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Authors: Ken Follett

En el blanco (14 page)

BOOK: En el blanco
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—Claro —contestó—. Me encantaría.

—Ya puestos, que nos crucifiquen juntos —añadió él.

—Sería un honor.

12.00

La nieve empezó a caer con más fuerza mientras Miranda se dirigía al norte. Grandes copos blancos se depositaban sobre la luna delantera del Toyota Previa, donde los limpiaparabrisas se encargaban de barrerlos hacia los lados. Miranda se vio obligada a reducir la marcha a causa de la escasa visibilidad. La nieve parecía insonorizar el coche y, aparte del ligero rumor de los neumáticos, no se oía nada excepto la música clásica que sonaba en la radio.

Dentro del coche, el ambiente no era precisamente festivo. En el asiento de atrás, Sophie iba escuchando su propia música por los auriculares, mientras Tom seguía absorto en el mundo de la Game Boy y sus intermitentes pitidos. Ned guardaba silencio, y de vez en cuando alzaba el dedo índice para dirigir la orquesta. Mientras él contemplaba la nieve y escuchaba el concierto de violoncelo de Elgar, Miranda observó su rostro sereno, la sombra de la barba, y concluyó que no tenía ni idea de lo mucho que la había decepcionado.

Ned intuía su enfado.

—Siento mucho que Jennifer se haya puesto así —se disculpó.

Miranda miró por el espejo retrovisor y vio que Sophie movía la cabeza al compás de la música que sonaba en su reproductor multimedia. Habiéndose asegurado de que la chica no podía oírla, dijo:

—Su grosería no tiene perdón.

—De verdad que lo siento —repitió él.

Era evidente que no sentía ninguna necesidad de explicar su propio comportamiento ni de pedir perdón por el mismo.

Miranda tenía que echar por tierra esa cómoda ilusión.

—No es la actitud de Jennifer la que me molesta —observó—, sino la tuya.

—Sé que ha sido un error invitarte a entrar en la casa sin que ella estuviera presente.

—No es eso. Todos nos podemos equivocar.

Ned parecía confuso e irritado.

—¿A qué te refieres, entonces?

—¡Por Dios Ned! ¡No has movido un dedo para defenderme!

—Creo que eres perfectamente capaz de hacerte valer por ti misma.

—¡No es eso lo que está en causa! Por supuesto que sé valerme por mí misma. No necesito que me protejan. Pero tú deberías haber salido en mi defensa.

—Cual caballero andante.

—¡Pues sí!

—Me ha parecido que era más importante intentar apaciguar los ánimos.

—Pues te has equivocado. Cuando el mundo se vuelve hostil, no quiero que te conviertas en arbitro imparcial de la situación, sino que te pongas de mi parte.

—Me temo que discutir no es lo mío.

—Ya —repuso ella, y ambos volvieron a su mutismo.

Avanzaban por una angosta carretera que discurría paralela a un brazo de mar. Dejaron atrás pequeñas granjas salpicadas de caballos que pacían abrigados bajo gruesas mantas y cruzaron aldeas con iglesias encaladas de blanco e hileras de casas levantadas a orillas del río. Miranda se sentía abatida. Incluso si los suyos acogían a Ned tal como ella les había pedido que hicieran, no estaba segura de querer casarse con un hombre tan pusilánime. Llevaba tiempo deseando encontrar a alguien que fuera tierno, culto e inteligente, pero ahora se daba cuenta de que también quería que fuera fuerte. ¿Acaso pedía demasiado? Pensó en su padre. Siempre mostraba su cara más amable, rara vez se enfadaba, nunca se metía con los demás, pero nadie en su sano juicio lo habría tachado de débil.

A medida que se acercaban a Steepfall se fue sintiendo un poco más animada. Para llegar a la casa había que recorrer una larga carretera secundaria que serpenteaba entre árboles y luego emergía del bosque para bordear una lengua de tierra que se alzaba abruptamente sobre el mar.

Lo primero que avistó fue el garaje. La construcción, que quedaba a un lado de la carretera, era un antiguo establo reformado y dotado de tres puertas automáticas. Miranda pasó de largo y siguió en dirección a la casa.

Al ver la vieja casa de campo asomada a la costa, con sus gruesos muros de piedra, sus pequeñas ventanas y el empinado tejado de pizarra a dos aguas, los recuerdos de la niñez se agolparon en su mente. Había visto aquella casa por primera vez cuando tenía cinco años, y siempre que regresaba se convertía por unos instantes en una niña con calcetines blancos sentada al sol en los escalones de granito, jugando a ser maestra ante una clase compuesta por tres muñecas, dos conejillos de Indias encerrados en una jaula y un viejo perro soñoliento. La sensación era intensa pero fugaz. Por unos instantes, recordaba exactamente cómo se había sentido a los cinco años, pero intentar aferrarse al recuerdo era como pretender retener el humo entre los dedos.

