Casi nadie hubiera podido comprender por qué alguien como él tenía problemas. Era brillante, bebía y flirteaba por todo el mundo, tenía una aventura tras otra. Hasta meditó brevemente sobre la conveniencia de hacerse homosexual, si bien lo descartó de un modo categórico. Volvió a la bebida y a los amores con mayor intensidad, permitiéndose cualquier ataque imaginable contra su entusiasta entorno. Cuanto más callaban los otros, más leña repartía él. Nadie le replicaba. Su padre, al que había superado hacía tiempo en riqueza y popularidad, le hacía indecisas recriminaciones. A él le daban lo mismo y ni siquiera la perspectiva de ser desheredado hubiese podido introducir una piedra en aquel lecho de plumas sobre el cual Liam se desperezaba. Al igual que sus padres, ahora él también pulía la superficie de su existencia. Ninguno podía hacer reproches justificados.
Después de todo, Liam O'Connor tenía el tipo de diversión que hace que la amargura sea deliciosa, como un poco de jugo de naranja en un trago de ron Bacardí. De modo que todo era una delicia.
La fatalidad de ese papel que había escogido era que cuando algo lo emocionaba realmente se le escapaba. Lo irritaba conmoverse. La aventura de la emoción era lo único que le resultaba ajeno. Por mucho que la hubiera añorado en tiempos pasados, sentía un gran miedo, de un modo imperceptible, ante las obligaciones de los sentimientos. Temía ser vulnerable y no poder repartir veneno, sino ser envenenado él mismo. La mayoría de las veces restaba importancia a lo que le preocupaba. Se negaba a que su repulsa por la guerra y la violencia pudiera salir de su hastío de los seres humanos, sino de una humanidad profundamente sentida. Ayudar con todas las fuerzas propias a alguien totalmente desamparado formaba parte de esas cosas que admiraba por encima de todo, pero cuando la conversación giraba en torno a las miserias humanas, se mostraba más bien dispuesto a declarar a la humanidad como algo superfluo en lugar de expresar su compasión.
Liam O'Connor, el cínico, se había anestesiado con su propio veneno. Su conciencia sólo dejaba pasar las cosas que hacían agradable la vida. ¿Qué diferencia había si ésta terminaba dentro de cien años u hoy mismo, en el Teatro de la Ópera de Dublín o en una agradable taberna en la costa occidental de Irlanda, donde los pescadores y los campesinos sostenían la barra para evitar que se cayera? Lo principal era terminar con estilo y de una manera divertida.
Pero no terminaba. La vida lo atraía como si quisiera ponerle delante de los ojos la irrelevancia de todo lo que había conseguido; lo arrastraba hacia el fondo de sí mismo y le imponía esa rigidez. «Si ya nada te mueve, Liam O'Connor —parecía querer decir aquello—, entonces no podrás moverte, ¡pero tampoco podrás escaparte tan fácilmente! Vivirás, te morirás de diversión, un día lejano. Hasta entonces, debes vivir rígidamente en tu hastío y tu insignificancia, ése es tu destino y así ha sido decidido.»
¡A menos que abras los ojos y te despiertes de una vez! ¡En ese orden, profesor Liam O'Connor!
Alguien reposaba en sus brazos, se movía, se apretujaba contra él. Era una mujer muy alta y hermosa con el nombre de Kirsten Katharina Wagner. Con eso se había quedado. Una mujer que no se gustaba a sí misma, que se consideraba delgada, demasiado alta y huesuda, pálida y poco atractiva. ¿Por qué razón? Ella lo había acariciado sin que él supiera muy bien cómo. No habían hecho el amor, y a él le encantaba que no hubiera sucedido, del mismo modo que le gustaba la idea de que lo harían en cualquier momento, posiblemente cuando él consiguiera dominar esa rigidez y estuviera en condiciones de superarla.
