—Seguro que las cosas no pueden irte tan asquerosamente como a mí.
—No, en eso probablemente tenga usted razón.
El conductor no le había preguntado qué edad tenía. A los sin techo no les gustaba que les preguntaran demasiado. Eran desconfiados y hostiles por naturaleza. Sólo se volvían comunicativos por propio impulso, cuando saltaba la chispa y llegaban a la conclusión de que los demás actuaban sinceramente con ellos. No se les podía tomar a mal. Su único capital eran sus malas experiencias, de ahí su retraimiento y cautela.
El conductor le había dado algo de dinero al hombre y había estado charlando con él durante un rato, así, sin más. Cosas sin importancia, chistes, cotilleos, rumores. Luego lo había invitado a comer. Sólo a la segunda hamburguesa, después de que Voz de Ordenador se hubo relajado, le hizo la propuesta de dejarse fotografiar para un libro ilustrado sobre el lado sórdido de Colonia, un documento sobre el mundo de los que no tenían suerte, que pasaban frío y se morían delante de las narices de todos. Voz de Ordenador había aceptado cuando se habló de doscientos marcos. Quien quisiera su retrato, tenía que saber lo que valía.
A juzgar por su aspecto exterior, podía haber estado en Stalingrado, pensó el conductor. Probablemente ese mendigo no tuviera todavía ni siquiera los cincuenta años, pero se veía como la suma de varias vidas destrozadas.
—Eres un pedazo de mierda cuando no tienes casa —dijo Voz de Ordenador, mientras recorrían la calle que conducía al pequeño polígono industrial—. Si no puedes comprarte nada de comer, tanto más. La gente dice: «Mira a ese pobre diablo, se lo ha bebido todo, yace ahí en su propio vómito y vive en la calle. Lo mejor es que alguien así se muera.» En esos casos se miran entre sí como si hubiesen sido pillados in fraganti y se dicen: «De eso nada, no es por nosotros, es mucho mejor así para el propio desgraciado. ¿Qué ha sacado de la vida? Porque, no ha sabido hacer nada con ella, ¿no es así? Hubiese podido si hubiera querido, porque cualquiera puede trabajar. No, mejor déjalo morir, ésa es la solución, uno menos.» —El sin techo se rascó la barba—. Cualquier animal tiene más valor. ¿Sabes que una vez tuve un hámster?
—No. No me lo había contado.
—Pues sí, tuve uno. ¿Y sabes por qué? ¡Lo de menos era el animal en sí, es que puedes ganar dinero con él! Me agachaba en la calle con una caja de cartón a mi lado y lo metía dentro. Le echaba un poco de hierba, y ponía un cartel sobre la caja que decía: «Por favor, un pequeño donativo para comprar comida al animal.»
—Muy astuto.
Voz de Ordenador se rió ruidosamente y se golpeó las rodillas.
—¡Fue la mejor idea que tuve en mi vida, chaval! ¡Lo mejor de lo mejor! Había dos señoras mayores de un café, repletas de tarta de crema, que me veían allí sentado y se mostraban realmente asqueadas. Eran de esas que nunca dan nada, ¿sabes? De las que piensan que un viejo saco de mierda como yo se merece estar allí agachado y palmarla, ya que el bien amado Dios es justo. Si Él lo permite, todo está bien. Pero ese día vieron al animal. ¡Y de repente una de ellas mete las manos en el monedero, saca un billete de cinco marcos y lo arroja en la caja! ¡Cinco marcos, tío! «Mira —dice una de ellas—, la pobre criatura. No tiene la culpa de nada. Es inocente del todo.» Y entonces la otra se apresura a sacar también su monedero, pues no quiere cargar en su conciencia que esa apaleada criatura de Dios tenga que morir de hambre. Sólo que, al pensar en la criatura apaleada de Dios, ninguna de las dos pensó en mí. —Hizo una pausa—. Pensaron en el hámster. En el pequeño y pobre hámster. «Para el animalito —dicen ambas—, cómprele algo decente de comer, no tiene por qué pasar hambre.» Así son las cosas. A un animal le dan todos, por compasión. Un animal no debe morir. Ahora bien, un ser humano, qué es eso, ése sólo sabe robar, te afea la hermosa calle de tu casa y se mea encima; ¡tiene que desaparecer! Así es. No eres más que un escupitajo. Un montón de mierda. Ya no eres un ser humano.
