—¿Lo conozco?
—Seguro, suele comer en el Consorcio, con el carnicero y el curita. Es el que tiene una cicatriz que le cruza todo el ojo. Bueno, en general tiene los ojos raros, uno de ellos parece que esté muerto, pero no es siempre el mismo. Él explica que con uno ve de día y con el otro ve de noche, y no me extrañaría que fuera verdad. Desde luego no es mal tipo; tiene la cara como un mapa de Escocia y los modales de un ladrón de cadáveres, pero de vez en cuando invita a un güisqui, cuando cobra... Tampoco es de aquí, naturalmente, llegó hace seis o siete años, y estoy seguro de que ha estado en la cárcel, por los lunares que lleva tatuados en la mano... Una vez le pregunté y me dijo que no preguntara... Lo que sí parece seguro es que se ha encoñado de una chica del Kingdom, nuestro burdel de referencia, a unos treinta o cuarenta kilómetros camino de Santa María de Argos. Va cada dos o tres meses con el Robocop porque él no tiene carné de conducir... ¿Sabe usted quién es el Robocop?, uno que está siempre ahí afuera en la terraza, con pantalones cortos y botas militares.
—Ya... Es la primera persona que me encontré al bajar del autocar la noche que llegué. Todo el mundo estaba dentro viendo el fútbol; llovía, hacía frío, y el tipo estaba allí sentado tomando cerveza... Era la estampa misma del aislamiento.
—«Aislamiento», ésa es precisamente la palabra que nos define a todos. Esto es un mundo aparte, ya se dará usted cuenta... ¿Ha visto el reloj del campanario?, no hay algoritmo matemático capaz de explicar cómo funciona.
¿O sabe usted que en esta parroquia la misa la da un televisor puesto sobre el altar? —Coñac.
—¿En serio?
—Como lo oye. No es que no tengamos cura: lo tenemos, sin duda lo habrá visto usted pegado al carnicero, pero ahora ejerce como su ayudante.
—¿El carnicero es ese grandote que parece un ogro?
—Ese.
—¿Y el cura el que parece el Sastrecillo Valiente?
—¿Sabe que tiene usted talento para los motes? Pero a estos los llamamos simplemente el curita y el carnicero, supongo que porque nadie se atreve a llamarlos de otra manera, al menos al carnicero. La cosa es que comparten carnicería, casa y a veces cama, así que pueden considerarse una pareja estable. Bueno, en realidad son tres los que viven juntos, es nuestro modesto
lobby
homosexual. ¿Conoce usted al Rito?, uno con mucha pluma; bueno, cuando quiere... Es otro de los forasteros antiguos, le viene el mote por Rita Hayworth desde que el carnicero lo abofeteó en público porque había estado bailando sobre la barra del Consorcio. No es que no sea costumbre bailar en la barra del Consorcio, un sábado por la noche puede pasar allí cualquier cosa, una vez vino la patrulla a las cuatro de la mañana y no se les ocurrió otra cosa que tratar de desalojar el local en cumplimiento de no sé qué normas de horarios, así que la parroquia empezó a desalojar literalmente, tirando las mesas por la ventana contra el coche celular, lo cual explica que ahora las mesas sean de hierro y mármol y no haya manera de levantarlas. La cuestión es que lo que sacó al carnicero de sus casillas fue la actitud procaz del Rito... Bueno, y quizá algo más de lo que nadie habla... En cualquier caso, yo no estaba presente, pero conociendo al Rito me imagino que debía de contonearse como una pollita del Kingdom, así que el carnicero lo bajó de la barra a empujones y cuando lo tuvo en el suelo le dio un guantazo con toda su alma y la mano del revés. Si se fija usted verá que al Rito le falta casi la totalidad de un diente incisivo y que el carnicero conserva su alianza de casado, algunos dicen que porque ya no le sale de esos dedazos que tiene que parecen morcillas. Desde luego es un tipo expeditivo, no cabe duda...; su todavía esposa legal filtró la especie de que él le pegaba, pero él lo niega siempre con mucha vehemencia, y aunque todos lo vieron volverle la cara del revés al Rito no es hombre de tirar la piedra y esconder la mano, como bien demuestra su historia... —Coñac.