Reflexionó sobre la posibilidad de estar enamorado. Curiosamente, no tenía esa impresión. No obstante, el conocimiento de estar vivo le divertía tanto esa mañana como hacía mucho tiempo no lo hacía.
El doctor Liam O'Connor abrió los ojos y levantó la cabeza.
Lo primero que vio fue una melena enmarañada de cabellos dorados. Esa masa de cabellos fue cobrando vida, hasta que Kika Wagner lo miró parpadeando con unos ojos que daban fe del exceso de whisky consumido y de la falta en cuestiones de borrachera.
—¿Qué hora es? —le preguntó ella con una voz en extremo curiosa, muy por debajo del sonido habitualmente perceptible.
Liam O'Connor la contempló.
—No es demasiado tarde todavía —dijo—. Eso creo.
Durante el desayuno tuvo que hacer un esfuerzo para no sonreír constantemente. Muy pocas veces había dormido tan poco y pocas veces también había disfrutado tanto.
El hombre más hermoso de Irlanda la miraba como si prefiriera comérsela a ella en lugar del panecillo que tenía en sus manos. En la comisura de sus labios, una risa se estremeció poco antes de la explosión. O'Connor parecía completamente sobrio, mientras que Wagner, que había pasado unos veinte minutos bajo la ducha, todavía se sentía como una destilería andante.
Esa mañana le hubiese gustado recuperar lo que habían reprimido durante la noche, pero su agenda no se lo permitía. Fue así como Wagner desapareció en el cuarto de baño y se desvistió; estuvo luego inmóvil bajo el chorro de agua caliente para aparecer más tarde, vestida otra vez. O todo o nada. O'Connor, por su parte, se comportó como un caballero y no mostró ninguna de sus «vergüenzas». Cualquier otra cosa hubiera significado forzosamente faltar a la cita en el campo de golf y sacar de quicio a Kuhn.
De modo que se fueron a desayunar.
Kika se preguntó cómo podía estar tan ciego el editor como para no darse cuenta de que ella llevaba puesto el mismo vestido de la noche anterior. Con toda seguridad, no se le había escapado que alguien en la mesa tenía un aliento terrible, pero O'Connor y su reputación se anticipaban a cualquier sospecha y la despojaban de toda culpa. Como estaban sentados uno al lado de la otra, la fuente del aliento no podía localizarse tan fácilmente, y Kuhn, por lo visto, no dudaba lo más mínimo de qué boca emanaba aquel inconfundible olor a matarratas. Por otra parte, cualquier observador atento habría sabido interpretar las miradas que O'Connor y Wagner se intercambiaban continuamente. Pero también en esto le servía de ayuda la naturaleza de Kuhn. Kuhn tenía hambre, y en tales momentos no era un observador atento. Se zampaba su plato y conseguía hablar al mismo tiempo que tomaba café. En otras circunstancias, a Wagner se le hubiese revuelto el estómago. Hoy, sin embargo, el editor hubiese podido gruñir y arañar la mesa sin que hubiese conseguido interrumpir su buen humor.
La mirada de Kuhn. sólo se agudizó una fracción de segundo en el momento en que ambos hicieron su entrada. Fue un breve amago de mal humor, sustituido por la obvia sensación de alivio al ver a O'Connor. Cuando miró a Wagner, el interrogante en sus ojos fue respondido con un encogimiento de hombros. El editor carraspeó, y a continuación llegaron los saludos en un tono aflautado de camaradería y cordialidad.
—¡Bueno, Liam, chavalote! No pudo usted aguantar mucho tiempo anoche. ¿Nos estamos haciendo viejos?
—Lo siento sinceramente. —O'Connor no parecía sentir ningún tipo de remordimiento—. En realidad debo decir que los viajes me destrozan. Me había propuesto hacer grandes cosas, pero al final triunfó el cansancio.
—Espero que por lo menos haya dormido bien.
—Oh, muchísimas gracias. En seguida lo tuve todo bajo control cuando me acosté.