—Eso lo vamos a cambiar —dijo el conductor.
—¿Con un libro de fotografías? —Voz de Ordenador se rió—. Sí, pues hacedlo. Me parece estupendo. ¿Sabes lo que cuenta para mí en todo esto? Seguramente te sentirás terriblemente decepcionado, chaval, pero lo único que me interesa es la pasta. Sólo la pasta. De lo contrario no lo haría.
—A todos nos interesa la pasta —dijo el conductor, sonriendo. De repente el hombre sin techo lo miró con desconfianza. —¡Eh, un momento! ¿No pretenderás fotografiar cochinadas? Nada de guarrerías de quitarse la ropa y esas cosas.
El conductor negó enérgicamente con la cabeza, dobló a la izquierda y condujo el auto a través de una puerta cochera que llevaba hasta un patio interior. Dos grandes camiones estaban allí aparcados; a la derecha había una nave de una sola planta, casi sin ventanas. Un muro alrededor aislaba el patio.
—De ninguna manera —dijo el conductor, riendo con ironía—. De todos modos, las fotos no las haré yo, sino una mujer. Voz de Ordenador se sobresaltó. —¡Uf! No sé si me interesa…
—Una hermosa mujer —recalcó el conductor—. Y por cierto, es una buena fotógrafa. Es mucho mejor que yo. Tengo que admitirlo.
El mendigo lo miró con expresión de duda.
—Pero esa mujer no querrá que me quite la ropa, ¿no? Yo no hago esa basura del pomo, te lo advierto desde ahora.
—No temas. Todo es absolutamente serio. ¡Palabra de honor!
Voz de Ordenador se pasó los dedos por el abrigo como si quisiera frotar la piel de la palma de sus manos. De repente, sin previo aviso, volvió a soltar una de aquellas carcajadas suyas que dejaban a la vista sus dientes amarillos.
—Me da igual. ¡Eso es bueno para mí! Entonces, pequeño, ¿vamos a resolverle ese problema a la señora, no es así?
—¡Y de qué manera!
El conductor rió con gesto conspirativo. Bajaron del coche, caminaron a través del patio en dirección a un edificio y entraron a través de una puerta de acero que el chófer cerró a sus espaldas. Se vieron en una nave espaciosa iluminada por tubos de neón. En la parte trasera de la edificación, algunas puertas conducían a unas habitaciones. Excepto por una mesa y algunas sillas, la nave estaba casi sin amueblar. En cambio, en el centro, reposaba una cosa gigantesca con forma de vagón de ferrocarril, dos aparatos de aspecto técnico y una caja de brillo metálico y dimensiones imponentes. Debía de tener unos diez metros de longitud. A unos pasos de la curiosa estructura se erguía un andamio de metal en cu va punta brillaba algo. Unos raíles se extendían desde el vagón —o lo que fuera— hasta llegar a una pared. Voz de Ordenador miró con curiosidad. No tenía ni la más remota idea de qué era aquello, pero ¿qué podía saber él a estas alturas del progreso después de pasar tantos años y décadas viviendo en la calle?
Una mujer se acercó a ellos; era delgada y de mediana estatura, con un rostro atractivo y cabellos rubios y largos.
—De modo que es usted nuestro
top model
—dijo cordialmente la mujer, al tiempo que le extendía la mano—. Me alegra mucho tenerle con nosotros.
Voz de Ordenador miró inseguro al conductor, tomó vacilante la diestra que le ofrecía la mujer y la estrechó pausadamente.
—Yo… primero quería lavarme —dijo el hombre.
—¡Por favor! —dijo la mujer haciendo un gesto negativo con la cabeza—. Lo único que cuenta es que esté usted con nosotros. Le estamos muy agradecidos.
—Pero yo no soy un guarro, señora. —El sin techo intentaba mantener una actitud digna, mientras comenzaba a desnudar con los ojos a su interlocutora—. Quiero que lo sepa.
