—Mire usted —continuó Jana—, conocía a un par de personas que murieron, serbios oriundos de la Krajina. Cayeron víctimas de los croatas, o mejor dicho, de la causa croata. Por entonces se trataba de la causa croata. En cierto modo, me tomé el asunto de una manera personal. Me parecía la prueba definitiva de que en 1989 Milosevic tenía razón cuando representó a los serbios de
Kosovo Polje
como las víctimas de una tragedia que duraba ya seis siglos, llena de discordia, opresión y traición… Por esa fecha, yo era una patriota en cada fibra de mi ser. Según mis experiencias con la causa croata, pensaba que lo que les había ocurrido a los refugiados de la Krajina no debía repetirse jamás. Sin embargo, las cosas parecían repetirse. Esta vez en Kosovo. Fue entonces cuando empecé a luchar allí por la causa serbia, aunque mi causa, en el fondo, era únicamente la muerte de algunas personas.
—Usted creía en algo. ¿Dónde está el error?
—En nada. Sólo cuando comprendí que para Milosevic y para los propios opositores serbios eran más importantes las tumbas de sus ancestros en Kosovo que la propia gente que vive allí ahora, perdí la fe por primera vez. Hace dos semanas, cuando el viejo Slobodan depuso las armas, la perdí por segunda vez. Usted podrá corroborar, Mirko, que la catástrofe humanitaria en Kosovo va a seguir su curso. Los albaneses regresarán, le darán la vuelta a la tortilla y comenzarán a perseguir a los serbios; los torturarán, saquearán sus propiedades y los asesinarán. El viejo Slobodan nos ha hecho un flaco servicio, pero él es un político. Siempre podrá refugiarse tras la causa. La tragedia, sin embargo, entrará en su segunda fase, y esta vez el mundo no prestará demasiada atención. Nosotros somos los villanos, y tras la paz de Colonia todos los valores estarán de nuevo en su sitio. Si esta vez son los serbios de Kosovo los que tienen que emprender la huida, siendo despojados de sus propiedades y de su vida, ya no habrá ninguna intervención. Milosevic lo ha aceptado así. Por eso lo desprecio.
—Pero en algún momento usted lo admiró.
—Sí, admiré su decisión de devolverle a los serbios lo que les corresponde. También lo admiré por estar dispuesto a enfrentarse a cualquiera por esa razón. Algo así no se consigue sin luchar, eso estaba claro para todos. Pero me siento incapaz de admirar a un carnicero, Mirko. Los atentados son símbolos. Pero el genocidio es barbarie. Eso lo tuvo claro Milosevic desde el primer día. Él nos embaucó, nos engañó. Sabía incluso que sacrificaría a su propia gente por su… causa. Hace medio año no estaba todavía muy segura de eso.
Jana bebió un sorbo de café y miró a Mirko tranquilamente a los ojos.
—Entiéndame: he dejado de luchar por las causas. Jamás quise que hubiera matanzas, campos de concentración ni desplazados. No quería convertirme en una asesina. No quería matar por los intereses de otro ni por dinero. Pero he fracasado en todo. Lo único que me queda es este talento particular para desempeñar mi oficio. Mato gente y me pagan por ello. Ya no puedo creer en ninguna causa, y mucho menos puedo darle marcha atrás al tiempo, de modo que sólo me queda la elección entre ahorcarme en la próxima buhardilla o asumir mi profesión. Dicho francamente, no estoy tan amargada por ello como para dejarme quitar el placer que siento por la vida. Me he convertido en una persona muy rica en todo este tiempo, y vivo endemoniadamente bien de ello. Con cierta falta de contenido, eso tal vez. Pero eso lo pueden cambiar perfectamente veinticinco millones de dólares.
Mirko la miró y se sintió desagradablemente conmovido y a la vez atraído.
—No debería contarme todas esas cosas —dijo.
—¿Por qué no? Me parece una tontería tener que cargar sola con todos esos sombríos secretos. Yo estoy descontenta con lo que hago. Es mi oficio. Se ha convertido en mi oficio. Todos nosotros libramos guerras sustitutas. También usted. No me interesa para nada qué historia le impulsó a convertirse en lo que es. Todos, a nuestro modo, sentamos un ejemplo. Milosevic no pondrá orden en el mundo de los serbios, sino sólo en su mundo. Europa está llena del altruismo más puro y al final sella su pacto de alianza con Estados Unidos. ¿Y Alemania? ¿Cuál cree usted que es la guerra sustituía que libran los alemanes?
