Pero otra cosa era si se podía o no creer su historia.
Con gesto mecánico, Lavallier dividía a sus visitantes en categorías mientras los escuchaba. El hombre bebía con regularidad, constató; la mujer, por su parte, no estaba acostumbrada a hacerlo. No había que ser un experto para darse cuenta. Bastaba con haberse dedicado a ese oficio durante el tiempo suficiente.
El hombre se permitió un asomo de enfado.
Apenas había otra cosa a la que tuviera tanto temor como al hecho de que alguien entrara en su despacho para contarle una historia así. Tampoco le hubiese gustado enterarse de que se la contaban a otro. Sabía con absoluta claridad que nadie acudiría con una historia semejante al despacho de Winrich Granitzka, quien, en su condición de director de la Policía de Colonia, disponía en esos días de más de doce mil efectivos y era el responsable principal del tranquilo desenvolvimiento de la doble cumbre. Lavallier tenía en sus manos la dirección operativa de los acontecimientos del aeropuerto. Por eso estaba muy bien que hubiesen venido a verlo a él.
Lo único que no estaba bien era que hubiesen tenido que venir.
Dicho más exactamente, se trataba de una jugada del destino. El santo patrono de la policía ya no le tenía cariño. Se preguntaba si alguna instancia divina tenía intenciones de castigarlo por ese breve asomo de seguridad en sí mismo que había sentido durante el desayuno. Pero en fin, si así fuera, ¿qué importaba? ¿Acaso era tan impropio alegrarse porque los aterrizajes de los delegados de la Unión Europea durante el mes de junio hubieran transcurrido sin ningún incidente? ¡Habían sido tantos! Y en tan poco tiempo. Habían llegado volando en sus jets privados de dos reactores como palomas mensajeras: Viktor Klima, Antonio Guterres, Tony Blair, hasta once aviones de golpe. Once instantes cargados de adrenalina. Once veces la esperanza de que a ningún demente se le ocurriese hacer nada con lo que nadie hubiese contado, aunque el servicio secreto alemán, sencillamente, lo había previsto todo, incluido el uso de gases tóxicos y misiles de crucero. Es cierto que los participantes en la Cumbre de la Unión Europea estaban clasificados en un nivel de seguridad dos —sin excluir un ataque terrorista—, y algunos ni siquiera eso. Pero esa clasificación había demostrado ser papel mojado. ¿En qué nivel de seguridad habían clasificado en su momento a Olof Palme? ¿Y a Anuar el Sadat? ¿Quién pudo sospechar en su momento que alguien se abalanzaría contra Oskar Lafontaine con un cuchillo en la mano o le dispararía en la espalda a Wolfgang Schäuble?
Cualquiera que en los últimos días se bajara de su avión y caminara por la alfombra roja rodeada de banderas —o que pasara junto a ellas, como el primer ministro griego Simitis—, tenía que llevarse la impresión de estar recibiendo una bienvenida amistosa y tranquila, sin tener que preocuparse por su vida. Tampoco se podía olvidar que los hombres de Lavallier habían pasado horas y días en la primera línea, atendiendo a las delegaciones extranjeras y satisfaciendo todos sus deseos especiales, para al final dejar un aeropuerto repleto de francotiradores, listo para el bautismo de fuego diplomático de la super-cumbre. Casi de un modo rutinario, habían recibido, pocos días después, a los ministros de Exteriores, todo sin bajar la guardia ni una fracción de segundo. Con su carácter masivo, aquel desfile de estrellas perdía rápidamente su brillo. A la vista de la repugnante normalidad que algún que otro político prominente —reducido a un ser de carne y hueso—, se encargó de sacar a relucir, uno llegaba a sentirse, en el momento decisivo, como si estuviera recibiendo la visita de una tía anciana. Madeleine Albright, por ejemplo, siempre tan poco impresionada por la pompa, tenía el aspecto de siempre: el de una mujer ocupada. Había bajado los pocos escalones con la habitual torpeza, al tiempo que Lavallier se preguntaba si una persona de su calibre sentía miedo alguna vez cuando aterrizaba en un aeropuerto extranjero, cuando el avión rodaba por la pista y ella recorría la formación de honor. La llegada a tierra y el corto camino desde el avión hasta la limusina eran los momentos más críticos. La pesadilla de cualquier policía. La muerte potencial de cualquier figura prominente.
¿Tenía miedo la señora Albright?
«No, no lo tiene», le había dicho el mayor Thomas Nader, el agregado asistente de las fuerzas del aire y encargado de seguridad de la USDAO, que eran las siglas de United States Defense Attaché Office. En esos días, el señor Nader pasaba todo el tiempo entre la embajada estadounidense y el aeropuerto. Le habían confiado la misión de planificar el aterrizaje del presidente, y al mismo tiempo satisfacer hasta en sus detalles ínfimos la lista de deseos de los americanos, siempre en colaboración con el Ministerio de Asuntos Exteriores de Alemania y los representantes del aeropuerto; en lo posible, sin hacer ningún tipo de concesión. Si alguien conocía el estado de ánimo de los representantes del gobierno de Estados Unidos, ése era él.