—Claro que no lo es. De eso no me cabe la menor duda. —La fotógrafa extendió los brazos—. Pues bien, ¿qué le parece? ¿Comenzamos de inmediato? Por desgracia, tenemos alguna prisa.
—Eh… Un momento. ¿Tan rápido?
—Sí. ¿Por qué no?
—¿Y la pasta?
—Oh, por supuesto. Es lo primero que haremos. —La mujer arrojó una breve mirada al conductor, que metió la mano en el bolsillo de su chaqueta y le entregó a Voz de Ordenador dos billetes de cien marcos. Al ver el dinero, el sin techo mostró una risa de oreja a oreja.
Claro, guapa, seguro. ¡Todo está arreglado! ¿Qué quieren que haga? ¿Debo hacer una rueda? ¿El pino? ¿Arrancar árboles de raíz?
El conductor se apoyó en la enorme caja y lo observó pensativo. Entonces señaló a la pared situada enfrente con la puerta de acero.
—Pensábamos hacer algo en movimiento. Se trata de fotografiarle a usted con la mayor vitalidad posible. Lo mejor sería que viniera usted caminando desde esa puerta en dirección a nosotros mientras tomamos un par de fotos. Camine sencillamente en dirección a esa caja.
—¡Mis energías son infinitas, chaval! —graznó Voz de Ordenador y comenzó a saltar por todo el recinto de un modo torpe—. ¡Ponme otro billete azul como éstos en la mano y tendré más energía que una maldita central nuclear!
—Gracias, estamos absolutamente satisfechos. —La fotógrafa había caminado hasta la mesa y regresó con una cámara—. ¿Está usted listo? —¡Sí, señora!
—Estupendo. Entonces, comencemos. Es muy sencillo. Camine a un ritmo totalmente normal. No corra.
—¿Cuándo? ¿Ahora?
—Primero vaya hasta el portón.
Voz de Ordenador dejó de bailotear y caminó torpemente hasta la pared del fondo, donde se dio la vuelta.
—¿Ahora?
—¡Aguarde un instante! —La mujer levantó la cámara hasta la altura de su rostro e hizo girar el objetivo. Bajo la luz crepuscular del techo situado sobre sus cabezas, algo del tamaño de una cámara de vídeo comenzó a filmar.
El mendigo señaló hacia la cámara de la fotógrafa.
—¡Es un teleobjetivo! —exclamó—. ¿Es caro, no?
—¡Exactamente! ¡Es un teleobjetivo y es muy caro!
—Eh, ¿tendré una de esas fotos? Me gustaría tener algunas de las fotos, ¿me escucháis? ¡Quiero tenerlas todas!
—¡Tendrá el mejor disparo de su vida! —dijo riendo la fotógrafa.
—¿Me lo promete?
—¡Por supuesto que sí! Muy bien, ahora venga. ¡En marcha!
El mendigo se balanceó un instante sobre sus talones, como si no pudiera decidirse sobre el pie con el que debía comenzar a andar. Luego se aproximó a la mujer con paso inseguro.
—Yo estoy… —dijo, graznando.
La fotógrafa apretó el obturador. De la caja salió un siseo. Al mismo tiempo, se produjo un ruido no muy sonoro, cuando la cabeza del mendigo saltó en pedazos en una nube de sangre, sesos y fragmentos de huesos. El cuerpo pareció querer seguir andando durante unos segundos, como si nada hubiese ocurrido. Los brazos se movieron al ritmo de un andar pausado, pero entonces el torso impuso su peso, se torció a un lado y cayó al suelo. Los dedos de la mano derecha se crisparon como si intentaran encontrar algo a lo que aferrarse.
—Notable —dijo Mirko desde la caja.
Jana se acercó al cadáver y se agachó junto a él. Observó detenidamente la herida abierta. Del lado derecho, la cabeza y el cuello habían sido arrancados del todo; del otro lado colgaban todavía un pedazo de mandíbula y una oreja. Un charco de sangre se extendía entre los omóplatos del hombre.
—Es casi como lo había esperado —dijo la mujer.
—¿Está segura de que el impulso no pierde fuerza cuando la distancia es mayor?
