Nigel asintió.
—Ahora puedes preguntarme lo que sentí al hablar con el Snark.
Una expresión de perplejidad cruzó por el rostro de Nikka. Frunció las cejas. Después lanzó una carcajada y le palmeó el brazo.
—¡Entiendo! ¡Debemos practicar una limpieza ritual de telarañas! Por supuesto. —Rió jovialmente y Nigel sintió que le quitaban un peso de encima—. Muy bien. Voy a... ¿cómo decís vosotros? ¿Picar?
—Correcto. El inglés no es tu...
—¿Mi lengua nativa? No, soy japonesa.
—Eso me pareció. —Sin embargo, pensó, no era tan tímida como había previsto. Pero eso también formaba parte de la aureola indeseada.
—¿Y tu amigo el Snark?
—Dijo que probablemente nuestras calculadoras de mesa nos sobrevivirán.
—Eso me han contado. Pero siempre hace falta un Lewis Carroll para inventar un Snark.
—Sí —respondió Nigel, percibiendo detrás de su mirada divertida una intención más seria—. Sí, ¿no es cierto?
Ichino dormitó un poco, cuando la mañana ya estaba avanzada. Había pasado la mayor parte del tiempo haciendo habitable la cabaña, y mientras trabajaba pensaba en Japón. Las imágenes de su visita ya se estaban disipando. Había ido con la intención de recuperar una fracción de su personalidad, y en cambio había encontrado una extraña parodia del Japón que habían conocido sus padres.
Quizás ése fue el efecto de los Parques Nacionales de Conservación. El billete para el Parque de Osaka, a pesar de su alto precio, sólo le dio acceso a los recintos menores. Allí las hierbas y el follaje estaban salpicados de hollín, y tenían un color gris cadavérico. Los árboles descomunales estaban mustios y polvorientos. Le pareció que catalogar eso como un parque era una burla deliberada, y se enfadó, pero entonces una joven empleada le apaciguó y le vendió otro billete mucho más costoso. Abrieron una verja cerrada con llave que se levantaba en un confín del lúgubre bosque, justo a tiempo para la aparición cotidiana de los ruiseñores amaestrados. Sus trinos le cogieron por sorpresa cuando cruzaba un arroyo cantarín. La niebla envolvía las copas de los árboles dentro de la cañada e Ichino se detuvo con los pies sumergidos hasta los tobillos en las aguas heladas, fascinado por el alegre gorjeo. Después fue el turno de las alondras. Sus adiestradores se congregaron en un claro de la ribera. Las jaulas estaban alineadas y las puertas se abrieron simultáneamente, para dejar salir una nube aleteante de pájaros. Éstos se remontaron verticalmente, revolotearon debajo de las nubes ociosas y trinaron durante varios minutos. Las alondras inferiores volvieron pronto y se equivocaron de jaula. Las mejores volaron durante dieciocho minutos y retornaron sin tropiezos.
No pudo darse el lujo de visitar muchas veces los Parques, de modo que pasó horas en las calles de la ciudad. Las víctimas de la contaminación que mendigaban en las esquinas y en los portales lo perturbaban, pero no podía quitarles los ojos de encima. Los sanos pasaban junto a esos seres sin preocuparse, pero Ichino se detenía a menudo a unos metros de distancia y los estudiaba. Recordó que su madre decía, en otro contexto, que los sordos parecen tontos y los ciegos parecen sabios. Los que apenas podían oír se esforzaban por captar lo que decían los demás, y fruncían el ceño, abrían la boca y desencajaban los ojos, bamboleando la cabeza hacia uno y otro lado. Pero los ciegos permanecían apaciblemente sentados, abstraídos, con la cabeza ligeramente inclinada como si estuvieran meditando. Vio que tenían los ojos entrecerrados y misericordiosos de las ubicuas imágenes de Buda. Canturreaban suavemente,
chiri chiri-gan, chiri-gan
, comían habas de soja resecas y arroz integral, y a Ichino le parecía que eran las únicas personas naturales que quedaban en esa caótica isla de ciudades sórdidas. Ichino marchó a la deriva entre las multitudes hacinadas, dejó pasar el tiempo, y después volvió a Estados Unidos. Había descubierto que no era japonés, y la verdad le ofuscó bastante. Se sentía emparentado con los vestigios del frágil mundo natural de Japón, pero esto era todo. Sabía que era una extraña lógica: los deformes le habían parecido más humanos que los violentos, competitivos y sanos. Había vaciado sus bolsillos en las escudillas de los pordioseros y lamentó no poder prestarles más ayuda. Pero sólo estaba en condiciones de suministrar auxilio momentáneo a esos lisiados. Y en un mundo auténticamente natural habrían sido rápidamente eliminados. Sin embargo, allí acurrucados en grupos de dos y tres, parecían arrinconados por las actividades formales del mundo, y más o menos en contacto con el Japón que antes había conocido, o soñado, y que había desaparecido para siempre. Sí, era una extraña lógica.
