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Authors: Gore Vidal

Tags: #Histórico, Aventuras

En busca del rey (12 page)

BOOK: En busca del rey
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Esto era demasiado imprevisto.

—Latín, por supuesto —dijo Blondel.

—Excelente. Ya hemos llegado. —Se hizo a un lado y señaló a Blondel la entrada a una cavidad entre las rocas; Blondel entró, un poco asustado.

El techo de la caverna era muy alto, como convenía a las proporciones del propietario, pero por lo demás el lugar no era particularmente grande. En un extremo se alzaba un hogar. Una silla y una mesa tamaño gigante amueblaban el extremo opuesto de la caverna. Ese era todo el mobiliario, a excepción de un arcón roto que estaba cerca del hogar. Blondel se sentó en una piedra junto al fuego, y el gigante encendió una antorcha; luego se apresuró a encender el fuego, y una vez realizadas las tareas domésticas, acercó la silla a la piedra de Blondel.

—Te ofrecería esta silla —dijo cordialmente—, pero considerando el tamaño… —Gesticuló delicadamente para completar la frase.

—Estoy muy cómodo —dijo Blondel.

—Así que eres trovador. Bueno, en otras circunstancias —volvió a gesticular delicadamente con su manaza— también yo habría sido trovador. De niño estuve en un coro, y hasta que alcancé mi altura todos daban por sentado que seria trovador. En fin…, en la vida hay tantas promesas que no se cumplen… —dijo, suspirando como un fuelle—. Pero ahora tienes que cantarme una canción. Una de esas agradables baladas que los franceses hacéis tan bien… acerca de una dama despiadada.

Blondel le cantó lo que le pedía y el gigante quedó profundamente conmovido.

—Muy conmovedor —dijo, aclarándose la garganta—. ¿Te importa que la copie? La compusiste tú, ¿verdad?

—Oh, si. —Vio con asombro que el gigante se acercaba a la mesa y cogía una pluma y un trozo de pergamino—. ¿Me repetirías la letra, por favor? —preguntó, pluma en mano; Blondel recitó la balada.

—Quizá te sorprenda que sepa escribir —dijo el gigante volviéndose a sentar cerca de Blondel.

—Bueno…, es sorprendente —admitió Blondel, a quien le había costado mucho aprender a escribir. Algunos de los mejores trovadores no sabían leer ni escribir, y confiaban a los amanuenses la copia de sus baladas.

—Fui un niño inusualmente dotado —dijo el gigante, poniéndose cómodo y estirando los pies hasta casi meterlos en el fuego—. Nací en una pequeña aldea en los alrededores de Roma. No era muy diferente de los otros niños en… en estatura, pero mentalmente era mucho más rápido, naturalmente dotado para los estudios. A los diez años impresioné a dos monjes romanos y ellos persuadieron a mi familia, lamento decir que sin gran dificultad, de llevarme con ellos para educarme en el monasterio. En el monasterio fui muy feliz; cantaba en el coro y un día vino un cardenal y, después de escucharme, dijo que tenía una voz excelente. Oh, me acuerdo como si fuera ayer. Creo que mejor, porque ayer se parece tanto a todos los días, todos los años que ya he pasado aquí… Pero volviendo a lo que te decía: me enseñaron a leer y escribir, a copiar manuscritos e incluso, a la tierna edad de doce años, me permitieron iluminar ciertos documentos…, un honor poco común como sabrás, y bien merecido, por lo que me dijeron. —Se aclaró la garganta, interrumpiendo su elegante exposición en latín: pocos sacerdotes lo hablaban con tanta fluidez y ninguno con tanto estilo, pensó, fascinado, Blondel.

—Durante varios años viví feliz en el monasterio. Los monjes daban por sentado que con el tiempo me uniría a la orden, pero mi anhelo era ser trovador, y en secreto escribía canciones y las cantaba a solas; sin embargo, como infaliblemente sucede con lo que nos gusta, este período de mi vida, que me complazco en considerar el período luminoso, tuvo un abrupto final cuando de pronto me hice gigante. Los buenos monjes juzgaron que se trataba de una intervención del demonio, y tras muchos conciliábulos me expulsaron.