—Ah... ¿Tiene más historia aún?
—Es pública y notoria. ¿Le interesa?
—Bueno, todavía nos queda bebida en el vaso...
—En realidad es de los pocos personajes pintorescos nacidos aquí, la mayoría son gente tímida, ocupada en sus propios asuntos, el campo, las granjas de cerdos... Y así era el carnicero, un aldeano trabajador que no había salido nunca del pueblo, ni siquiera para hacer el servicio militar porque era hijo de viuda. Se casó tarde, pasada la cuarentena, pero eso es bastante normal aquí porque escasean las mujeres. Nunca tuvieron hijos, ciertamente, pero por lo demás todo parecía irle bien con su mujer hasta que un día, ya cincuentón, tuvo unas palabras con ella. No se sabe a qué vino la bronca, pero sí que montaron una escandalera que despertó a los vecinos, y que aquella misma noche el carnicero salió a la calle con lo puesto, se subió a su 4L del año de la Catapún y desapareció. —Trago al coñac—. Se llegó a pensar que ya no volvería, pero ya ve usted que volvió. Al cabo de un mes, o poco más. Y lo bueno es que volvió con el Rito, en ese Golf descapotable que todavía tienen y que por aquel entonces era nuevo de trinca, todo lo cual causó gran sensación, figúrese usted, y no se crea que aquí nos sorprendemos de cualquier cosa. —Coñac.
—¿Y el cura?
—Éste apareció en escena años más tarde, no hace tanto de eso..., el Rito cuenta que se los encontró un día en la cama, pero ese asunto merecería capítulo aparte. El caso es que desde hace tiempo conviven en trío, extremo que ninguno de los tres oculta, de lo contrario no me tomaría la libertad de contárselo a usted, y la prueba es que me callo otros detalles suculentos que conozco gracias a mis conversaciones privadas con el carnicero, que suele beber y hablar cuando está deprimido, y además no es tacaño, así que hemos pasado algún rato compartiendo barra y güisqui, aquí mismo, o en el Consorcio. —Coñac con sifón—. Pero yo le estaba contando otra cosa... Ah sí, el televisor sobre el altar... Pues no es que el televisor transmita una misa grabada, es...
Entra en el bar el matarife de la cicatriz y el pelo azul. Betoven lo saluda desde lejos.
—Hombre, San Martín, ahora hablábamos de ti, ven que te presento al forastero. Se llama Pedro, Pedro el Grande para abreviar. Buen tipo.
San Martín no parece hacerle caso a Betoven, pero de todas maneras se va hacia él y lo coge del pescuezo.
—Cagüendiós, Betoven, ¿ya estás largando?
Luego se vuelve a P con la mano en espera de ser chocada.
—No lo invites mucho a güisqui que luego se acostumbra —le dice; sus ojos son efectivamente extraños, un poco bizcos, el del lado de la cicatriz más vivo y brillante—. Susi, ponme un quinto, haz el favor, y échale a este hombre lo que quiera; al Betoven ni una gota, que luego larga por los codos —se vuelve hacia Betoven y otra vez le aprieta el pescuezo y lo atrae hacia sí—. Betoven, cagüendiós, que eres un bocas...
—Oye, matarife de los cojones, a mí me invitas a güisqui o ya te puedes ir a tomar por el culo.
—Cagüendiós, Susi, ponle otro güisqui al viejo, a ver si revienta. —Se vuelve a P—: El muy hijoputa se va a caer un día subiendo las escaleras de su casa, nos lo encontraremos tieso por la mañana. —Se agarra el paquete genital—: Me voy a mear. Susi, me pones el quinto o qué cojones pasa. —Se va al lavabo.
Betoven alza su vaso de tubo casi agotado.
—¿Se hace una idea del tipo?
—Aproximada.
