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Authors: Larson Erik

Tags: #Intriga, #Bélico, #Biografía

En el jardín de las bestias (43 page)

BOOK: En el jardín de las bestias
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En un momento dado, Dodd vio que Papen y Luther se dirigían el uno hacia el otro con «una actitud bastante tensa» entre ambos. Dodd fue a intervenir y los sacó al encantador jardín de invierno, donde otro invitado se unió a ellos y conversaron todos. Dodd, refiriéndose a las fotos de prensa tomadas durante el Derby alemán, le dijo a Papen: «Usted y el doctor Goebbels parecían muy amigos en Hamburgo el otro día».
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Papen se echó a reír.

Mientras comían, la señora Cerruti estaba sentada a la derecha de Dodd, y Papen justo enfrente, al lado de la señora Dodd. La ansiedad de la señora Cerruti era palpable, incluso para Martha, que la contemplaba desde la distancia. Martha escribió: «Ella se encontraba sentada frente a mi padre en un estado próximo al colapso, sin hablar apenas, pálida, preocupada y nerviosa».
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La señora Cerruti le dijo a Dodd: «Señor embajador, algo terrible va a ocurrir en Alemania. Lo noto en el aire».
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Un rumor posterior afirmaba que la señora Cerruti de alguna manera sabía antes de hora lo que iba a pasar. A ella le sorprendió muchísimo tal cosa. La observación que le hizo a Dodd, aseguraba años más tarde, se refería únicamente al tiempo.
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* * *

En Estados Unidos, aquel viernes, empeoró la ola de calor. En sitios húmedos como Washington resultaba casi imposible trabajar. Moffat anotaba en su diario: «La temperatura hoy es de 38,6 grados a la sombra».
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El calor y la humedad eran tan insoportables que cuando se acercaba la noche, Moffat, Phillips y un tercer funcionario fueron a casa de un amigo de Moffat para usar su piscina. El amigo estaba fuera por aquel entonces. Los tres hombres se desnudaron y se metieron en la piscina.
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El agua estaba tibia y proporcionaba escaso alivio. Nadie nadaba. Por el contrario, los tres se limitaron a quedarse allí sentados, hablando tranquilamente, asomando sólo las cabezas fuera del agua.

Parece probable que Dodd fuese el tema de esa conversación. Sólo unos días antes, Phillips había escrito en su diario sobre su implacable ataque a la riqueza de los funcionarios diplomáticos y consulares.

«Es posible que el embajador se haya quejado al presidente», rezongaba Phillips en su diario.
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Dodd «siempre se queja por el hecho de que estén gastando en Berlín algo más que su salario. A esto objeta siempre enérgicamente, quizá por la sencilla razón de que él mismo no tiene otro dinero que gastar que su salario. Es una actitud muy pueblerina, desde luego».

* * *

Curiosamente la madre de Moffat, Ellen Low Moffat, estaba en Berlín aquel viernes visitando a su hija (la hermana de Moffat), que estaba casada con el secretario de la embajada, John C. White. Aquella noche la madre asistió a una cena en la que se sentó junto a Papen. El vicecanciller, le diría más tarde a su hijo, se encontraba «bien y con excelente ánimo».
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Capítulo 46

VIERNES POR LA NOCHE

Aquel viernes 29 de julio de 1934 por la noche,
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Hitler estaba en el hotel Dreesen, uno de sus favoritos, en el centro turístico de Bad Godesberg, situado junto al Rin, a las afueras de Bonn. Había viajado allí desde Essen, donde acababa de recibir otra noticia preocupante: el vicecanciller Papen planeaba hacer honor a su amenaza y reunirse con el presidente Hindenburg al día siguiente, sábado 30 de junio, para persuadir al Viejo Caballero de que emprendiese alguna acción para frenar al gobierno de Hitler y a las SA.

Esa noticia, además del cúmulo de informes de Himmler y Göring en los que aseguraban que Röhm estaba planeando un golpe, convencieron a Hitler de que había llegado al momento de la acción. Göring se fue a Berlín a prepararse. Hitler ordenó que el Reichswehr se pusiera en alerta, aunque las fuerzas que pretendía desplegar eran sobre todo unidades de las SS. Hitler telefoneó a uno de los ayudantes más importantes de Röhm y ordenó a todos los líderes de las SA que asistieran a una reunión el sábado por la mañana en Bad Wiessee, junto a Múnich. Röhm ya estaba cómodamente instalado en el hotel Hanselbauer haciendo su cura, que aquella noche de viernes consistía en beber abundantemente. Su ayudante, Edmund Heines, se acostaba entretanto con un guapo chico de dieciocho años de las Tropas de Asalto.

