rapidez para recuperar el tiempo perdido, nuevamente hacia Viena y hacia el rey. Atravesar estas colinas era el camino más arduo para llegar a la ciudad, y esto en cierto modo lo satisfacía, era una expiación.

Las colinas estaban pobladas por árboles pequeños y desnudos, cuyas ramas delgadas formaban una malla parda a través de la cual brillaba, blanca y fría, la clara luz de invierno. Entre las colinas había valles rocosos y arroyos helados, angostas franjas de hielo que en otra ocasión serian ríos desbordantes de fragmentos de hielo y lluvia de los montes. Un viento frío soplaba en los bosques, endureciéndole el vello de la nariz, quemándole la cara.

Siguió el sendero, pasó frente a grutas en los peñascos donde, sin duda, vivían hombres-lobo y otras criaturas para él más temibles. Pero mientras iba de peligro en peligro, pensaba casi siempre en Amelia; extraña muchacha: se preguntó cómo una mujer tan sabía y singular podía haber nacido en aquella región salvaje, aquella región de varones estólidos y mujeres melindrosas. Claro que podía ocurrir cualquier cosa en cualquier parte. En las cortes occidentales había conocido a unas cuantas mujeres como ella, pero no muchas, desde luego. De haber venido de una corte occidental, ella habría sabido leer o, en caso contrario, al menos habría aprendido a amar a través de charlas y de las baladas trovadorescas. Pero no muchas mujeres, aun con estas ventajas, eran tan sabias y resueltas o tan capaces de amar como ella. Cuando las mujeres del oeste encontraban a un hombre que les gustaba, el hombre no podía escapar sin escándalo, amenazas y violencia. Bueno, ya conocía a dos mujeres fuera de lo común en Austria: Hedwig y Amelia, las dos muy decididas, y una de ellas, al menos, le había dejado un grato recuerdo. Tal vez un día… y casi pensó seriamente en volver a la aldea y llevársela con él a Francia. Le enseñaría a ser una dama de la corte: Galatea; y solicitaría un titulo a Ricardo para que ella lo compartiese. Ella vestiría ropas deslumbrantes, y en las cortes de Normandía e Inglaterra todos lo envidiarían por tener a una mujer a la vez discreta y hermosa. Mientras caminaba, imaginaba su vida con Amelia. Irían de Blois a Paris, a Chinon, a Londres. Pero, recordó, una mujer no podía viajar como un trovador, no podía dormir a la intemperie o en casas de labriegos. Amelia la campesina tal vez, pero no Amelia la condesa. Era demasiado difícil, si, ella había estado en lo cierto. Es mejor encontrarse con alguien por un instante, estrechar el cuerpo del otro y ser por un instante una única criatura, fundirse con el otro en un mismo anhelo y luego separarse, renunciar a esa magia por la vida ordinaria y seguir en busca del rey, conservando sólo un grato recuerdo, separándose antes de que el tedio destruya la magia que abrazamos, antes de despertar a la triste realidad de que tocábamos a otra persona, un ser distinto y desconocido. Es mucho mejor correr de una amante a otra, de un instante a otro, celebrando el ritual de la consumación para luego, con un nuevo recuerdo, salir al aire diáfano de un día de invierno y evocar sólo el encantamiento, el ritmo complementario del cuerpo del otro, ya convertido en fantasía personal, no compartida, poseída al fin: un recuerdo del fuego, pero más permanente que el fuego. Ella había tenido razón al pedirle que se fuera. Ahora lo recordaría toda la vida, y él también la recordaría, por un tiempo.

Ahora debía pensar en su viaje y en la advertencia de Amelia. Toda la vida había oído hablar de gigantes. Había conocido a hombres que afirmaban haber visto gigantes altos como catedrales, y siempre había puesto en duda esas historias. Siempre había puesto en duda lo que no había visto con sus propios ojos: gigantes, dragones, brujas, las vidas de los santos y la resurrección de Cristo. Pero ahora, después de haber visto un dragón, estaba más dispuesto que nunca a creer en lo insólito.

Una hora antes del anochecer, cuando el cielo exhibía el gris del crepúsculo, había amainado el viento y las ramas permanecían quietas, atravesó un desfiladero sembrado de cantos rodados, y allí, de pie sobre una roca, estaba el hombre más alto que había visto jamás.

—Detente —dijo el gigante; su voz era aflautada. Era medio cuerpo más alto que Blondel. En el hueco de la mano podía esconder la cabeza de un hombre. Vestía una túnica sucia y raída, y lucía una barba ensortijada; parecía un primitivo mártir cristiano, aunque algo magnificado.

—¿Quién eres, intruso? —preguntó el gigante, bajando torpe y lentamente de la roca hasta pararse frente a Blondel y mirándolo con detenimiento. Desde luego estaba sucio, pensó Blondel, a quien no solían incomodar esas cosas: el pavor le impidió correr, lo hizo quedarse allí y pensar en la suciedad del gigante.

—Soy… soy Raimond —dijo al fin—, un trovador de Toulouse.

—¿Un trovador? —El gigante pareció interesado; cambió la expresión—.

Entonces debes quedarte conmigo —dijo con asombrada cortesía—. Vivo por aquí, en una caverna. Un poco rústica, sin duda, pero me resulta bastante cómoda; ven, sigueme. —Guió a Blondel entre los peñascos—. Por cierto, ¿preferirías hablar en francés o en latín?, pues veo que no dominas del todo nuestra lengua. Mi francés no es muy fluido, pero me siento bastante orgulloso de mi latín, pese a la falta de práctica.

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