»Puedes imaginarte cómo debí de sentirme, un joven sensible e incluso brillante, criado entre gentes devotas, pías y confiadas, arrojado al mundo con una insólita estatura. Fui a Roma, donde por un tiempo fui trovador en la corte de un noble; sin embargo, escapé cuando supe que sus huéspedes no prestaban atención a mi voz o mis canciones, sino que sólo se interesaban por mi estatura; incluso se reían de mí cuando cantaba. Era demasiado. Huí de Roma, dirigiéndome al norte. No te aburriré con la historia de mis viajes. Baste con decirte que sufrí. Fui de pueblo en pueblo, de castillo en castillo; a veces me permitían quedarme, como una curiosidad; más a menudo me echaban a los campos, apedreándome en las calles. Tras sufrir esa vida durante años llegué a Austria, encontré esta caverna y me establecí aquí como monstruo formidable. ¡Imagínate! Pero al menos ahora me dejan en paz y vivo tranquilo. —Se interrumpió y miró el fuego como si estuviera soñando.

—Una historia notable —dijo Blondel con admiración y trágica.

—Sí, tiene cierto elemento trágico, me parece. Tengo de qué ocuparme, pese a todo. Escribo versos latinos a la manera de los antiguos, que son, claro está, los únicos grandes poetas, los únicos modelos para un hombre refinado. Hoy no tenemos a nadie comparable a los antiguos romanos, nadie… Quizá te gustaría escuchar una de mis obras. ¿Un poema bucólico?

—Claro —dijo Blondel—. Me gustaría mucho.

Con una sonrisa de felicidad, el gigante cogió de la mesa una pila de manuscritos y se los puso en el regazo. Cogió el primer manuscrito.

Leyó durante más de una hora y Blondel se preguntó si podría soportar esa lectura por un momento más. Los versos, si bien correctamente construidos, eran los peores que había escuchado jamás: estaban llenos de sentimiento cristiano y de pastores, formando una mezcla de todas las trivialidades cristianas y paganas. Blondel, algo aturdido, sentado incómodamente en la piedra, y somnoliento, había abandonado toda esperanza cuando el gigante dejó de leer. Hubo un embarazoso silencio; luego, la trémula pregunta de un autor a la espera de un juicio:

—¿Qué te parece?

—Brillante —dijo Blondel con una voz fatigada que bien se pudo interpretar, y sin duda lo fue, como la voz entrecortada de la admiración.

—Oh, cuánto me alegra —dijo el gigante, y la cara se le iluminó—. ¿Sabes?, eso es lo único que realmente me molesta de esta vida: no tengo público, ninguna crítica inteligente; es tan poco frecuente que una persona cultivada como tú venga por estos parajes… No obstante, supongo que basta con escribir la propia obra; ésa es la prueba de fuego del poeta: trabajar sin público y sin la oportunidad de conquistar la fama, como hago yo, trabajar por pura vocación. Y sin embargo, debe de ser tan satisfactorio escribir para muchos… En fin, cada uno debe seguir a la musa y al destino que le ha tocado en suerte: el mío es el camino de los verdaderos poetas, consagrado a decir lo que debo, a pesar de la falta de público. Creo que soy honestamente indiferente cuando escribo; sólo trato de complacerme a mí mismo. —Hizo una pausa, con la cabeza ladeada como si pudiera verse en un espejo—.

—Creo que tienes razón —dijo Blondel con seriedad—. Pero aun así, ¿no te encuentras un poco solo? —preguntó, cambiando de tema y destruyendo el perfil: dejando de lado el papel del poeta—. Vivir aquí sin nadie, año tras año.

—Al principio sufrí, naturalmente, pero hay gozo con la soledad. Escribo y salgo de caza. Además hay muchos pastores adolescentes en estas colinas; me gustan.