El Ferrari azul oscuro de su padre estaba parado delante de la casa, donde siempre lo dejaba para que Luke, el encargado de mantenimiento y chico para todo, lo aparcara en el garaje. Era un coche peligrosamente veloz, obscenamente curvilíneo y absurdamente caro para el trayecto de ocho kilómetros que Stanley hacía a diario para ir al laboratorio. Aparcado allí, en lo alto de un inhóspito acantilado escocés, parecía tan fuera de lugar como una cortesana con tacones en un corral enfangado. Pero su padre no tenía yate, ni bodega, ni caballos de carreras. No se iba a esquiar a Gstaad ni a jugar a Montecarlo. El Ferrari era su único capricho.

Miranda estacionó el monovolumen. Tom entró corriendo en la casa y Sophie lo siguió más despacio. Nunca había estado allí, aunque había coincidido con Stanley pocos meses antes, en la fiesta de cumpleaños de Olga. Miranda decidió olvidar lo sucedido con Jennifer, al menos de momento. Cogió la mano de Ned y se encaminaron juntos a la casa.

Entraron como siempre por la puerta de la cocina, situada en un costado de la casa. Dicha puerta daba a un pequeño recibidor con un armario donde se guardaban las botas de agua, y desde allí una segunda puerta permitía pasar a la espaciosa cocina propiamente dicha. Para Miranda, aquel era el momento que simbolizaba la vuelta a casa. Los efluvios familiares acudían en tropel a su memoria: el asado de la cena, el café molido, las manzanas y el persistente aroma de los cigarrillos franceses que
mamma
Marta solía fumar. Aquella casa representaba para ella el hogar por antonomasia, un lugar que ningún otro había podido desplazar en su recuerdo: ni el apartamento de Camden Town donde había corrido sus juergas juveniles, ni la moderna casa de extrarradio que había sido escenario de su efímero matrimonio con Jasper Casson, ni el piso en el barrio georgiano de Glasgow en el que había criado a Tom, primero a solas y más tarde con Ned.

Nellie, una caniche de color negro, se contoneaba loca de alegría y lamía a todo el mundo. Miranda saludó a Luke y Lori, la pareja filipina que estaba preparando el almuerzo.

—Su padre acaba de llegar. Ha subido a asearse —le informó Lori.

Miranda pidió a Tom y Sophie que pusieran la mesa. No quería que los chicos se sentaran delante de la tele y pasaran allí toda la tarde.

—Tom, enséñale a Sophie dónde está todo. Tener algo que hacer ayudaría a Sophie a sentirse parte de la familia.

En la nevera había varias botellas del vino preferido de Miranda. Papá no apreciaba demasiado el vino, pero la
mamma
siempre tomaba una copita, y él se aseguraba de que nunca faltara en casa. Miranda abrió una botella y le sirvió una copa a Ned.

Aquello prometía, pensó Miranda, viendo a Sophie entretenida ayudando a Tom a sacar los cubiertos y a Ned saboreando una copa de Sancerre. Quizá aquella escena, y no la que había tenido lugar en casa de Jennifer, marcaría el tono general de las fiestas.

Si Ned iba a formar parte de la vida de Miranda, tenía que querer aquella casa y a la familia que había crecido entre sus paredes. Ya había estado allí antes, pero nunca se había llevado a Sophie ni se había quedado a pasar la noche, así que aquella era su primera visita de verdad. Por encima de todo, Miranda deseaba que pasara un buen rato y se llevara bien con todos. Su ex marido, Jasper, nunca se había sentido a gusto en Steepfall. Al principio se había desvivido por caer en gracia a todo el mundo, pero en las visitas sucesivas se había mostrado ensimismado, y su retraimiento se convertía en irritación tan pronto abandonaban la casa. Parecía no soportar a Stanley y lo acusaba de ser autoritario, lo que era poco menos que ridículo, ya que este rara vez se tomaba la libertad de decirle a nadie lo que tenía que hacer, mientras que Marta era tan mandona que a veces la llamaban
mamma
Mussolini. Ahora, con la perspectiva del tiempo, Miranda se daba cuenta de que la presencia de otro hombre que la quería representaba una amenaza para el dominio que Jasper ejercía sobre ella. No podía mangonearla estando su padre cerca.

Sonó el teléfono. Miranda cogió la llamada desde el aparato supletorio colgado junto a la gran nevera.

—¿Sí?

—Miranda, soy Kit.

Se alegró de oír su voz.

—¡Hola, hermanito! ¿Cómo estás?

—Hecho polvo, la verdad.

—¿Qué te pasa?

—Me caí en una piscina. Es una larga historia. ¿Cómo va todo por ahí?

—Pues aquí nos tienes, bebiéndonos el vino de papá, deseando que estuvieras con nosotros.

—Pues al final voy a ir.

—¡Qué bien!

Miranda decidió no preguntarle qué le había hecho cambiar de idea. Seguramente le volvería a decir que era una larga historia.

—Estaré ahí en una hora, más o menos. Oye, ¿todavía me puedo quedar en el chalet de invitados?

—Seguro que sí. Papá tiene la última palabra, pero hablaré con él.

Mientras Miranda colgaba el teléfono, su padre entró en la cocina. Aún llevaba puesto el chaleco y los pantalones del traje, pero se había arremangado los puños de la camisa. Estrechó la mano de Ned y besó a Miranda y a los chicos.