La Comuna de los Múltiples Caminos, encajonada entre las colinas de Oregón, resultó ser más grande de lo que él había previsto. Ichino ya había encontrado cinco cabañas, chozas o cobertizos destartalados en un radio de doscientos metros a partir del Centro Comunal. Como la propiedad se extendía otro kilómetro a lo largo del río, ocupando un terreno sinuoso hasta el Willamette, probablemente había muchas más.
Cuando su propia cabaña quedó en condiciones habitables hacia las últimas horas de la tarde, Ichino sintió deseos de explorar la Comuna, de observar sus ruinas, sus reliquias. Bufando un poco en el aire helado, bajó por la falda de la colina. Los ciervos habían desgastado su propio y vasto sistema de senderos interconectados. La ladera estaba arrugada como un rostro, pero las lluvias tempranas de otoño ya habían vuelto a desdibujar los senderos. Ichino intentó seguirlos, mas era difícil evitar que cada paso provocara pequeños deslizamientos de tierra. Descendió dificultosamente hacia el río. Al frente se levantaba, semioculta, una gran cúpula estilo Buckminster Fuller. Lo que la había revestido, fuera lo que fuere, había desaparecido por completo. Las vigas eran de pino sólido, pero las junturas estaban herrumbradas y corroídas. Algunas se habían roto.
Ésa debía de haber sido la cabaña principal, donde el patriarca había vivido con las dos esposas que le atribuían. Los habitantes de Dexter que le habían arrendado esas tierras contaban muchas historias acerca del apogeo y la caída de Muchos Caminos, pero la mayoría de ellas no pasaban de ser habladurías sobre los excesos sexuales del patriarca. Ichino aún no entendía por qué Muchos Caminos había fracasado después de doce años. La teoría más difundida en Dexter sostenía que el patriarca había tenido una revelación de más acerca de la naturaleza del amor expansivo. Corrían rumores acerca de uno o dos asesinatos que habían dividido la comuna en facciones.
Ichino se detuvo para descansar al pie de la cúpula. Una cocina herrumbrada y unas botellas dispersas de color marrón eran el testimonio mudo de la transitoriedad de las cosas humanas. Más lejos había una pila de troncos que podía haber correspondido a una leñera, y una letrina al aire libre, junto al río. Allí la corriente era muy rápida y profunda, y rizaba el agua fría. El lecho del río estaba lleno de rocas y peñascos de todos los tamaños, y un arroyo tributario dejaba al descubierto altas barrancas de tierra conglomerada. Detrás de la cúpula algunos árboles habían tenido que contorsionarse para no desprenderse de la ribera erosionada, y en algunos lugares las raíces desnudas habían adquirido grandes dimensiones para darles apoyo.
Ichino estudió el entorno, con las manos en los bolsillos. La campiña vecina era pedregosa y hostil. Le pareció más probable que Muchos Caminos hubiera fracasado por razones económicas antes que sociales. Los manzanos y algunos cereales se adaptaban a ese tipo de terreno, pero no imaginó que allí alguien pudiera vivir de la agricultura. Los habitantes de Dexter contaban que uno o dos novelistas y un artista habían residido en la comuna, de modo que probablemente ésa había sido su principal fuente de ingresos.
Ichino se abrió paso entre las hojas podridas y la arcilla para volver a la cabaña donde se había instalado. Sonrió para sus adentros. Probablemente la población de Muchos Caminos había estado compuesta por chicos de la ciudad (¿chicos?; se dijo que tal vez ya tenían la misma edad que él) con una gran dosis de idealismo y remordimientos. Podía atestiguar que sabían poco de carpintería. Las vigas de sostén de su cabaña estaban mal colocadas, los vástagos no estaban lo suficientemente implantados. El resto de la cabaña, empero, se encontraba en buenas condiciones, de modo que habían contado con alguien bastante competente al levantarla. Era la única construcción habitable que quedaba en pie, sobre todo porque los habitantes de Dexter la habían reparado en el curso de los años para utilizarla como refugio de cazadores.
A Ichino le desagradaba cazar, aunque no era vegetariano. Le disgustaba contemplar la muerte de los seres vivos. Ya era suficientemente alarmante observar el efecto tremendo que causaba la presencia del hombre en el bosque: un gigante inconsciente que pisoteaba sistemáticamente las frágiles configuraciones de universos biológicos. Ichino estudió el mullido lecho de hojas húmedas sobre el que caminaba. Cada uno de sus pasos trituraba un mundo. Si cortaba un tronco para hacer leña, una legión de hormigas aterrorizadas cubría súbitamente la hoja del hacha. Si movía un tocón que le obstaculizaba el camino, una salamandra negra aletargada se encontraba de pronto en medio del invierno y salía disparada. Si pateaba una piedra saltaba una rana.
Se detuvo a escuchar junto al arroyo y algo le llamó la atención. Un susurro de hojas, el débil crujido de una ramita. Algo se movía a lo largo de la margen opuesta. Una espesa hilera de pinos le bloqueaba la visual. Ichino distinguió un bulto oscuro que corría entre los árboles. En medio de las sombras acolchadas era difícil calcular la distancia y el tamaño, pero indudablemente se trataba de un hombre. Ichino apartó la fronda para ver mejor y la sombra del otro lado se petrificó al instante. Ichino contuvo el aliento. La forma oscura disimulada entre los árboles pareció esfumarse lentamente, sin ningún ruido perceptible ni movimiento súbito.
