—¿Para quién, Kika? Sólo importa mi pequeña vida insignificante. ¿Quién gana algo con que yo me tome las cosas en serio?
—Podría existir alguien.
—Puede ser. Pero nadie está en el mundo para corresponder a las fantasías de otro.
—Perdón —dijo ella en voz baja—. Claro, es tu vida. Lo había olvidado por un momento.
—¡Eh, Kika! —O'Connor le tiró de la oreja—. Esta noche hemos volado. Y volaremos de nuevo. ¿Me querrías todavía cuando mis pies vuelvan a tocar el suelo?
—Yo sólo quisiera que pudieras quedarte arriba por tu propia voluntad.
O'Connor guardó silencio nuevamente. Wagner se incorporó y apoyó el cuerpo sobre los codos.
—No quiero reprenderte —dijo ella en voz baja.
—No lo estás haciendo.
—¿Existe algo que te impresione aunque sea un poco? —Justo después de haberla formulado, Kika se molestó por la transparencia de su pregunta—. Quiero decir, ha habido una guerra —añadió, a fin de escapar hacia otro terreno—. Nosotros estamos aquí acostados y nos sentimos felices, pero en otra parte…
O'Connor frunció el ceño.
La sonrisa desapareció de su rostro.
—¿Dónde está esa otra parte? Esa otra parte no está aquí.
Esa otra parte es hipotética; está siempre, únicamente, donde yo quiero que esté.
—Otra parte es cualquier parte —dijo ella, obstinadamente.
O'Connor se dio la vuelta hacia un lado.
—¿Crees eso realmente? —preguntó él.
—Sí.
—Muy bien. Pues entonces déjame contarte algo sobre esta cumbre de la que todos están tan orgullosos aquí. ¡Eso es «otra parte»! Si yo fuera un harapiento kosovar desplazado que estuviera ahora mismo en el infierno del campo de refugiados de Blace, pensando dónde están su hermana y sus padres, si todavía estarán con vida, no podría haber ninguna otra parte más extravagante que esas pomposas celebraciones en vuestra bella ciudad de Colonia; sólo porque un loco que constituye un peligro para todos ha asegurado que va a encadenar a sus perros ávidos de sangre. Estoy impresionado. ¿Qué pasó con esa «otra parte» en el caso de Ruanda? ¿O en el del Kurdistán? En nuestras ciudades hay hombres y mujeres que se queman en plena calle porque sus parientes son masacrados en alguna otra parte, o porque tienen todos los días miedo a tropezar con una mina y a perder sus extremidades. Sin embargo, hay una «otra parte». La pequeña diferencia consiste en que Yeltsin no amenaza con la guerra mundial y los estudiantes chinos no queman banderas estadounidenses. Nunca compartimos el miedo de los otros. Sólo confundimos su miedo con el nuestro.
—¿No habías dicho que todo eso te dejaba indiferente?
—Y así es. No se me da muy bien lo de sumirme en la desesperación a la vista de un sinnúmero de guerras, conflictos y crímenes, incendios de bosques e inundaciones. Ésas son imágenes de la televisión. No conozco a esa gente. Me asquea la mecánica que funciona detrás de todo, y de eso se trata, precisamente. Podrás reprocharme que sea un cínico o un desalmado, pero nunca podrás pillarme en una mentira. Detesto mentir, y por eso detesto esa otra parte que está delante de nuestras narices. La verdadera «otra parte» está en lo que sucede al doblar de la esquina de nuestras propias ciudades, pero preferimos hacer pagar nuestra indiferencia a cualquier rincón del mundo, situado en el lugar más recóndito posible.
—¿Y es ése un motivo para no comprometerse? ¿Kosovo, Kuwait, Ruanda? ¿No tienen ningún interés?
—No me vengas con cuentos, Kika. No deseábamos otra cosa más ardientemente que Milosevic no provocara más desplazados y suspendiera sus purgas para que a nosotros no nos sucediera nada. Por eso nos sentimos de repente tan próximos a los kosovares, porque teníamos miedo a una escalada bélica provocada por la OTAN. Ninguna nación deseó esta guerra. Inglaterra está hasta las narices de sus forcejeos con el IRA, los británicos quieren mantener su tranquilidad; sin embargo, de repente, Yeltsin se pone a filosofar sobre la tercera guerra mundial, y entonces tienen que comprometerse, sólo porque la gente como Tony Blair no necesita romperse mucho la cabeza sobre cómo y dónde van a sobrevivir en el peor de los casos. En discrepancia con la voluntad de la población, el primer ministro británico entona entonces el himno de la afectación, lo mismo que vuestro canciller Schróder y vuestro ministro de Defensa, Scharping; o como ha hecho también vuestro ministro de Exteriores, ese ecologista trasnochado, o como el propio Bill Clinton, cuyos conocimientos acerca del país sobre el que sus aviones arrojan bombas, matando tanto a culpables como inocentes, no deben de ser mayores que los que poseo yo sobre la Tierra del Fuego o sobre Senegal. De un modo igualmente conmovedor habló este último sobre las brillantes perspectivas de un bombardeo sobre Yugoslavia, ya que allí hay mejor tiempo en mayo que en abril. Y también sabía que en junio el tiempo allí es todavía mejor que en mayo, ¡maldita sea! ¡Primera clase de geografía! ¡Pueden sentarse! Esa es la «otra parte» del presidente. ¿Te parece todavía tan reprobable que exprese abiertamente mi desinterés por todas esas catástrofes internacionales, desastres y guerras? No, nada de eso me importa. Yo no estaba allí. Yo sólo veo las imágenes de la tele. Gracias por preguntar. Yo estoy estupendamente.
