Nigel se reclinó hacia atrás y tamborileó con los dedos sobre la rodilla.
Nikka intercambió una mirada con él y se volvió hacia Valiera.
—Cambiemos de tema, por ahora. Mientras veníamos hacia aquí, Nigel y yo llegamos a la conclusión de que necesitamos nuestra propia línea de comunicación con Alphonsus, para evitar nuevas pérdidas de material.
—Me parece una propuesta razonable —asintió Valiera. Algunas de las arrugas de tensión se borraron de su rostro.
—No será muy engorroso ni llevará mucho tiempo instalar una línea de transmisión independiente junto a la misma consola —continuó Nikka. Sacó un bloc de papel y dibujó un circuito—. Quiero montar un archivo dentro de la misma nave, que siempre esté a disposición de quien trabaje en la consola. Así, aunque Comunicaciones borre accidentalmente algún material, quedará otra copia que podremos transmitir a Alphonsus, para que la archiven con carácter definitivo.
—Eso costará mucho trabajo y dinero... —protestó Sanges.
—¡Al diablo con el dinero! —exclamó Nigel—. Ésa no es una operación menor. La nave tiene por lo menos medio millón de años de antigüedad. Aún está montada y puede enseñarnos en pocos años más que lo que la humanidad podría aprender en un siglo. No permitiré...
—Creo que su propuesta es sensata —lo interrumpió Valiera—. Ordenaré al equipo técnico que le suministre toda la ayuda posible.
—Quiero una línea independiente con Alphonsus —insistió Nikka—. Un subsistema totalmente autónomo.
—Me ocuparé de que se lo faciliten inmediatamente. Nos sobran elementos. Y ahora... —Valiera consultó su reloj de pulsera—, creo que ha llegado la hora de retiro y meditación de los Nuevos Hijos, señor Sanges.
—¿Dedica tiempo a eso? —preguntó Nigel con tono incrédulo—. ¿Incluso aquí?
—Debemos transigir en todo, Nigel —contestó Valiera, sonriendo.
Nigel hizo una mueca, se levantó y salió del despacho. Su portazo resonó como un trueno.
Estaba en una alta cornisa rocosa y veía cómo las llamas avanzaban por el valle. Las hierbas secas y marrones se inflamaban fácilmente y ardían con un rugido crepitante, parecido al que habría producido el redoble de muchos tambores. A través de la cortina de humo negro vislumbraba a las menudas criaturas dispersas que habían provocado el incendio. Intercambiaban ademanes y seguían el curso de las llamas por el borde del lecho del valle, empuñando pequeñas teas para evitar que se abrieran brechas en la muralla de fuego.
Los elefantes corrían delante de las llamas. Ahora su paso largo, bamboleante, tenía un atisbo de pánico. Se comunicaban con chillidos ahogados mientras se encaminaban hacia el desastre.
Desde su cornisa veía la ribera oscura de la marisma que se extendía delante de la manada de elefantes. La imagen reverberaba en el calor rielante, pero alcanzaba a distinguir las ciénagas cubiertas de maleza que ahora se hallaban a sólo un kilómetro de las bestias. A cada lado de la marisma esperaban pequeños grupos de criaturas armadas con teas.
Estaban demasiado lejos para discernir los detalles, pero parecían bailar mientras hacían girar las largas estacas en el aire.
En lontananza, más allá de la húmeda marisma, se desplegaba una meseta más seca. Allí pastaba una gran manada probablemente de antílopes o ganado salvaje; un vasto océano de animales de caza. Pero los portadores del fuego no prestaban atención a la manada: arreaban a los elefantes y esperaban el momento de descuartizarlos cuando quedaran atrapados en el lodo.
¿Por qué se arriesgaban a ser pisoteados o a quedar atrozmente ensartados en un colmillo? ¿Para probar su valor? ¿Para poder multiplicar el número de historias extravagantes que contaban en torno a la hoguera nocturna? ¿Para alimentar los mitos y leyendas que nacían de cada nueva narración a la luz de las llamas?
¿Cómo habían aprendido a cooperar de esa manera, avanzando y retrocediendo al compás de una complicada danza a medida que hostigaban a la presa para descubrir sus puntos débiles? ¿Quién les había enseñado a formar tribus, a encender el fuego, a urdir la delicada trama de la familia? Tanta destreza, aprendida tan deprisa. Era difícil creer que a esas criaturas les guiaba la mano lenta y portentosa de la evolución, por los mecanismos...
Un desplazamiento de sombras atrajo su atención. Se volvió. Una de las criaturas salió de detrás de un árbol ahusado. Medía apenas un metro de estatura, tenía una pelambre hirsuta y sus manos y sus pies parecían hinchados. Los ojos profundamente engarzados en las cavidades fluctuaban hacia ambos lados, escudriñando el terreno, y la pequeña criatura erguida meció la estaca puntiaguda que empuñaba.
El viento cambió de dirección y le trajo el olor rancio y sudado de la criatura. Ninguno de los dos se movió. Después de un momento la criatura arrastró los pies, cogió la vara en una mano y alzó la otra, con la palma vuelta hacia fuera. Emitió una serie de gruñidos apagados, guturales. La palma que mostraba estaba arrugada y salpicada de pelos duros alrededor de las uñas afiladas.