Obviamente, Kuhn no se enteraba de nada. Sonrió con cierta sorna y bajó la voz.
—Hubo por lo menos una persona que lamentó muchísimo su temprana partida —dijo.
—¿En serio? —O'Connor frunció el ceño—. Bueno, transmítale a esa dama mis disculpas. Creo que usted sabe que jamás la hubiese rechazado.
Y eso fue todo, nada más se dijo sobre el asunto.
El cuarto hombre que estaba sentado a la mesa esa mañana, hizo superfluo todo comentario sobre el transcurso de la noche anterior. Era Aaron Silberman, el compañero de lucha de Kuhn en la obtención de entrevistas durante el tiempo que había pasado en Washington. Era un negro de aspecto amable, con la cabeza medio calva y algunos kilos de más en la zona de las caderas. Su alemán era mediocre, por esa razón comenzaron a hablar en inglés, después de que Kuhn lo hubiese presentado.
—Llega usted en el momento justo —dijo Silberman—. Estábamos hablando precisamente de usted.
O'Connor hizo como si se sobresaltara.
—¡Espero que hayan estado comentando cosas buenas!
—No hay nada bueno que decir de usted, Liam —dijo Kuhn con la boca llena—. Salvo, quizá, que es usted un genio.
Está siendo injusto conmigo. —O'Connor adoptó el aspecto de inocente ofendido—. Escuché durante dos horas los análisis sobre el sentido o el sinsentido de la cumbre, análisis que intercambiaban de un lado a otro los estimados participantes en la velada de anoche; he resistido los intentos de una actriz ya no tan joven de introducirme en los secretos del sexo para pensionistas y, a todas estas, tuve poca ocasión de hablar con la señora Wagner. Fui tolerante y valiente.
Silberman sonrió. Obviamente, Kuhn había estado desahogándose con él, pero puesto que era impropio dejar escapar algún comentario sobre el asunto, el tema no tuvo continuidad.
—Los resultados de sus estudios suenan como algo asombroso —dijo Silberman—. Tendrá que perdonarme que no sepa mucho de física, doctor O'Connor, pero…
—No tiene mayor importancia. Yo no entiendo absolutamente nada de política.
—Franz me contó que usted ha conseguido detener la luz. ¿Puedo preguntarle con qué propósito se hace algo así?
—Por supuesto. No se trata de detener, sino de domesticar la luz. Los fotones son unos portadores de información ideales. Cuando la luz obedece, podemos trabajar con ellos, acelerar las informaciones, desviarlas a nuestro antojo. Esa idea debería de acelerar el ritmo cardíaco de cualquier periodista, ¿no es así?
—Sin duda. —Silberman bebió un sorbo de café—. En lo que a mí respecta, esa desaceleración me parece particularmente atractiva. O digamos mejor que el manejo prudente de las noticias tendría como consecuencia que no nos embrutezcamos aún más con ellas.
—¡Uy! —exclamó Kuhn.
—¿No está usted sentado en el regazo del presidente? —preguntó Wagner—. Es sin duda agradable ser el primero que aparece en la foto.
Silberman hizo un gesto de rechazo.
—No nos enteramos de las cosas antes que los otros. No tenemos la inmediatez necesaria para los tiempos que corren.
—Es cierto —dijo Kuhn—. Clinton ya estaba con los pantalones bajados en internet cuando el Despacho Oral se llamaba todavía Despacho Oval.
—Y precisamente en ello radica el problema, doctor O'Connor —continuó Silberman—. Internet es una cosa fantástica, pero tiene la desventaja de que con ella se puede divulgar por todo el mundo cualquier tontería de la noche a la mañana. Nosotros no podemos investigar con la misma rapidez con la que se influye sobre la opinión pública. ¡La misma que se deja influir!
Wagner comenzó a comerse un huevo con una cucharilla.
—Pobre humanidad, malvados medios de comunicación.