—No lo sé.
Jana sonrió.
—Ellos bombardean su siglo echado a perder, Mirko. En ninguna otra parte han legitimado con tanta frecuencia la intervención contra mi pueblo con la mención de Auschwitz. Por eso los alemanes se mantuvieron tan calladitos mientras las bombas caían en Belgrado, y por eso el debate se dio como se dio. Es cierto que todos tenían las mejores intenciones, pero yo sigo afirmando que en realidad no estaban bombardeando Serbia, sino a la Gestapo, a las Waffen—SS y a la Wehrmacht. Todo a posteriori, para por fin obtener la absolución por sus propios pecados.
Mirko levantó las manos.
—Es probable que tenga usted razón —dijo—. Pero, de todos modos, ¿qué cambia eso?
—Nada. Yo sólo quería aclararle que no existe ningún motivo para que usted me exprese su reconocimiento personal. Nuestro feo trabajo no nos permite caernos bien. No se sienta decepcionado, Mirko. Vaya a donde están sus clientes y dígales que yo trabajo por mi dinero. Y que quiero tenerlo cuando haya concluido mi trabajo. Eso es más que suficiente. Jana se dio un poco la vuelta y bebió su café. Mirko se mantuvo inmóvil. Cada vez más comprobaba que admiraba a esa mujer.
«Sin embargo, en realidad —pensó— es una verdadera lástima.»
De pronto se asustó.
En un primer momento, todo comenzó a das vueltas en su interior. Intentó averiguar dónde estaba. Su corazón palpitaba desenfrenadamente. Los fantasmas de un sueño inquieto palidecían a la luz del día que comenzaba, dejando detrás una atmósfera de muerte y amenaza.
Algo había estado persiguiéndola.
A su lado, podía distinguir la presencia de dos pies. Kika levantó la cabeza y dejó vagar su mirada, reconoció unas piernas, una barriga plana, unos hombros fuertes, un ser humano entero. Era O'Connor. Su respiración era tranquila y uniforme, su cabeza reposaba de lado sobre la almohada. Viéndolo así, una profunda sensación de deseo se mezclaba con cierta inquietud, pero el cóctel derivado de todo ello era, en general, más confuso que satisfactorio.
Por lo que parecía, ella era la única que estaba acostada al revés.
Poco a poco los latidos de su corazón se fueron calmando.
¿Por qué se soñaba con cosas tan inquietantes cuando jamás había sido tan feliz?
Insegura, se sentó en la cama y se obligó a establecer una cronología de las últimas horas. Uno tras otro, como niños perdidos, se fueron presentando otra vez los fragmentos de lo sucedido después de haber dejado la cúpula de las ramas del árbol.
Estaba en el hotel Maritim.
Sus ojos se posaron en el aparador situado frente a la cama.
Al ver delante del espejo la botella a la que le faltaba una cuarta parte de su contenido, todo cobró por sí mismo un orden. La conversación telefónica con Kuhn cuando venían de camino. La editorial le había encargado algo. En plena noche, al parecer. Estaría en Essen y en Dusseldorf, y sólo regresaría probablemente en horas del atardecer. ¡Era incomprensible! Habían hecho que el portero nocturno les consiguiera una botella de ese líquido a las cuatro de la mañana. Luego se habían metido en la cama de O'Connor y habían comenzado a beber, demasiado agotados para hacer el amor de nuevo, pero firmemente decididos a no dejar acabar jamás aquel momento.
¿Cuánto tiempo podía una persona resistir eso cuando su nombre no era O'Connor?
Kika se puso a meditar sobre lo que la había despertado. Lo cierto era que no lo había hecho por sí misma. Había sido un ruido. Algo desagradable, penetrante.
Un pitido.
Un doble pitido cortante como el que emitía su móvil cuando le entraba un mensaje. ¡El mensaje!
Saltó de la cama con demasiada prisa y se tambaleó. ¿Cuánto tiempo había dormido? La esfera de su reloj cambió de posición varias veces hasta que su capacidad de percepción logró coordinar las manecillas y los números y formar un todo nítido.
Eran las ocho y cuarto. No había motivo para asombrarse, por lo tanto, de que apenas estuviera en condiciones de mantenerse erguida.
