Nigel recogió los papeles y los apiló sobre el piso, mientras sentía que sus tacones se levantaban y flotaban detrás de él. La habitación era tan pequeña que no había espacio para una mesa escritorio.
Cuando flotó de nuevo hasta su litera le sorprendió encontrar a Nikka allí. Ella le besó.
Nigel hizo un ademán formal, no demasiado explícito, que en ese momento estaba de moda en toda Europa. Nikka arqueó una ceja a modo de respuesta. Se abalanzó sobre él como un torbellino ardiente.
—Lo tuyo basta para que se le ponga tiesa a un cura —comentó Nigel, admirado.
—Nunca he hecho la prueba.
Nikka desprendió el broche de bronce que tenía al costado. No se andaba con rodeos, pensó él. Era muy franca.
Se alzó sobre él y sus pechos pequeños, de vértices primorosos, oscilaron lentamente. El período de oscilación, pensó Nigel distraídamente, dependía de la raíz cuadrada de la aceleración de la gravedad. Un dato interesante. Algo se agitó dentro de él y la vio difuminada por la luz tenue de la cabina, como un nuevo continente flotante. Las ropas de Nigel se habían evaporado. Nikka se arrodilló y los músculos del abdomen de él se convulsionaron cuando una onda cálida le envolvió el miembro. Parpadeó, parpadeó, y se fusionó con las pictóricas nubes amarillas de la filosofía.
Salieron a caminar, trepando por las faldas de las colinas, resbalando sobre el polvo desmenuzado. Nigel quería ver la Tierra y no se había dado cuenta, hasta llegar allí, de que el nombre del Mare Marginis era el más apropiado, porque desde la Tierra se divisaba sobre el borde mismo de la Luna, mostrando sólo un tercio de su superficie. Para ver la Tierra tuvieron que escalar una sierra escarpada. A Nikka le preocupaba que el ejercicio la agotara, mas no había contado con su entrenamiento. Nigel jadeaba sin cesar pero no acortó el paso hasta llegar a la cima.
—Maravilloso —dijo él, y se detuvo con las manos apoyadas sobre las caderas. Su voz brotaba de la radio del uniforme con un sonido ronco.
—Sí. Veo mi ciudad.
—¿Dónde?
—Yokohama. Allí.
—Es verdad. Y ahí está el oeste de Estados Unidos.
—Nubes sobre California.
—Pero no sobre Oregón.
—¿Dónde está tu amigo Ichino?
—Sí. Me pregunto por qué no he recibido noticias suyas.
—Hummm. Desde aquí ni siquiera se ve el gigantesco cráter de la explosión. Qué curioso. Pero dime, ¿no es demasiado pronto aún para esperar resultados?
—Quizá sí. También es posible que se haya quedado aislado por la nieve.
—Al fin y al cabo, él tampoco ha recibido noticias tuyas.
—Es cierto. Hemos estado demasiado ocupados.
—Y censurados.
—Has puesto el dedo en la llaga —asintió él con una risita seca.
—Es imposible eludir la censura.
—No estoy tan seguro de eso.
—Oh. ¿Cómo?
—Se me ha ocurrido que podemos establecer una línea de comunicación hermética entre nosotros y Kardensky.
—Será difícil.
—Pero no imposible. Quizá podamos hacerla pasar por otro lugar.
—¿De la Tierra?
—No, de aquí. En la Luna. ¿Qué te parece la Base Hiparco?
—No es más que una avanzada. Cuando descubrieron el depósito de hielo en Alphonsus, Hiparco se convirtió en un lugar de segunda categoría.
—Hummm —murmuró Nigel, y se calló—. Mírala —dijo por fin—. La Tierra. Flotando allí como un ángel independizado de todas las religiones.
—Cuidado. Bautízala así y los Nuevos Hijos reclamarán la paternidad de la idea.
—No lo dudo. Ésa es su táctica.
—¿Por qué no se conforman con un mundo por vez? ¿Por qué se entrometen aquí?
—Les gusta manosearlo todo. El poder, ¿sabes?, es una droga que produce adictos.
Contemplaron su planeta, la mitad del cual asomaba sobre el horizonte moteado. Nikka arrojó una piedra por la ladera calcinada. El único ruido fue el ronroneo del aire que circulaba por sus trajes.
—Es increíble —comentó Nigel vehementemente—. Nadie se ha dado cuenta, pero ésta será la primera auténtica colonia lunar. Siempre habrá una legión de científicos hurgando en la nave accidentada, década tras década.
—Las ciudades cilíndricas ya tendrán ya su propia base. Probablemente más grande.
—¿Te refieres a su cañón electromagnético? Si al fin lo construimos.
—¿No crees que lo construirán ellas?
—Quizá. Ciertamente, los medios están entusiasmados con la idea.
—¿No deberíamos estarlo nosotros?