Después de un momento Ichino ya no estuvo seguro de que seguía viéndola. Era extraño que un hombre pudiera desaparecer de forma tan silenciosa. Se preguntó por un momento si había visto realmente a alguien o si su propio aislamiento le provocaba alucinaciones visuales. Pero no, estaba seguro de haber oído el ruido.
Bueno, de nada servía preocuparse por las sombras del bosque. Resolvió olvidar el incidente. Sin embargo, mientras trepaba hacia su cabaña, sintió que parte de su inquietud seguía latente y apuró inconscientemente el paso.
Allí no había rastros del estallido, a doscientos kilómetros de Wasco y en la espesura de los bosques costeros de Oregón. La población local seguía narrando historias sobre el desastre, las penurias, los parientes o amigos incinerados..., pero Ichino sospechaba que la mayoría de ellas sólo tenía un remoto elemento de veracidad. ¿Cómo podría descubrir las pistas que según Nigel debía de haber allí, entre campesinos tan proclives a imaginar fantasías?
Había hurgado en los archivos de la ciudad, había consultado los materiales reunidos en pequeñas bibliotecas colmadas, había hablado con los ancianos que se habían criado allí. No había extraído ninguna idea concreta de los detalles e hipérboles. Y después, ¿qué? Pronto llegaría el invierno, que lo dejaría aislado. ¿Qué podía hacer? Ichino meneó la cabeza y siguió avanzando dificultosamente hacia su cabaña.
Nikka dejó que la débil gravedad lunar la arrastrara lentamente hacia abajo por el estrecho túnel. Mantenía los brazos estirados sobre la cabeza porque no había espacio para dejarlos a los costados. Sus pies tocaron algo sólido. Tanteó con las botas hasta que encontró a un lado un pequeño boquete formando ángulo. Se contorsionó lentamente y pudo introducirse en él hasta la altura de las rodillas.
Alzó la vista. La cabeza de Víctor Sanges estaba enmarcada por la boca del túnel, seis metros más arriba.
—Ya puede empezar a bajar —dijo Nikka—. No se apresure. No tenga miedo a caer. La fricción de las paredes bastará para retenerle.
Nikka se acomodó en el angosto canal lateral y enseguida estuvo tumbada sobre la espalda. Para avanzar clavaba los talones y se empujaba apoyando las palmas de las manos contra el áspero revestimiento de plastiforme. A través del material translúcido veía el metal cobrizo de la misma nave. Tenía un brillo opaco distinto del de todos los metales que Nikka conocía. Aparentemente también intrigaba a los especialistas en metalurgia, que aún no habían podido identificar la aleación. De trecho en trecho, cada pocos metros, las paredes tenían una extraña serie de espirales semicirculares. Nikka pasó junto a uno de los refulgentes núcleos de fósforo blanco que el personal de mantenimiento había estampado en el plastiforme cuando habían levantado la presión de ese tramo de la nave. Era la única iluminación visible del tubo: quizá los extraterrestres no la habían necesitado. Allí el túnel se estrechaba, sin ceñirse a ningún esquema obvio. El techo le rozó el costado de la cara y experimentó un súbito miedo irracional al pensar en el peso opresivo de la nave que se cernía sobre ella. Su aliento estaba embolsado, húmedo y cálido, delante de su rostro, y únicamente podía escuchar su respiración ampliada.
—¿Sanges?
Sólo le llegó, como respuesta, un grito ahogado. Siguió avanzando y sintió que sus talones ya no tocaban el suelo. Se deslizó rápidamente hasta el interior de un recinto esférico de dos metros de diámetro. Un escalofrío se infiltró en sus piernas y sus brazos mientras esperaba a Sanges. Usaba un traje de aislamiento térmico y el aire circulaba bien por el túnel, pero la nave que los rodeaba estaba en equilibrio sobre la superficie de la Luna a cien grados centígrados bajo cero. Durante la noche lunar las cosas eran mucho peores, pero la inercia térmica de la nave ayudaba a amortiguar el frío corrosivo. Los técnicos se negaban a calentar el aire del túnel, y se resistían a levantar la presión más allá del extraño laberinto de corredores absolutamente esenciales. Nadie sabía qué efecto podría tener el aire sobre la totalidad de la nave... y esto explicaba la presencia de las paredes de plastiforme.
Sanges se arrastró lentamente por la pequeña abertura y desembocó en el compacto recinto esférico.
—¿Qué es esto? —preguntó. Era un hombre pequeño, nervudo, de cabello negro y mirada vehemente.
Habló pausadamente en medio del destello de color rubí que los rodeaba.
—La Sala Cóncava, a falta de un nombre mejor —respondió Nikka—. La luz roja proviene directamente de las paredes, y los técnicos ignoran cómo funciona. Ahora las luces pasan por un período de debilidad. Más tarde se intensifican y todo el ciclo se repite con una periodicidad de 14:30 horas.