Nigel alzó la palma imitando el ademán. Abrió la boca para responder y la imagen se desvaneció en una nube de humo. La luz reverberaba y danzaba. Un redoble hueco lo envolvió, denso en la atmósfera espesa.
Alguien golpeaba la puerta. Apartó unos papeles que descansaban sobre sus rodillas, bajó los pies al suelo y dio dos zancadas hasta la puerta. Cuando la abrió, vio a Nikka que esperaba con talante desmañado en el pasaje.
—El médico me aconsejó que nunca beba sola —dijo Nikka. Mostró una pequeña redoma de laboratorio llena de un líquido transparente—. Purísimo, destilado en Alphonsus con fines científicos y para promover el conocimiento del hombre.
—Una muestra muy interesante —comentó Nigel prudentemente—. Ven, tráelo y seguiremos estudiándolo.
Se sentó en su litera y le señaló una silla.
—Temo que no hay suficiente espacio para apoyar las cosas. En el armario encontrarás otro vaso y te acompañaré apenas termine lo que estoy bebiendo.
Nikka miró con interés el vaso de Nigel.
—¿Zumo de fruta?
—Bien, hay que mezclar el canniforene con algo.
Los ojos de Nikka se dilataron.
—Pero es ilegal.
—No en Inglaterra ni en Estados Unidos. En Inglaterra la situación es bastante deplorable y permiten, o mejor dicho promueven, el uso de euforizantes moderados.
—¿Alguna vez has fumado LSD? —preguntó ella con un ligero tono de respeto.
—No, no experimenté realmente esa necesidad. Además no se fuma. Claro que a mí tampoco me desagrada fumar: prefiero consumir el cannabis por esa vía. Pero me han inculcado que en la Luna no se fuma nada, porque es demasiado peligroso, de modo que me hice enviar el canniforene de contrabando junto con los materiales de Kardensky. He gastado una fortuna para hacerlo pasar. Los doscientos dólares de aquella apuesta, ¿recuerdas?
Nikka mezcló un poco de zumo de fruta con su alcohol, probó el brebaje y sonrió.
—¿La rutina de aquí te resulta tan extenuante?
—En absoluto. Es muy fácil. Ni siquiera he estado aquí el tiempo necesario para que se disipe la embriaguez de la escasa gravedad. Pero mientras conectabas esa línea con Alphonsus yo decidí reflexionar sobre el material de Kardensky. A veces el canniforene me da ideas, me ayuda a descubrir asociaciones que en otras circunstancias me habrían pasado inadvertidas.
Nikka frunció el ceño y abrió la boca para decir algo. Nigel hizo un ademán rebuscado y murmuró:
—Sí, lo sé. Me jodo la cabeza para tener un montón de introspecciones prosaicas. Bien, no me parece que me haga daño. En el pasado me inspiró algunos chispazos de creatividad que me ayudaron en mi carrera. Y de todos modos, Nikka, es delicioso. Es un producto muy de moda, que causa gran sensación. Todos los homínidos lo utilizan.
—Está bien —asintió Nikka—. Es probable que incluso yo lo pruebe. Pero escucha, pensé que nos encontraríamos en el gimnasio, hace una hora.
—Eso era lo que habíamos convenido, ¿verdad? Bueno, lo que tienen ahí es un arsenal de máquinas de ejercicios y yo estaba ocupado con mis meditaciones.
—Debes hacerlo, y lo sabes bien. Dentro de poco Valiera te lo recordará. Si no haces los ejercicios no podrás volver nunca a la Tierra.
—Cuando instalen una piscina iré. —Bebió un sorbo de su brebaje y estudió una hoja de papel que tenía cerca.
—No falta mucho para eso, ahora que hemos encontrado hielo. Además, Nigel, los ejercicios te producen una sensación agradable. Mira... —Giró ágilmente en el aire y se volteó sobre una mano, para luego caer limpiamente sobre los pies—. Reconozco que no es muy difícil, con poca gravedad.
—Sí, sí —corroboró Nigel, mirándola con curiosidad.
Supuso que se sentía un poco incómoda, al visitarlo en su aposento. Tenía una personalidad manifiestamente física, de modo que la ofuscación quizá se traducía en actividad. Esto explicaba la gimnástica.
—Siéntate aquí. Quiero mostrarte algunas cosas. —Le entregó una foto en color de la Tierra tomada durante un vuelo orbital—. Es la misma que apareció en la consola hace un rato. Kardensky la hizo virar aproximadamente a nuestra escala cromática, y por eso no nos parece roja.
—Ya veo. ¿De qué parte de la Tierra se trata? —interrogó Nikka interesada.
—Del extremo austral de Sudamérica. Tierra del Fuego. —Nigel golpeó con la uña la superficie brillante—. Éste es el Estrecho de Magallanes, que comunica el Atlántico con el Pacífico.
Nikka estudió la foto.
—Aquí no hay un estrecho. Está obstruido en cuatro o cinco puntos.