—Claro —dijo Blondel. Esta última observación resultaba un poco alarmante; nunca se le había ocurrido que un gigante tuviera necesidades sexuales, y pensar que a un gigante le gustaban los pastores adolescentes era perturbador. Por su parte, se sentía algo viejo para que lo tomaran por un adolescente, pero no obstante… miró al gigante con inquietud. Esto podía ser muy serio. En Francia sólo los nobles de cierta edad se interesaban por los pastores adolescentes; al menos, eso le decía la experiencia. Pero el gigante continuó hablando sin percibir la alarma de su huésped.

—Pero ahora —estaba diciéndole— debes de tener hambre. Quédate sentado mientras preparo algo. —El gigante desapareció en el extremo sombrío de la caverna, y Blondel midió con los ojos la distancia hasta la puerta. Si era necesario correría. Aunque de ser posible, primero comería algo. El gigante volvió a presentarse con un trozo de carne asada colocada en un asador y una botella de vino. Acercó la carne al fuego para calentarla y puso la botella entre los dos.

Charlaron sobre los diferentes trovadores, sus diversos méritos, y Blondel descubrió que su anfitrión estaba notablemente bien informado.

—La balada siempre me ha parecido difícil como forma de expresión —observó el gigante—. Tal vez se deba a mi formación y a mi técnica, rígidamente clásicas. Pero, claro, es una forma popular encantadora, aunque no lo suficientemente precisa para satisfacerme. Ah, el asado está caliente. —Cortó una tajada para Blondel y otra para él; comieron sin platos. Blondel tenía hambre y la comida estaba sabrosa; pidió más.

—¿Te gusta? —preguntó el gigante, cortándole otra tajada y sonriendo complacido, halagado como anfitrión y como cocinero.

—Sí, mucho.

—Me alegro mucho. Era un muchacho apuesto, calculo que de unos dieciséis años; la mejor edad. Temía que fuera demasiado musculoso, pero en realidad está muy tierno. Tenía excelentes cualidades para el canto, una voz sin cultivar, por supuesto, pero sabía ciertas canciones campesinas que yo nunca había oído antes. Las anoté y, si quieres, luego te las canto… ¿Qué te pasa? ¿No has dicho que te gustaba? —Blondel estaba vomitando—. Oh, lo lamento; debí decírtelo primero, y darte carne de oveja o cualquier otra cosa. Perdóname. A ver, espera un momento… —El gigante se movió con rapidez pero Blondel fue más rápido. Salió corrien91 L do de la caverna, saltando de un peñasco a otro en la oscuridad. En el desfiladero pudo oír el eco de la voz del gigante, que le suplicaba—: Vuelve, vuelve, por favor.

Pero Blondel corrió hasta que se sintió a salvo y, jadeante, con el corazón que le estallaba en el pecho, cayó de bruces y vomitó otra vez.

Esa noche se instaló en un árbol y no pudo dormir ni olvidar lo que, había ocurrido. Las estrellas brillaban en la oscuridad, dando poca luz y sin proyectar sombras. Aguardó la salida del sol.

4

En Viena estaba nevando. Los copos eran grandes y suaves y tardaban en derretirse; uno permaneció un minuto en sus pestañas antes de convertirse en un hilillo de agua. La nieve se acumulaba en las calles, blanda y profunda, cubriendo los adoquines, tapando los desechos: calles de mármol blanco. Había nieve en los tejados inclinados; la nieve ocultaba las torres y chapiteles de iglesias y palacios, difuminando incluso los perfiles de los edificios vecinos. Casi no se oían ruidos en la ciudad, aun cuando había gente que recorría las calles y jinetes cabalgando, pues el sonido de los cascos de sus caballos quedaba amortiguado en la blancura. La mañana parecía un atardecer, sin sol, callada y gris, y las voces de las gentes eran quedas, apagadas por la blancura.