Goebbels se unió a Hitler en Bad Godesberg. Hablaron en la terraza del hotel mientras por debajo pasaba un desfile. Azules relámpagos iluminaban el cielo de Bonn y resonaban los truenos por todas partes, amplificados por las extrañas características sonoras del valle del Rin.

Goebbels más tarde hizo un relato melodramático de aquellos momentos vertiginosos antes de que Hitler tomase su decisión final. El aire se había quedado muy quieto, a medida que avanzaba la tormenta distante. De repente empezó a caer una fuerte lluvia. El y Hitler permanecieron sentados unos pocos momentos más, disfrutando de aquel chaparrón que lo limpiaba todo. Hitler se echó a reír. Entraron. Una vez pasada la tormenta, volvieron a la terraza. «El Führer parecía pensativo, muy serio», decía Goebbels. «Miraba al exterior, a la oscuridad limpia de la noche, que después de la tormenta purificadora cubría pacíficamente el paisaje vasto, armonioso.»

La multitud que estaba en la calle se había quedado, a pesar de la tormenta. «Ninguna de las muchas personas que están abajo de pie sabe lo que se avecina», escribió Goebbels. «Incluso entre los que rodean al líder en la terraza, sólo unos pocos han sido informados. En este momento le admiramos más que nunca. Ni un temblor en su rostro revela la menor señal de lo que ocurre en su interior. Sin embargo unos pocos, que hemos permanecido a su lado en las horas difíciles, sabemos lo mucho que sufre, pero también lo decidido que está a aplastar inmisericorde a los rebeldes reaccionarios que están rompiendo su juramento de lealtad hacia él, con la excusa de llevar a cabo una segunda revolución.»

Fue después de medianoche cuando Himmler le llamó y le dio otra vez malas noticias. Le dijo a Hitler que Karl Ernst, comandante de la división de Berlín de las SA, había ordenado a sus fuerzas que se pusieran en alerta. Hitler exclamó: «¡Es un golpe de Estado!», aunque de hecho, como Himmler seguramente sabía ya, Ernst acababa de casarse y se dirigía al puerto de Bremen para iniciar un crucero de luna de miel.

* * *

A las dos de la mañana del sábado 30 de junio de 1934, Hitler salió del hotel Dreesen y le llevaron a gran velocidad al aeropuerto, donde embarcó en un avión Ju 52, uno de los dos aparatos dispuestos para su uso. Se le unieron dos ayudantes y un oficial de alto rango de las SA en quien confiaba, Viktor Lutze. (Fue Lutze quien le habló a Hitler de los mordaces comentarios de Röhm después del discurso de Hitler de febrero de 1934 a los líderes del ejército y de las SA.) Los chóferes de Hitler también subieron a bordo. El segundo avión llevaba a un pelotón de hombres armados de las SS. Ambos aviones volaron a Múnich, donde llegaron a las cuatro treinta de la mañana, justo cuando el sol empezaba a salir. Uno de los conductores de Hitler, Erich Kempka, se quedó asombrado por la belleza de la mañana y el frescor del aire lavado por la lluvia, y la hierba «que brillaba a la luz matutina».

Poco después de aterrizar, Hitler recibió una nueva noticia incendiaria: el día antes, unas tres mil Tropas de Asalto recorrieron rabiosas las calles de Múnich. No se le dijo, sin embargo, que esa manifestación fue espontánea, dirigida por hombres leales a él, que ellos mismos se sentían amenazados y traicionados, y que temían un ataque contra ellos por parte del ejército regular.

La furia de Hitler alcanzó su punto álgido. Declaró que aquél era «el día más negro de toda mi vida». Decidió que no podía permitirse esperar hasta que se celebrase la reunión de líderes de las SA aquella mañana, en Bad Wiessee. Se volvió a Kempka: «¡A Wiessee, lo más rápido posible!».

Goebbels llamó a Göring y le dio la palabra clave para lanzar la fase de Berlín de la operación, una palabra que sonaba muy inocente: «
Kolibri
».

Un colibrí.

* * *

En Berlín, la última luz del anochecer septentrional todavía teñía el horizonte cuando los Dodd se disponían a pasar una pacífica noche de viernes. Dodd estaba leyendo un libro, y consumía su habitual tentempié de melocotones hervidos con leche. Su esposa permitía que sus pensamientos se posaran durante un tiempo en la gran fiesta en el jardín que planeaban ella y Dodd para el 4 de julio, al cabo de menos de una semana, a la cual habían invitado al personal de la embajada y a varios cientos de personas más. Bill hijo estaba en casa aquella noche y hacía planes para llevar a la familia a dar un paseo en el Buick al día siguiente. Martha también pensaba en la excursión campestre que Boris y ella habían planeado para la mañana siguiente, aquella vez para hacer un picnic y tomar el sol en una playa del distrito de Wannsee. Al cabo de seis días se iría a Rusia.