—Absolutamente segura. Estaremos a tres kilómetros de distancia del objetivo. Y yo había calculado entre cinco y seis. La prueba ha sido satisfactoria. El resultado en junio será el mismo.
Mirko asintió.
—Tengo que darle fe de mi admiración —dijo él—. Sinceramente, Jana, la admiro.
Jana se encogió de hombros. Caminó hasta la mesa y dejó allí la cámara. Luego se dio la vuelta hacia Mirko y lo miró. El rostro de la mujer no dejaba entrever ninguna expresión.
—Se lo agradezco, pero mejor guarde su admiración para dentro de cuatro meses.
Mirko sonrió.
—Por supuesto. —Su mirada se dirigió entonces al cadáver—. Debemos limpiar esto.
Algo le decía que eran exactamente las siete y cincuenta y un minutos, pero se veía incapaz de comprobarlo.
Para decirlo más exactamente: no veía absolutamente nada. Alguien descansaba entre sus brazos, eso era lo único que sabía, pero sus ojos no se querían abrir. Para tocar a ese alguien, observarlo y asegurarse de su presencia, hubiese necesitado poseer algún control sobre su cuerpo. Pero ni aun con la mejor voluntad, hubiese podido O'Connor mover el dedo meñique. Yacía en el lecho completamente rígido, incapaz de pestañear siquiera, mucho menos de abrir los ojos y tomar las riendas de sus capacidades motoras.
Antes le provocaba pánico despertar y comprobar que su conciencia habitaba en un árbol muerto. Le venían a la mente las historias de Edgar Alan Poe sobre hombres enterrados en vida, sobre muertos vivientes y personas que estaban completamente paralizadas y atrapadas en sus cuerpos, al punto de que las mazmorras del conde de Montecristo eran los más lujosos salones de sociedad en comparación con ellas. Nadie había sido capaz de explicarle de dónde provenía esa rigidez momentánea, y lo que era aún peor: nadie le creía. Sus médicos intentaron convencerlo en repetidas ocasiones de que sólo era cosa de su imaginación, que en realidad se encontraba en medio de una tremenda pesadilla. Le hacían comentarios sobre el efecto poco saludable de un excesivo consumo de alcohol, y todos ellos poseían gafas bifocales inteligentes cuyo único fin era dirigirle miradas reprobadoras por encima de los cristales. Por lo visto, nadie podía imaginar lo que significaba despertar y verse condenado a la inmovilidad absoluta, sin siquiera poder gemir o lloriquear.
Al principio O'Connor había conseguido liberarse de esa cárcel propia, creando una enorme tensión interior e intentando girar por lo menos una mano o un pie, aunque fuera muy poco. Una vez que se rompía el hechizo, podía suceder que las cadenas de la inmovilidad saltaran de repente y sin previo aviso, y él se incorporaba de un salto, enterraba los dedos en la almohada y contemplaba el punto más cercano, respirando con violencia y lleno de felicidad al tener de nuevo el dominio sobre su cuerpo. Desde hacía algún tiempo, sin embargo, lo conseguía cada vez con menos frecuencia, razón por la cual había desarrollado un método nuevo para poner fin a ese horror catatónico. El cerebro era un ordenador. Por lo tanto, O'Connor probaba a reiniciarlo. Cuando su cuerpo se quedaba muerto, se veía obligado a quedarse dormido de nuevo y a situarse en ese mundo intermedio que se negaba a liberarlo todavía. En cuanto dejaba de luchar contra la rigidez, se tranquilizaba momentáneamente y sólo sentía un vago recelo contra la muerte, siempre bajo sospecha de estar realizando un ensayo general, y el temor de ceder otra vez al sueño eterno y abandonar el planeta sin haberse divertido lo suficiente. En realidad, hasta ahora siempre se había despertado cada vez que aceptaba las reglas, y ésa era la razón de que esa mañana tampoco se sometiera a un esfuerzo demasiado grande para actuar en contra de dicha sensación. Su conciencia flotaba a la deriva en un mar de morfina, y por allí deambulaba el fantasma de Paddy Clohessy, como un Holandés Errante que lo atraía hacia los oscuros abismos del pasado.