Blondel estaba fatigado y empezaban a dolerle las piernas; afortunadamente no hacia frío. Tenía los músculos de los muslos entumecidos de tanto caminar. Se detuvo un momento en la calle y descansó. Ya había decidido presentarse en el palacio del duque como trovador; si Ricardo estaba allí lo encontraría; de lo contrario, no tardaría en enterarse de dónde estaba: en una corte no había secretos. Después…, reanudaría el viaje.

Caminó calle abajo y, en cuanto vio el cartel de la primera taberna, entró en ella y comió abundantemente. Los hombres que compartían la mesa con él, en su mayoría comerciantes, discutían los rumores del día en la ciudad.

Parecía que el emperador acababa de llegar a la corte del duque. Circulaban rumores de que Leopoldo había secuestrado al papa, capturado a Saladino, asesinado a Felipe de Francia, apresado a Ricardo de Inglaterra; nadie sabia con exactitud lo que había pasado, pero todos tenían una opinión y nadie se la reservaba.

Luego, sin enterarse de nada salvo del hecho públicamente conocido de que el emperador estaba en Viena, Blondel fue a una tienda donde vendian túnicas y se compró una de color verde oscuro que, como había aprendido tiempo atrás, haría resaltar el color de sus ojos. Le quedaba algo de oro y mucha plata de Tiernstein, suficiente para subsistir por un tiempo pero insuficiente para adquirir un caballo. Se lavó en una tina que le facilitó el vendedor; luego se puso la túnica y se miró en un pequeño espejo. Estaba más flaco y curtido que antes de desembarcar en Zara. Tenía la cara tostada por el viento y el frío, y nuevas arrugas habían aparecido alrededor de los ojos, pero la espalda por fin había sanado y ahora se sentía cómodo. El vendedor de túnicas le indicó cómo llegar al palacio ducal.

—Soy un trovador —anunció ceremoniosamente—: Raimond de Perpignan. —En Viena habría gente que conociera de oídas a Raimond de Toulouse; ahora sería un trovador imaginario—. Acabo de llegar de Palestina y viajo de regreso a París. He oído en la ciudad que el duque iba a recibir al emperador, y he pensado que me gustaría cantar para ellos, si no es mucho pedir; sería un gran honor. —El guardia lo dejó pasar. En un cuarto pequeño, frío, y de paredes altas, fue recibido por un hombre flaco y vestido de negro a quien presentaron como uno de los chambelanes.

—¿Raimond de Perpignan? ¿Felipe es tu rey?

—Felipe, por supuesto, Excelencia.

—¿Dónde has cantado anteriormente? ¿En qué cortes?

—Marsella, Blois, la corte real de París.

—¿Estuviste con Felipe en Palestina?

—Si.

—¿Por qué no regresaste con él? Él ya está en París.

—Estuve algún tiempo enfermo en Ascalón. Ahora viajo lentamente por Europa, visitando diversas cortes.

—¿En qué corte de Austria has cantado?

—En Tiernstein, hace muy poco.

El chambelán asintió.

—El señor y la señora de Tiernstein llegarán aquí aproximadamente dentro de una semana. —Blondel decidió que no iba a esperarlos—. Ahora canta para mi. —Blondel cantó una breve balada y el chambelán asintió complacido—. Una voz excelente, maese Raimond, y la canción es buena, también. Esta noche puedes unirte a los otros trovadores. Habrá un certamen y es posible que el duque, quien tiene una hermosa voz y un gran talento para la improvisación, cante también. Tú improvisas, ¿verdad?

—Naturalmente, pero sólo en francés.

—Creo que se cantará todo en francés. Los otros son franceses en su mayoría. Ahora bien, como has de cantar ante el emperador, debes ponerte al tanto de ciertas ceremonias. —Y el chambelán le explicó cómo debía comportarse cuando lo presentaran. Luego le mostraron un cuarto que compartiría con otros dos trovadores. Después lo dejaron solo; el certamen no empezaría hasta bien entrada la noche, cuando hubieran terminado el banquete en el salón.

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