—A las seis o siete cervezas se relaja y se va a su casa a dormir. Trabaja seis días a la semana y se levanta temprano, es cumplidor, no crea que es fácil llegar a matarife, y hay que superar un cupo de producción para empezar a ganarse bien la vida. Su mínimo diario son 200 puercos, juuuuic —gesto de degüello—, tendría que verlo manejar un cuchillo... Pero fuera de eso se limita a hacerse respetar, y para eso casi le basta con la cara, así que no le da por meterse con nadie. El verdaderamente peligroso es el Malacaín, y dese cuenta de que el mote no es nunca gratuito, desde niño decían de él que era más malo que Caín... Ése sí que puede liársela en cualquier momento, pero sólo si ha bebido, sobre todo si ha bebido hierbas de las suyas, cuando está sereno es un corderito hosco pero inofensivo, todo lo contrario de San Martín.
—¿Hierbas de las suyas?
—Sí, infusiones..., ya me entiende..., él y sus amigotes toman no sé qué mezclas de brujas...
—¿Lo conozco?
—Seguro, uno grandote y membrudo... También es del pueblo, como el carnicero, hermano del Alien, el que preñó a la Nieves del Consorcio... Suele llevar una camiseta de Maradona. Dice que se la regaló él en persona, que se lo encontró una vez en un bar de Varadero y que intercambió con él la camiseta. Es verdad que se fue a Cuba con su hermano hace un par de años, supongo que cansados de acudir al Kingdom cada tres meses, aunque desde luego la historia de la camiseta es falsa, no hay más que fijarse en la talla de la prenda, a Maradona le quedaría como una bata de cola... Pero el tipo es en el fondo tan inocente que cree que nos lo creemos, y en cualquier caso nadie se atreve a contradecir a un metro noventa de espécimen furioso. Ya ve que yo sólo soy un viejo borracho que no se aguanta los pedos, pero créame que una noche aquí mismo pensé que me iba a pegar porque se me ocurrió contradecirlo. Me salvó la Susi que se metió por en medio y el tipo no tuvo huevos de pegarle también a ella. Tal como se lo cuento. Tenga cuidado con él. Bueno, y tenga cuidado también con la Heidi, después de un par de cubatas puede tirarle cualquier cosa a la cabeza si se enfada con usted.
Vuelve San Martín arrugando la nariz, frotándosela con un pulgar y tragando mocos garganta abajo.
—Le estaba diciendo a mi amigo Pedro el Grande que la Heidi le quiere echar un polvo.
—Ni se te ocurra, todavía me duele la polla... A la que sí que tendrías que darle un meneo es a la pija del Pub, cagüendiós, a ver si se le quita esa risa de medio lao que gasta.
* * *
—Tú, marica, ¿vas a apartar los putos pies o qué?
P, sentado en uno de los asientos exteriores del Pub, se mantiene en su posición a pesar del toque del pie de Malacaín sobre su propio pie. Carraspea y contesta despacio y claro.
—Oye, a mí vas a tener que hablarme bien, ¿sabes?
La vista le queda a la altura del estómago del tipo, que está de pie y de perfil a su lado izquierdo. Eso es todo lo que P necesita ver: sus manos colgando, sus piernas y un par de zonas vulnerables a las que sin duda no hará falta recurrir. Pasado más de un segundo sin reacción, ni siquiera verbal, puede inferirse que el tipo está reconsiderando la situación. Pero llegado a este punto ha de salvar los papeles ante los tres o cuatro pelos-de-colores que han seguido la escena. Finalmente sus pies retroceden y su voz truena en otra dirección.
—Habéis visto la de maricones que han salido esta noche... Cagüendiós, dame un trago para celebrarlo.
P decide no darse por aludido, pero también decide ponérselo difícil no moviéndose de allí durante un rato, si el tipo quiere entrar en el pub tendrá que pedirle permiso para pasar; o eso o rodear los coches aparcados y entrar desde el otro lado, un rodeo en el que sin duda todo el mundo repararía. Pero el Malacaín no mueve ficha y, a falta de cerveza propia, sigue bebiéndose la de sus amigos. P procura alargar su copa fumando más que bebiendo y aguanta allí un cuarto de hora pese al frío. Y una vez marcado el terreno, se levanta del banco y empuja el portalón para entrar en el local.