Wagner lo miraba fijamente, perpleja. O'Connor había hablado con rabia. Se había sentido atacado, pero a diferencia de otros momentos, no había reaccionado con altanería ni burla. Había conseguido sacarlo de su cascarón. Saberlo le proporcionaba cierta satisfacción. De repente se vio tentada a sonreír con ironía. Se dio la vuelta hacia él y se apretó contra su brazo, hasta que O'Connor accedió y ella pudo meter su cuerpo por encima del suyo.
—Y bien —dijo ella—. ¿Qué significa eso?
—Significa que te he pillado.
—Dime, ¿en qué me has pillado?
—Tu interés.
O'Connor alzó una ceja. En ese momento se daba cierto aire a lo David Niven a la vista de un grave peligro: un poco irritado, pero con una obvia preocupación por su ropa.
—Por lo que parece, lo tienes.
—¿Y qué se infiere de ello?
O'Connor vaciló.
—No sé lo que se infiere de ello. Sólo sé que esta tarde no tenía que trabajar.
—¿Qué?
—Yo no tenía que trabajar. Será la primera y la última vez, te lo puedo jurar mil veces, pero te he mentido. Esta tarde no tenía nada que hacer. Nada de nada.
Poco a poco, Kika fue comprendiendo.
—¿Y entonces… por qué…?
—Tenía miedo.
—¿Miedo?
—Tenía miedo de perderte en el momento equivocado. El mismo miedo que tú, según creo.
Kika apartó la vista, lo miró de nuevo a los ojos, apartó otra vez la mirada. «Oh, Dios mío —pensó—. ¡Oh, Dios mío, esto no puede suceder! ¿Qué vamos a hacer? Yo no puedo enamorarme de ti, Liam O'Connor, loco borracho, engendro de una fantasía nihilista, estoy feliz así y quiero seguir estándolo; por favor, ayúdame, no me dejes sola, sostenme, déjame ir!»
Demasiado tarde.
De modo que entonces tenía que suceder.
Y sucedía.
Había sucedido.
—Acuéstate conmigo —dijo ella.
¿Qué vida estaban viviendo? Como el loco Sweeny, revoloteaban de un tema a otro, ponían las tardes de amor y las miserias de la fuga bajo la protección de un viejo roble, se creaban un capullo para protegerse del mundo —del mismo modo que todos se habían creado el suyo—, y en lugar del fragor de los cañones, allí sólo se oía el familiar arrullo del viento en el ramaje; en lugar de edificios en llamas, sólo existía el calor de sus cuerpos.
Las manos de O'Connor la sostuvieron por la cintura. Ella se sentó a horcajadas sobre él y empezó a estremecerse.
Esa noche ella no le dijo que lo amaba. Él tampoco le dijo nada parecido.
Karina Potschova. Teresa Baldi. Laura Firidolfi.
Una decena de identidades distintas poblaban la oscura habitación de elegantes muebles en el Hoppers, un refinado hotel del centro de la ciudad de Colonia. Muchos fantasmas encerrados en una no—persona llamada Jana, que yacía vestida sobre el lecho, con los ojos abiertos y sumidos en una profunda reflexión.
La única que allí faltaba era Sonja Cosic. En los últimos tiempos se ausentaba con suma frecuencia. Pero así estaba bien. Su presencia sólo traía problemas. Cada vez que Sonja se les unía, Jana recordaba ser una invención, una mera criatura compuesta a partir de ilusiones y necesidades apremiantes. Desde el día en que Jana aceptó el encargo, se reprochaba el haberse independizado y haber olvidado el motivo de su creación, acusaba a la propia Jana de traición y la hacía responsable por la escalada de todas las miserias del mundo. La veía como un obstáculo cuando se trataba de hacer algún negocio.
Durante años las cosas habían sido diferentes. La criatura había aprendido a vivir en conformidad con su creadora. Como un gólem, Jana había realizado una cantidad enorme de trabajo sucio para garantizarle a Sonja un respaldo económico. En todo ese tiempo se habían complementado muy bien. Sonja podía sentir rabia y tristeza, odio y amor. Jana no sentía casi nada de eso. Ella valoraba la profesionalidad y la precisión. En el transcurso de los años, le había quitado la vida a algunas personas, a fin de darle a Sonja lo que necesitaba. Dinero para la creación de una milicia propia siguiendo los dictados del gran presidente que uniría la herencia fragmentada del país y le señalaría a cada cual el lugar que le correspondía. Ella había querido formar una tropa fuerte, pero justa, que sólo aplicara la violencia donde fuera perfectamente legítimo, no como las bandas de carniceros agrupadas en torno a Arkan y a Dugi. Era el acuerdo perfecto.