—Oh... —Nigel se encogió de hombros y entonces se dio cuenta de que su movimiento había pasado inadvertido dentro del traje—. Probablemente. Admito que las ciudades cilíndricas serán buenos centros industriales. Y absorberán la luz del sol y después reducirán la energía a microondas. Conversión fotovoltaica y todo lo demás. Eso será muy útil... ya sabes que están clausurando las plantas de licuado de carbón, ahora que se ha comprobado que el benzopireno es cancerígeno. Los europeos están desesperados otra vez ante la necesidad de conseguir fuentes de energía.
—¿No pueden comprar suficiente combustible de alcohol? Este año Brasil tendrá una extraordinaria cosecha de caña de azúcar.
—No basta. No pueden, ni con mucho, satisfacer la demanda mundial.
—Entonces será mejor que construyamos ciudades cilíndricas y más colectores solares lo antes posible.
—Hummm, sí, supongo que sí. Pero no es ésa la razón por la cual le pasan el plumero a la idea de la comunidad espacial y la sacan a la luz.
—¿Cuál es, entonces?
—Los Nuevos Hijos. Creo que la usan como cortina de humo.
—¿Una cortina de humo? ¿Para qué?
—No para qué, sino contra qué. Contra nosotros. Para desviar la atención y el capital de este programa.
—Oh. ¿Estás seguro?
—No. —Nigel le pegó un puntapié a una roca. Miraron cómo rodaba cuesta abajo, levantando una nube plateada de polvo a su paso, una estela que se remontaba y caía con espectral placidez—. No, eso es lo malo. Sólo puedo basarme en conjeturas, pero sí sé que las comisiones del Congreso no dan prioridad, súbitamente, a grandes presupuestos de gastos, sin que haya una buena razón para ello. Algo pasa.
—Me siento muy cándida.
—No debes sentirte así. Verás, los juegos que se desarrollan en la cúspide no son más que eso: juegos. La política, las relaciones públicas, la agresividad, el histrionismo... Todas estas palabras se han convertido en sinónimos.
—La competencia es entretenida.
—Por supuesto. “Este espectáculo se lo debéis al milagro de la testosterona”. Pero tiene que haber algo más. Algo más que un juego improductivo.
—¿Fue por eso por lo que nunca ascendiste a las jerarquías superiores? ¿Para poder utilizar libremente tu influencia en favor de lo que realmente querías... para venir aquí y volverle la espalda a todo lo demás?
—¿Eh? —El tono de Nikka lo tomó por sorpresa—. ¿Volver la espalda? No, mira... mira tu planeta de sorbete. Aquí estamos, tan lejos. Más allá de nosotros no hay nada, excepto la noche. Y el espectáculo que domina el cielo sigue siendo la vieja y condenada Tierra. ¿Volver la espalda? Seguimos mirándonos a nosotros mismos.
Esa noche, después de una sesión extenuante frente a las consolas, ella volvió a la habitación de Nigel. Éste intuyó que su copulación tenía una mayor dosis de desesperación. Sintió que la abrazaba con feroz energía, y se preguntó por qué se comportaba así. Sus movimientos sedosos, tan eléctricos, tenían vida propia. Visto como un acto estereotipado, ése era, desde una perspectiva intelectual, un lento bombeo de órganos tumefactos y viscosos, insensibles a lo etéreo. Un desprenderse del limo primigenio con espasmos involuntarios. Pero más allá de esto había una dimensión de regocijo, de regocijo airoso, con una presión quemante que le despojaba de su cómodo caparazón de formalidades. Se desarrollaba en un espacio esférico tan vehemente que las personas debían entrar por parejas: casi nadie estaba en condiciones de afrontarlo a solas.
Sin embargo, aún tumbado en el lugar donde convergían todas las líneas de Nikka, con la cabeza acunada entre sus muslos, Nigel sintió que se alejaba progresivamente de ella, del momento rampante, para replegarse entre los enigmas que le corroían la médula. Junto a Nikka experimentaba una paz abúlica, una sensación que no había vuelto a encontrar desde los tiempos de Alexandría, pero la tensión desquiciante perduraba, la doble atracción hacia esa mujer y hacia la nave caída que descansaba fuera, como si ambos fueran eslabones de un círculo invisible. Hurgó en esos pensamientos y en el nudo que formaban dentro de él, y se durmió instantáneamente, con las fosas nasales impregnadas por el almizcle salado de Nikka, con los brazos pesados y torpes como si hubieran sostenido un peso también invisible.
Se despertó en mitad de la noche. Hizo grandes esfuerzos para deslizarse fuera de la cama sin despertarla, y encendió la lamparilla de lectura del rincón.
El cúmulo de materiales que le había enviado Kardensky era imponente pero lo abordó sistemáticamente, leyendo a la mayor velocidad posible. Los misterios del pasado tenían la fastidiosa costumbre de escabullirse precisamente cuando él trataba de capturarlos. Era mucho lo que sabían, pero generalmente se trataba de una compilación de datos cuyas correlaciones sólo estaban implícitas. Una cosa era encontrar una gran variedad de herramientas, casi todas de piedra, talladas o pulidas para un uso determinado. Pero otra muy distinta era forrar ese esqueleto con carne. ¿Cómo deducir una forma de vida de un trozo de pedernal desconchado?