Kika no tenía muchos deseos de charlar sobre esos temas esa mañana. Pero no había ninguna manera de cambiarlo. Kuhn y Silberman en una misma habitación no dejaban sitio para nada más.
Silberman se encogió de hombros.
—Los medios de comunicación no son ni buenos ni malos; simplemente, están ahí. Por lo demás, son ésos, precisamente, los medios que merece un pueblo gobernado de forma democrática. Es un error creer que podemos influir realmente en algo. Somos tan sólo un eslabón de la cadena y en cierto sentido estamos predestinados a permanecer ajenos. No lo digo en ningún modo para justificar a las ovejas negras de la profesión, que causan un daño sin igual; pero para entender los medios estadounidenses, tiene que entender usted primero a los americanos.
—Eso intento desde que supe de la existencia de Estados Unidos —dijo O'Connor al tiempo que le servía café a Wagner—. Hasta el día de hoy sólo sé que Colón se equivocó de ruta.
—Explícaselo, Aaron —dijo Kuhn.
—No deseo aburrir a nadie esta hermosa mañana —dijo Silberman en tono cortés.
—No lo haga —respondió Wagner—. No tendría usted que asombrarse en ese caso de que el doctor O'Connor se ponga de pie en medio de la explicación y abandone el recinto para no regresar en varias horas. Él se interesa por todo al mismo tiempo, y ése es su dilema. ¿No es cierto, Liam?
O'Connor torció el gesto. Wagner le dedicó una amplia sonrisa. Silberman hizo una pausa y miró a Wagner y a O'Connor. En ese mismo momento lo supo, pero eso no le molestó lo más mínimo.
—Bueno, es muy sencillo —explicó Silberman con cierto asomo de diversión en sus facciones amables y anchas—. En lo más profundo de su ser, el norteamericano es gregario. La participación sin restricciones. Si ha visto usted una clásica película americana del Oeste, sabe a lo que me refiero. Alguien visita a la familia del rancho vecino, el nieto y el abuelo se cuentan las últimas novedades, toman algo juntos o se gritan. La moral del individuo es la moral de todos, y al revés; todo el mundo mete las narices en los asuntos de todos, todo es público. ¿Y qué pasa en la actualidad? Pues que todos vivimos solos en casa. Nuestros vecinos nos resultan unos extraños. ¿Con quién vamos a rajar? ¿Sobre quién? Por eso nos buscamos nuevos vecinos, personas de la vida pública, actores, políticos. Ellos nos visitan en la televisión cada vez que nos viene en gana, y cuanto mayor es la frecuencia con que lo hacen, tanto más nos comunicamos con una caja. El único problema es que cuando el americano, al que tanto le gusta participar, le grita a su televisor, éste no le devuelve los gritos, y por eso existe gente como nuestro Gran Inquisidor, el fiscal Kenneth Starr, que asume el papel de gritar.
—Bueno, eso está bien —dijo Wagner—; pero lo que surge de ahí, quiero decir, lo que los medios hacen con ello, es una mezcolanza bastante repugnante.
—Claro que lo es. Pero eso también es el resultado de lo que la gente quiere. Datos y ficción, entretenimiento e información, arte, ciencia, cultura real y reportajes sensacionalistas de mala calidad, todo se cuece en una misma papilla en cuya cocción todos participan de mala gana. ¿Acaso en Alemania las cosas son esencialmente distintas? Por supuesto que algunas monarquías democráticas como las de Inglaterra u Holanda pueden compararse con la familia presidencial estadounidense. La monarquía es un tema de la prensa del corazón. ¿A quién le interesa saber nada sobre un aburrido primer ministro? Los americanos, precisamente, han convertido a sus políticos en monarcas. Los asuntos privados de Clinton alimentan el periodismo sensacionalista. Gracias a eso sabemos ahora, por ejemplo, que nuestro presidente padece el mal de Peyronie…