Fuera, los cigarrillos titilaban en el parque, y de vez en cuando un coche grande y abierto pasaba a toda velocidad por Tiergartenstrasse. En el parque, los insectos moteaban los halos de las farolas, y las brillantes estatuas blancas de la Siegesallee (avenida de la victoria) resplandecían como fantasmas. Aunque era más cálida y más tranquila, la noche se parecía mucho a la primera que pasó Martha en Berlín, pacífica, con aquella serenidad de ciudad pequeña que ella encontró entonces tan cautivadora.

SEPTIMA PARTE

CUANDO TODO CAMBIO

Capítulo 47

«¡DISPARADLES, DISPARADLES!»

A la mañana siguiente, sábado 30 de junio de 1934, Boris fue a casa de Martha con su Ford descapotable y pronto, provistos de una cesta y un manta de picnic, los dos se dirigieron al distrito de Wannsee, al sudoeste de Berlín. Como lugar de citas aquel punto tenía una historia turbulenta. Allí, en un lago llamado Kleiner Wannsee (pequeño Wannsee) el poeta alemán Heinrich von Kleist se pegó un tiro en 1811, después de matar a su amante, enferma terminal. Martha y Boris se dirigían hacia un lago pequeño y más solitario, mucho más al norte, llamado Gross Glienicke, el preferido de Martha.

La ciudad en torno a ellos estaba soñolienta con el calor incipiente. Aunque el día sería difícil para campesinos y trabajadores, para cualquiera que decidiera ir a tomar el sol a las orillas de un lago prometía ser ideal. Mientras Boris conducía hacia las afueras de la ciudad, todo parecía completamente normal. Otros residentes, recordándolo, hicieron la misma observación. Los berlineses «paseaban tranquilamente por las calles, se ocupaban de sus asuntos»,
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observaba Hedda Adlon, esposa del propietario del hotel Adlon. El hotel seguía sus ritmos habituales, aunque el calor del día amenazaba con acrecentar las dificultades logísticas de preparar un banquete para el rey de Siam que se celebraría aquel mismo día en el Schloss Bellevue (castillo de Bellevue), en el extremo norte del Tiergarten, en el Spree. El hotel tendría que transportar los canapés y los entrantes en el camión de suministros, entre el tráfico y el calor, con unas temperaturas que se esperaba que superasen los treinta grados.

En el lago, Boris y Martha extendieron su manta. Nadaron y se echaron al sol, uno en brazos del otro, hasta que el calor los separó. Bebieron cerveza y vodka y comieron unos bocadillos.

«Era un día hermoso, sereno y azul, el lago brillaba y resplandecía ante nosotros, y el sol nos cubría con su fuego», escribió ella.
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«Era un día silencioso y suave… ni siquiera teníamos la energía ni el deseo de hablar de política o de discutir la nueva tensión que había en el ambiente.»

* * *

Aquella misma mañana, en otro lugar, tres coches grandes corrían a través de la campiña entre Múnich y Bad Wiessee: eran el coche de Hitler y otros dos llenos de hombres armados. Llegaron al hotel Hanselbauer, donde el capitán Röhm yacía dormido en su habitación. Hitler dirigió a un pelotón de hombres armados al hotel. Unos dicen que llevaba un látigo, otros dicen que una pistola. Los hombres subieron las escaleras atronando con sus botas.

El propio Hitler llamó a la puerta de Röhm y luego irrumpió en la habitación, seguido por dos detectives.

—¡Röhm —aulló Hitler—, está arrestado!
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Röhm estaba alelado, con resaca, obviamente. Miró a Hitler.


Heil, mein Führer —
dijo.

Hitler volvió a gritar:

—¡Está arrestado! —y volvió al vestíbulo. A continuación se dirigió a la habitación del ayudante de Röhm, Heines, y lo encontró en la cama con su joven amante de las SA. El chófer de Hitler, Kempka, estaba presente en el vestíbulo. Oyó gritar a Hitler—: ¡Heines, si no se viste dentro de cinco minutos, haré que le peguen un tiro en el acto!

Heines salió, precedido, según afirmaba Kempka, «por un jovencito rubio, de unos dieciocho años, que caminaba ante él con amaneramiento».

Las habitaciones del hotel resonaban con los gritos de los hombres de las SS que agrupaban a los soñolientos, asombrados y resacosos hombres de las Tropas de Asalto, y los fueron bajando a todos a las salas de lavandería del sótano del hotel. Hubo momentos que en otro contexto habrían podido resultar cómicos, como cuando uno de los destacamentos de Hitler salió de una habitación del hotel e informó resueltamente: «
Mein Führer
! ¡El presidente de la policía de Breslau se niega a vestirse!».

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