«Si la señora Albright sintiera miedo en cada una de esas ocasiones, no podría realizar su trabajo», le había dicho Nader. Así de sencillo. Los americanos eran bastante prosaicos en eso. «Ser la ministra de Exteriores y bajar de un avión en Alemania es algo así como si tú, Lavallier, viajaras a tu puesto de trabajo y tomaras el coche. En primer lugar eres policía, y estás expuesto siempre a riesgos más graves que la cajera de un supermercado; en segundo lugar, el riesgo de perder la vida en la carretera era inmensamente mayor que en un avión. No piensas en nada de eso; de lo contrario te volverías loco y te encerrarías en tu casa, sin poder salir jamás de ella. Un vendedor de salchichas no vive en su mundo con menos peligro que un domador de leones en el suyo. El alma humana posee estupendos mecanismos de defensa. En el momento de mayor agobio, los soldados estadounidenses en Vietnam, que avanzaban torpemente por el infierno de la selva enemiga llena de francotiradores, se preocupaban más seriamente de las ampollas de sus pies que de ser destrozados en el instante siguiente por un proyectil. Madeleine Albright jamás se ha puesto en situaciones de peligro en su condición de mujer entrada en años o de ciudadana de Estados Unidos, sino únicamente por su cargo de secretaria de Estado de su país. Ella pensaba así, actuaba así y sentía así. Su miedo a un ataque terrorista no era mayor que el miedo del colmenero a que las abejas lo piquen; ese miedo tendía más bien a cero. Sólo lo sentían realmente los que estaban obligados a velar por su seguridad.»
Formaba parte de la mentalidad americana el ver las cosas de ese modo. Por tal razón, a Lavallier le gustaba la colaboración con el servicio secreto estadounidense: ésta se basaba en el más puro pragmatismo. Además, los americanos eran simpáticos, por lo menos en el aeropuerto; desde la ciudad le llegaban noticias de que los yanquis sacaban a veces de quicio a los alemanes. Pero ése no era su problema. A Lavallier le encantaba el carácter campechano de los agentes estadounidenses. También le encantaban los rusos, que se tomaban las necesidades de seguridad de su presidente con mucha mayor parsimonia y eran aún más simpáticos que los americanos. Hasta el momento en que se presentaron en su despacho aquel escritor alcohólico y la mujer resacosa, le había gustado todo de esta cumbre. Todo parecía estar siendo una historia de éxitos personales.
O de problemas personales, por lo menos desde hacía unos minutos.
A Lavallier le hubiese gustado echarlos a los dos de allí. «Aquí no saldrá nada mal —le hubiese gustado decirles—. Ni Colonia ni el aeropuerto. No tenéis ningún derecho a robarme mi tiempo.» El único momento de auténtica alarma entre los días dos y cinco de junio se lo debían al radiador de un Opel Kadett que había reventado precisamente frente al hotel Ramada-Renaissance, mientras los jefes de Estado estaban reunidos allí. «Vuestra historia no puede ser cierta. Volved a la cama y dormid vuestra borrachera.»
En lugar de decirles todo eso, Lavallier los escuchaba atentamente, mientras golpeaba sobre la mesa con un lápiz que sostenía en su diestra, siguiendo los latidos de su corazón. Finalmente, nadie dijo nada más. O'Connor miraba por la ventana hacia fuera. Wagner intentaba mirarlo, pero tenía evidentes problemas a la hora de ver otra cosa que no fueran sus pies.
Lavallier carraspeó.
—Muy bien. Voy a resumirlo todo para ver si he comprendido bien. El técnico del aeropuerto Ryan O'Dea se llama en realidad Patrick Clohessy y es —o fue— un activista del Ejército Republicano Irlandés, el IRA. Franz María Kuhn, por su parte, ha desaparecido y posiblemente lo hayan secuestrado, ya que ustedes han recibido una llamada de auxilio enviada por él. Usted misma habló por teléfono con él dos horas y media después, y su voz sonaba algo rara. Por otra parte, usted no comprendió la razón de por qué lo enviaban repentinamente y en el último momento a Dusseldorf y a Essen. Además de eso, ustedes tenían intenciones de visitar a Clohessy ayer por la noche, pero no lo hicieron.
—Se equivoca —dijo O'Connor—. Él no estaba en casa.
—Permítame corregirle —respondió Lavallier—. A ustedes les dio la impresión de que no estaba. Discúlpenme un momento.
Lavallier levantó el auricular del teléfono y marcó el número del Departamento de Seguridad del aeropuerto.
—Ryan O'Dea —dijo—. Técnico de construcción de fachadas y de electrónica. Tendréis que traérmelo aquí rápidamente, a ser posible en coche. Además, me gustaría reunirme con el jefe de Seguridad y con el jefe del Departamento Técnico. Digamos que a las diez y cuarto. Nos reuniremos en administración, en la tercera planta, una pequeña reunión. —Lavallier meditó un momento—. Y otra cosa: me gustaría reunirme con el jefe directo de O'Dea. Me da igual lo que tenga que hacer.