—Correcto. Ahora observa esto. —Hizo restallar sobre la cama otra foto de la misma zona, como si estuviera jugando a los naipes—. Kardensky la tomó el año pasado, a petición del Relevamiento Geológico.
—Está abierto —murmuró Nikka—. Es un estrecho.
—Ese tramo siempre ha estado abierto, desde que los europeos llegaron al Nuevo Mundo. La foto que extrajimos de la memoria de la nave accidentada lo muestra tal como era antes de que la erosión despejara el estrecho.
—Entonces éste es otro medio que nos permite deducir la cronología —se apresuró a decir Nikka.
—Precisamente. No conocemos muy bien los tiempos de erosión, pero Kardensky afirma que esta foto tiene por lo menos setecientos cincuenta mil años de antigüedad. Coincide bastante con los cálculos de deterioro por radiación. Pero esto no es todo. —Nigel recogió las notas, las fotos y algunos libros que descansaban sobre su cama—. Alguien identificó, en Cambridge, esas estructuras tridimensionales que encontramos.
—¿Qué son?
—Imágenes transversales, tomadas desde distintos ángulos, de la fisostigmina.
—¿Eso no es...?
—Correcto. No estoy muy al día en esta materia, pero consulté a Kardensky y el recuerdo que conservo de lo que vi en los noticiarios no me engaña: es la sustancia que utilizan para activar el ácido ribonucleico. La NSF quiere que las autoridades elaboren una legislación sobre esta molécula y algunas otras de cadena larga.
Nikka estudió las fotos que él le había pasado. Su ojo inexperto no sacaba ninguna conclusión de la matriz compleja.
—¿Tiene algo que ver con el aprendizaje durante el sueño en la región subcortical?
Nigel hizo un ademán de asentimiento.
—Esa parece ser una de sus funciones. La persona que lo absorbe aprende más rápidamente, asimila información sin esfuerzo. Pero también actúa sobre el ARN. El ARN se reproduce mediante el ácido desoxirribonucleico (en este proceso intervienen unos aminoácidos cuyos mecanismos no entiendo bien) y gracias a ellos existe la posibilidad, por lo menos, de transmitir el conocimiento a la generación siguiente.
—¿Por eso es ilegal? He oído que los Nuevos Hijos no quieren permitir su uso.
Nigel se recostó contra la pared y apoyó los pies sobre la angosta litera.
—Hay un punto en el que nuestros amigos de la Iglesia de las Hipótesis Infundadas pueden tener razón. Es peligroso jugar con esta sustancia. Hace muchas décadas los bioquímicos la utilizaron en trabajos con platelmintos y otros parásitos. Pero el hombre no es un gusano y se necesitará una serie condenadamente larga de experimentos para convencerme de que es prudente inyectársela a seres humanos. —Hizo una pausa y después agregó en voz baja—: Lo que me gustaría saber es por qué esta molécula aparece reproducida en la memoria de un ordenador extraterrestre de casi un millón de años de antigüedad.
Nikka tendió su vaso.
—¿Podrías servirme una gota de ese canniforene con zumo de fruta? Empiezo a pensar que tal vez lo necesito.
—Claro que sí —respondió Nigel secamente—. Pero esto no es todo. La línea larga y negra que encontramos, contra el fondo moteado, era una molécula de ADN penetrando en un... déjame ver... en un neumococo. Kardensky me explicó que es una parte sencilla del proceso de reproducción. —Dejó los papeles a un lado y le mezcló cuidadosamente el brebaje—. Meditaba sobre eso, supongo que con alucinaciones, cuando tú golpeaste la puerta.
Nikka bebió deprisa y después sonrió, meneando la cabeza.
—Es un sabor interesante. Lo mezclan con algo, ¿verdad? Pero explícame a qué te refieres. No entiendo qué significa todo esto.
Nigel sonrió y alzó los pulgares.
—Estupendo. Ojalá los tipos que hurgaron en los paquetes de Kardensky tampoco lo entiendan.
—¿De qué hablas? ¿Los abrieron?
—Claro que sí. Les arrancaron todos los precintos. El canniforene estaba camuflado, y por eso pasó. El resto eran sólo libros, papeles, fotos y una cinta magnetofónica. No sé qué conclusión habrán sacado de todo eso los censores... que supongo que eran Nuevos Hijos.
—Es imposible —exclamó Nikka, y meneó la cabeza con expresión atónita—. No puedo creer que esto suceda en una expedición científica. Casi parece...
—Sí, un espectáculo político. Me obliga a preguntarme por qué han interrumpido tantas veces nuestro plan de trabajo. El nuestro más que el de los otros equipos. Por ejemplo, la alta tensión eléctrica nos ha hecho perder hoy muchas horas.
—¿La alta tensión?
—Los norteamericanos dicen... eh... alto voltaje.
—Nunca te desprendes de tus anglicismos.
—Nosotros inventamos el idioma.
—Escucha, ¿puedes darme otro poco de ese...?
—¿Tan pronto?
—Tiene algunos aspectos...
—Es cierto. Creo que yo también me permitiré un sorbo.