Casi lamentaba no haber prestado más atención a esos temas en la universidad, en lugar de haberse limitado a memorizar los apuntes inmediatamente antes de los exámenes.
Abundaban las disertaciones y los datos sobre los monos, pero había pruebas rotundas de que los antepasados prehumanos del hombre no se parecían, ni por su aspecto ni por su comportamiento, a los grandes primates modernos. El solo hecho de que Fred sea tu primo no implica que estudiando sus hábitos puedas aprender mucho acerca de tu abuelo. Todo estaba tan entretejido, era tan denso. Existía un fárrago de teorías y de mecanismos de prueba que aparentemente explicaban la naturaleza del hombre: la caza mayor, el fuego, y después la selección que favorecía a los poseedores de mayores cerebros. Y esto implicaba la dependencia prolongada de niños y mujeres, la pérdida del estro para que las mujeres siempre estuvieran disponibles e interesadas, los comienzos de la familia, de los tabúes, de la tradición. Todos éstos eran factores, hilos de la malla.
Los monos de los templos hindúes son generalmente pacíficos cuando están en la selva. Pero apenas se convierten en animales domésticos y se acostumbran a vivir en los templos, se multiplican libremente y forman grandes contingentes. Cuando un contingente tropieza con otro, tiene un acceso de cólera feroz y lo ataca. Son animales que disponen de tiempo libre: al verse privados de la necesidad de cazar han inventado la guerra. Igual que el hombre.
Nigel suspiró. Las analogías con los animales eran muy interesantes, ¿pero acaso el hombre había seguido la misma trayectoria? En verdad, el hombre era la presa más astuta del mundo. La guerra siempre había sido más excitante que la paz, los ladrones más excitantes que los policías, el infierno más excitante que el cielo, Lucifer más excitante que Dios.
Cuando les preguntan por qué viven en grupos pequeños, los bosquimanos de Kalahari responden que temen a la guerra.
Tribus, clanes, pactos. África el caldero, África el crisol. El desfiladero Olduvai. La planicie Serengeti. La Gran Fisura que circundaba el planeta, la costura de un balón gigantesco, que sajaba, retorcía, convulsionaba, las llanuras secas y polvorientas de África. Terremotos y volcanes que forzaban la migración y empujaban al cazador en busca de su presa.
Algunos afirmaban que ahí se había gestado el ritual: el gran sosiego que nace del hecho de repetir algo una y otra vez, con cada operación minuciosamente especificada. El canto adormecedor, reconfortante, los pasos estipulados de la danza, que crean un sistema en el que todo es seguro, regular, un universo de bolsillo para sustituir el mundo exterior incierto e imprevisible.
El seco chasquido que producía al volver las páginas, a medida que leía, turbaba el silencio. Hojeó rápidamente un análisis del ritual como medio de cohesión social. “Correr, vivir, saltar, bullir”. Nigel lanzó una risita amarga. “Sólo una vez y al unísono. Alegre cantar eterno amar”.
Hizo una mueca.
La cuna: una planicie seca, de color pajizo, con matorrales dispersos, conglomerados de color verde oscuro cerca de las marismas y los pozos de agua, la larga franja sinuosa de verde que bordea el curso de un riachuelo. El lenguaje de la piel, de los cuernos, las garras, las escamas, las alas. La lógica serena de los aguzados dientes amarillos y los garrotes romos. Una criatura que marcha erguida, encabezando un contingente desarrapado. La quijada y la boca salientes, un atisbo de hocico. La frente baja y la nariz chata. Trepa a los árboles, busca agua, aprende y recuerda.
Razón y asesinato. El suculento y maligno olor de la carne.
Las mujeres, que durante la cacería se quedaban rezagadas para recolectar raíces y bayas, prefieren ahora las verduras y las frutas y las ensaladas. En el restaurante del hombre el menú está compuesto de chuletas gruesas y
rosbif
poco cocido.
Una calavera, de trescientos milenios de antigüedad, con rastros evidentes de un asesinato. Pero con semejante tensión acumulada, con tanta rivalidad, ¿cómo se explica que los hombres se hayan decidido a cooperar? ¿Por qué emergieron de la cuna ensangrentada de África, convertidos en los productos de una formato talmente nueva de evolución? Del Ramaphithecus al Australopitecus Africans al Homo Erectus al Neanderthal al Walmsley, la letanía que debía explicarlo todo y que en verdad no decía nada acerca del gran misterio: por qué había sucedido lo que había sucedido.
Los genes, el empuje bruto de las circunstancias, la máquina sin remordimientos de Darwin. La flexibilidad. La complejidad de las estructuras indiferenciadas del cerebro, decían. Células nerviosas con interconexiones sutiles que no estaban prefijadas a la hora de nacer, pero que han sido configuradas por la experiencia.
Manos, ojos, postura erguida. Un chimpancé macho excitado desgaja una rama de un árbol, la blande, se alza sobre dos pies y se la lleva a rastras. Otro chimpancé lo sigue, chillando entre los árboles, arrancando ramas y agitándolas. Saltan entre las hojas verdes y aterrizan en un claro, corriendo unos metros por la hierba mustia. Es una exhibición, una celebración colectiva.