Luego convocó a la reunión al sustituto del jefe de Personal. Nadie intentó discutir con él sobre el asunto. Lavallier sabía que cada uno de ellos estaba extremadamente ocupado. Pero ellos, a su vez, también sabían que él no convocaría una reunión de esa índole si no fuese absolutamente imprescindible. Reflexionó brevemente sobre la oportunidad de informar también al director comercial y al director técnico. Luego decidió que no lo haría. Era demasiado prematuro. Tenía que seguir la pista a todos los indicios, pero hablar en ese instante de una crisis hubiese sido levantar demasiado polvo, e informar a la dirección de algún problema ya presuponía en sí mismo un estado de crisis.
Mientras tanto, O'Connor se había acercado a la mujer. Ella apoyó su cabeza en el escritor y cerró los ojos. Parecía que en cualquier momento se caería de la silla y se sumiría en un profundo sueño, daba igual en qué orden sucediera.
—Señora Wagner.
La mujer abrió los ojos unos escasos milímetros.
—¿Habló usted esta mañana con la recepción del hotel? —preguntó Lavallier—. Tal vez alguien lo haya visto anoche.
Wagner hizo un gesto negativo con la cabeza.
—¿Eso qué quiere decir? ¿Lo vieron o no lo vieron?
—Ellos no tienen ni idea.
—¿Estuvo usted en su habitación?
Wagner se estiró.
—Sí. Antes —dijo ella con voz firme—. La cama está intacta.
—Eso no quiere decir nada —opinó Lavallier—. Puede haberse levantado muy temprano. Las camareras pueden haber hecho la cama.
—Pero no la hicieron. ¡Él no estuvo en esa habitación! No estuvo allí en toda la noche. Y tampoco se le puede localizar a través del móvil. Sencillamente ha desaparecido.
—¿Funciona su buzón de voz?
—Ya le he dejado dos mensajes —dijo Wagner, desesperada—. ¿Qué otra cosa hubiese podido hacer? Anoche me dijo que no estaría localizable durante todo el día.
—¿Y su coche?
—¿Qué pasa con su coche?
—¿Se fijó si todavía estaba allí?
—Monsieur Lavallier… —O'Connor sonrió a modo de disculpa—. ¿Puedo llamarle monsieur?
—Comisario también estaría bien.
—Perdone. Llevamos más o menos una hora en pie, y hemos dormido menos de la mitad de la noche; tenemos la cabeza a punto de reventar. Me siento tentado a decir que nos encontramos en un estado de
shock.
Obviamente, preguntamos en la recepción, echamos un vistazo en su habitación y luego decidimos darle prioridad a la visita a su despacho antes de hacer una inspección al aparcamiento. Estoy un poco sorprendido. No sabía que en este país hubiera que estudiar primero criminología antes de acudir a una comisaría y denunciar una sospecha.
—Yo tampoco lo sabía —dijo Lavallier con tono frío—. Por cierto, ¿sabe usted dónde está el coche? Aun sin haber estudiado.
—En el garaje subterráneo del hotel Maritim —dijo Wagner rápidamente, antes de que O'Connor pudiera responder nada.
—¿Qué modelo de coche es?
—Una cafetera. Quiero decir, un…
—Está bien —Lavallier les sonrió amablemente—. ¿No tienen a mano por casualidad la marca?
—Mire, es la chatarra más miserable que existe sobre la tierra —le dijo O'Connor—. Según la declaración de fe de un veterano del sesenta y ocho, se supone que el coche, bajo todas las pegatinas que tiene, es de color verde; y se trata ciertamente de la auténtica versión verde de los verdes, si es que entiende lo que le intento decir. Al punto de que uno siente grima de sólo mirarlo. Creo que la marca puede decírsela el hotel.
Lavallier torció la comisura de los labios.
Marcó el número de la Jefatura de Policía de Colonia, y pidió que lo comunicaran con el comisario principal, Peter Bar. La jurisdicción de Lavallier era el aeropuerto. Por lo que parecía, este caso incumbía también a la policía criminal de la ciudad. Le pidió a Bar que investigara en el hotel Maritim la marca del coche y que sacara de la cama al barman de la noche anterior. Luego le propuso que él y su equipo se dirigieran al aeropuerto para que continuaran allí las investigaciones. Allí, como en el cuartel general, también tendrían acceso a los bancos de datos, y eso facilitaría la colaboración.
Apenas acababa de colgar, cuando llegó la llamada del Departamento de Seguridad. Lavallier escuchó durante un minuto en silencio y luego dirigió su mirada a O'Connor.
—Espero que el estado de
shock
no le impida mirar algunas fotos. Desgraciadamente, no tenemos mucho más que ofrecer. Ryan O'Dea no ha aparecido esta mañana.
O'Connor lo observó fijamente.
—Tampoco se lo ha podido localizar por teléfono —añadió Lavallier.
—Nada de esto puede ser cierto —susurró Wagner.
Lavallier se apoyó hacia atrás en su asiento.