Pero con cada disparo que Jana efectuaba a un objetivo, Sonja se volvía cada vez más vacilante. Su fuerza desaparecía, su seguridad daba paso a una duda punzante. Finalmente, se había transformado de nuevo en una niña, y como todos los niños, se había convertido en la esperanza personificada de que no podían surgir seres humanos malvados de los seres humanos pequeños, con lo cual había reclamado para Sonja varios años de vida. Hacía apenas seis meses, la voz de esa mujer con tantas personalidades le había dicho a Silvio Ricardo: «Sonja Cosic está ahora mismo de pie, con el puño en alto, en una colina de la Krajina y todo en ella clama por seguir esa llamada. No podemos dejar que se nos siga degradando a figuras marginales y a errores de la historia. Los serbios siempre han sido las víctimas.» Lo había dicho sin comprender que hacía mucho tiempo Sonja había depuesto las armas, asqueada por el rostro desagradable del genocidio. Y Ricardo, con su conmovedora preocupación, también había interpretado mal la señal, viendo que la guerrillera podía poner en peligro a la terrorista profesional, al dejarse guiar por el odio y la desmesura.
Jana sabía que ambos se habían equivocado. Al final de la historia no habría un mundo mejor, ningún pueblo sagrado salvado, ninguna herencia recuperada, ningún grito de justicia y ni siquiera un símbolo de rabia, sino, simple y llanamente, veinticinco millones de dólares. Ni más ni menos. Jana y Sonja se destruirían mutuamente para hacer sitio a alguien nuevo, alguien que no tendría pasado, aunque sí, posiblemente, un futuro.
Jana y Sonja.
La muerte era indivisible.
Ella levantó la mano derecha, se la llevó al rostro y movió los dedos.
Un tenue murmullo penetró en su oído.
Sin prisa alguna, se volvió hacia la mesilla de noche, agarró la RANA y estableció la conexión.
—Resuelto —dijo la voz de Mirko—. Estoy en su piso. Pero tenemos un problema.
—¿Qué problema?
—Había alguien más fisgoneando. Los tortolitos parecen haber volado al bosque, pero en su ducha había un tipo escondido.
—¿Vio acaso cómo…?
—No. Pero tampoco sé, por supuesto, si se ha enterado de algo más. Lo cacheé y lo encerré. No tengo ni idea de lo que quiere.
—¿Tenía algún documento consigo?
—Su carnet de identidad.
Jana reflexionó. Las últimas horas habían estado llenas de inconvenientes.
—Está bien —dijo—. Averigüe qué pasa con ese hombre. Y hágalo rápido; luego me llama.
—Entendido.
Jana volvió a colocar el aparato en la mesilla de noche, se cvantó de la cama y caminó hasta el minibar, del que sacó una botella de agua mineral. Bebió ávidamente varios tragos. Ningún problema era insoluble, pero la mayoría de ellos tenían un efecto secundario poco satisfactorio: a uno se le secaba la garganta.
—¿Había sido un error contratar a Clohessy? No, se dijo a sí misma, mientras abría una segunda botella de agua. Nadie había podido prever lo sucedido. Mrrko había encontrado a Clohessy, y era el mejor hombre que se podía encontrar. Además, el hombre se hallaba en plena fuga. Las condiciones eran casi las ideales, Clohessy, que había roto con el IRA y soñaba con emprender una vida mejor, acosado por sus antiguos compañeros de lucha, fue receptivo a esa oferta con carácter de ultimátum, pues con ella podía vivir su vida en un sentido literal. ¿Qué otra cosa mejor hubiesen podido encontrar?
Le habían ofrecido una nueva identidad y un millón. Clohessy había aceptado sin pestañear. Juntos le habían proporcionado una leyenda impecable, le habían instalado incluso una serie de contactos telefónicos a través de los cuales era posible recibir confirmación de todas las etapas personales y profesionales en la vida de Ryan O'Dea, si se diera el caso de una verificación de carácter rutinario. Lo habían previsto todo.
Todo, salvo la aparición de ese maldito catedrático irlandés.
Jana vació también la segunda botella de agua, volvió a tumbarse en la cama y esperó. Al cabo de unos diez minutos, Mirko la llamó de nuevo y le comunicó quién era el hombre que estaba en la ducha.
—Qué estupidez —manifestó—. No podemos eliminarlo así como así.
—Es cierto —dijo Mirko tras una breve pausa—. Pero mucho menos podemos dejarlo ir.
—No, pero podríamos utilizarlo. Tráigalo a la empresa de transportes. Nos encontraremos allí en media hora.
De pronto, a Jana se le ocurrió una idea. Existía alguna posibilidad de quitar a Q'Connor y a esa mujer toda preocupación hasta que hubiesen realizado el encargo. Y ese editor podía ayudarlos en ese propósito. Por otra parte, la evolución de las cosas ya no podía calcularse de antemano. En el peor de los casos, tenían que contar con que la desaparición del editor y de Paddy conllevara algunas investigaciones. De modo que el piso de Paddy se mantendría bajo vigilancia.