—Has adelgazado, ¿no? —le preguntó Miranda.

—He vuelto a jugar al squash. ¿Quién ha llamado?

—Kit. Dice que al final va a venir.

Miranda escrutó el rostro de su padre en busca de una reacción.

—Me lo creeré cuando lo vea.

—Venga, papá... podrías mostrarte un poquito más entusiasta.

Stanley le dio unas palmaditas en la mano.

—Todos queremos a Kit, pero ya sabemos cómo es. Espero que venga, pero no cuento con ello. —Su tono era despreocupado, pero Miranda sabía que intentaba ocultar un profundo disgusto.

—Se muere de ganas de quedarse en el chalet de invitados.

—¿Ha dicho por qué?

—No.

Entonces, Tom soltó:

—Seguramente se trae a su novia, y no quiere que oigamos sus gritos de placer.

Se hizo un silencio sepulcral en la cocina. Miranda estaba atónita. ¿De dónde habría sacado aquello? Tom tenía once años y nunca hasta entonces lo había oído hablar de sexo. Al cabo de unos instantes, todos rompieron a reír al unísono. Tom parecía avergonzado, y se excusó:

—Lo he leído en un libro.

Miranda llegó a la conclusión de que su hijo trataba de parecer mayor a los ojos de Sophie. Seguía siendo un niño, pero no por mucho tiempo.

—A mí me da igual dónde durmáis, ya lo sabes —apuntó Stanley, al tiempo que consultaba su reloj de muñeca—. Tengo que ver las noticias del mediodía.

—Siento mucho lo de ese chico que se ha muerto —dijo Miranda—. ¿Qué le llevó a hacer algo así?

—A todos se nos meten ideas absurdas en la cabeza de vez en cuando, pero una persona solitaria no tiene a nadie para decirle que se deje de locuras.

En ese momento se abrió la puerta y Olga entró en la cocina. Venía hablando, como siempre.

—¡Qué pesadilla de tiempo! Los coches derrapan que da gusto. ¿Es vino lo que estáis bebiendo? Ponedme una copa antes de que explote. Nellie, por favor, no me olisquees, entre los humanos eso se considera una vulgaridad. Hola, papá, ¿cómo estás?

—Nella
merda
—contestó él.

Miranda reconoció una de las expresiones típicas de su madre. Con toda su ingenuidad,
mamma
Marta había supuesto que si decía palabrotas en italiano sus hijos no la entenderían.

He oído lo del tipo que se ha muerto. ¿Te afecta mucho? —preguntó Olga.

—Lo sabremos cuando veamos las noticias.

Justo después de Olga entró su esposo, Hugo, un hombre menudo con un aire picarón no exento de encanto. Cuando besó a Miranda, sus labios se demoraron en la mejilla de esta un segundo más de la cuenta.

—¿Dónde le digo a Hugo que deje el equipaje? —preguntó Olga.

—Arriba —contestó Miranda.

—Deduzco que has reclamado para ti el chalet de invitados.

—No, se lo queda Kit.

—¡Venga ya! —protestó Olga—. ¿Esa gran cama de matrimonio, un baño estupendo y una barra americana, todo para una sola persona, mientras nosotros cuatro compartimos el viejo y diminuto baño de arriba?

—Él lo pidió expresamente.

—Bueno, pues yo también lo pido expresamente.

Miranda no pudo ocultar su indignación.

—Por el amor de Dios, Olga, podrías pensar en alguien más aparte de ti misma para variar. Sabes perfectamente que Kit no ha vuelto a pisar esta casa desde... desde que pasó todo aquello. Solo quiero asegurarme de que se sienta a gusto.

—O sea, que se queda la mejor habitación porque robó a papá, ¿es ese tu argumento?

—Ya vuelves a hablar como un abogado. Ahórrate toda esa jerga para tus eruditas amistades.

—Basta ya, chicas —intervino Stanley, empleando el mismo tono que utilizaba cuando discutían de pequeñas—. En este caso, creo que Olga tiene razón. Es egoísta por parte de Kit exigir el chalet de invitados para él solo. Miranda y Ned pueden dormir allí.

—Y así nadie tiene lo que quiere —puntualizó Olga.

Miranda suspiró. ¿Por qué se empeñaba Olga en discutir? Conocían de sobra a su padre. La mayor parte de las veces decía que sí a todo, pero cuando decía que no era imposible hacerle cambiar de idea. Quizá fuera indulgente, pero no se dejaba mangonear.

—Así aprenderás a no discutir —repuso Stanley.

—De eso nada. Llevas treinta años imponiéndonos esos juicios salomónicos, y todavía no hemos aprendido.

Stanley sonrió.

—En eso tienes razón. Mi forma de educaros ha sido equivocada desde el principio. ¿Crees que debo empezar de nuevo?

—Demasiado tarde.

—Menos mal.

Miranda solo esperaba que Kit no se enfadara hasta el punto de dar media vuelta. La discusión quedó zanjada en el momento en que entraron Caroline y Craig, los hijos de Hugo y Olga.

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