Calor de viernes adentro, las mesas llenas, la barra concurrida, la sempiterna cinta de la Creedence dando vueltas en el radiocasete. El francés, Hansel sin Gretel, está tomando una cerveza acodado en el mostrador y P decide instalarse a su lado. Visto de cerca aparenta unos cuarenta años, disimulados por la tersura de la piel casi imberbe y el cabello decolorado, pero bien visibles en sus ojos azules, un poco escondidos bajo los párpados abultados. Viste una llamativa camisa estampada en grandes rosas rojas, y de cerca se nota el olor de su buen perfume. P pronuncia un «buenas noches» al que el francés contesta alzando su botella y sonriendo, y hace gesto a Madame Bovary para que le rellene la copa de cerveza que trae de fuera.
—Qué tal... Nos vimos un otro día en el Consorcio —dice el francés; sus erres son marcadísimas, el sonido de zeta no existe para él, y pronuncia todas las palabras llanas como si fueran agudas.
—Sí, me acuerdo... Creo que fuiste la primera persona que me saludó con normalidad.
—Ah bueno..., al principio cuesta un poquito..., luego ya...
—Sí, supongo que sobreviviré.
—Me llamo
Henrí,
pero todos me llaman el Francés. Soy el veterinario, en el matadero.
—Pedro —entrechocan copa y botella.
—Pedro —repite el francés, pero pronuncia algo como «Pedghró»—..., ay, ay, ay, es difícil para mí —sonríe—. ¿Vienes de la ciudad?
—Sí..., de la ciudad.
—Yo soy nacido a
Tours,
e luego estuve en Amsterdam un tiempo, pero no me gustan mucho las ciudades. Hay toda una mierda de humo y ruido... Y no me gustan los animales de ciudad, esos perritos e gatitos... —se ayuda haciendo muecas de mascota faldera; P asiente.
—Ya, no parecen animales...
—Sí, eso es. A mí me gustan los animales de verdad: vacas, caballos... Por eso mejor trabajo en un matadero...
—Pero en el matadero los matan...
—Ah
oui,
los matan. Pero mi trabajo es para que estén bien, sin estrés, sin dolor... Hay que cumplir las normas e todo bien. Unos cuidan de la vida, e otros cuidamos de la muerte.
—¿Y hace mucho que andas por aquí?, tu español es muy bueno...
—Ah, no, mi acento es horrible. Pero mi papá era español. Murió cuando yo era niño...
P bebe un sorbo.
—¿Era de por esta zona?
—Ah, no, de Madrid, Carabanchel. Pero en Madrid no hay vacas... —ríe; P también—. Además aquí encontré a mi novia, ella nació aquí, e pronto vamos a tener un bebé.
—
Alors vous avez trouver ici la femme...
—Je
espère que oui: c'est déjà le temps, à quarante années... Mais vous parlez français?
—Pas
vraiment,
sólo imito sonidos...
Se oye un golpe fuerte, es el portón de entrada que se ha abierto de par en par de un empujón. Caen hacia adentro dos cuerpos en lucha, un barullo de brazos y piernas retorciéndose en el suelo. Uno de ellos es un bajito pelo-de-colores de los que suelen acompañar al Malacaín; el otro un tipo voluminoso al que P no conoce. En un primer momento parece que el asunto va en serio, pero el Malacaín y otros han entrado con ellos y rodean a los combatientes con aire divertido. La pija Madame Bovary interviene: «A ver, distinguidos caballeros, los combates de lucha libre afuera, gracias». Los dos tipos están ahora inmóviles en el suelo, enredados en sus propios miembros, jadeantes, agotados por el esfuerzo; se levantan con marcas enrojecidas en la cara y la ropa descompuesta. «Cagüendiós, échame de beber que le tengo que enseñar a pelear a este cabestro», dice el Malacaín. El cabestro en cuestión es el tipo voluminoso, como de dos metros y 200 kilos, con cara de niño, no debe de llegar a los 20 años. Se toca la sien enrojecida y ya un poco inflamada donde parece haber recibido un golpe. El otro, mayor en edad pero mucho más pequeño de talla, da botecitos de vencedor por puntos.