Con pasos inseguros, se movió a través del caos de prendas de ropa dispersas que cubrían todo el suelo de la habitación. Estuvo casi a punto de pisar el móvil, situado junto a uno de sus zapatos. Kika se agachó y sintió cómo su cerebro se deslizaba hacia adelante dentro del cráneo y chocaba suavemente contra los huesos de la frente. Sintió un breve mareo y tuvo que ponerse de nuevo en posición vertical sin haber logrado hacer nada. En el segundo intento, fue un poco más precavida. Lentamente, con el móvil en la mano derecha, volvió a levantarse y leyó las letras de la pantalla.
MENSAJE RECIBIDO.
Una tras otra, fue activando todas las funciones hasta que apareció en la pantalla el número del remitente. Era el número de Kuhn.
¿Kuhn?
Algo le decía que había algo ilógico en todo esto, pero no se le ocurría cuál podía ser la razón. Con el pulgar, oprimió una vez más la tecla y se bajó el texto a la pantalla. Las letras se unieron formando palabras. Con gesto apático, las miró fijamente, y en un primer momento se vio incapaz de hallarle sentido a aquel breve texto.
AUXILIO - PISO DE PADY - ELYAK - ¿ELYAG? - DISPARA - TIENEN PROBLEMA - PIEZA DEL ESPEOJ - OBJETI V.
Debajo aparecía el número de Kuhn y una vez más la línea con los datos del remitente.
Pero no fue eso lo que le hizo sentir una profunda sensación de inquietud.
La pantalla mostraba a las claras, sin espacio para la confusión, la hora en la que había sido enviado el mensaje:
ENVIADO: 17 DE JUNIO DE 1999, 00:56:12.
Dos horas y media antes de que hablara por teléfono con el editor.
—Liam —dijo en un susurro.
Sin prestar atención a su dolor de cabeza, agarró a O'Connor por los hombros y lo sacudió con todas sus fuerzas.
—Liam. ¡Liam! Despiértate.
El físico abrió los ojos y la miró.
—
Slainté
—dijo— ¿Queda algo en la botella?
En el hotel Maritim reinaba un gran ajetreo. Iban a dar las nueve. Algunos autobuses pasaban por delante del hotel. Había llegado una nueva multitud de diplomáticos y corresponsales, las maletas eran trasladadas por el vestíbulo en carros y en la recepción se formaba una aglomeración de gente.
Maxim Gruschkov observaba lo que sucedía con cierta somnolencia. Los cristales de sus gafas reflejaban la luz del día que penetraba en el interior a través de la vidriera de la entrada. Llevaba un traje de color oscuro y una bufanda de seda de color burdeos. Con su calva pulida, el libro de bolsillo en una mano y el tercer capuchino delante de él, podía ser un artista o un literato. Llevaba tres horas sentado en el vestíbulo leyendo a Platón, con la mirada siempre a medias por encima del borde del libro.
Sabía que O'Connor y la mujer habían llegado muy temprano. Se habían dirigido arriba sin dar ningún rodeo y desde entonces no habían vuelto a asomar la cabeza.
Pero de repente vio a ambos salir del ascensor y caminar en dirección a la salida.
«Unas piernas muy largas —pensó Gruschkov—. Muy bonitas.»
Sorbió el resto del capuchino, se puso de pie y los siguió. Se acercaron a un taxi. Gruschkov caminó delante del coche hasta el final de la salida y subió al Audi aparcado allí. En el momento en que accionó el contacto, el taxi le pasó por el lado.
Sin ninguna prisa, fue esquivando el tráfico y siguiendo al coche, dejando para ello cierto intervalo de separación y permitiendo que otros coches se interpusieran entre él y el taxi. En su fuero interno, le divertía asumir este papel tan poco habitual. Maxim Gruschkov, quien era buscado en Rusia con una orden de arresto por haber asesinado a su esposa, y que en los años siguientes había ayudado a matar a más de una docena de personas, se sentía como en una película policíaca.
¡Siga a ese coche!
Era una manera de distraerse. A la larga, la labor de pensar solamente era demasiado ardua.
Luego le vino a la memoria la situación en la que se encontraban y sintió que toda la diversión se esfumaba.
El taxi cruzó a la otra orilla del Rin y dobló en dirección a la autopista del aeropuerto.
Gruschkov pisó el acelerador. Por lo que parecía, los temores de Jana estaban a punto de confirmarse. Durante un rato avanzaron a través del denso tráfico, hasta que el taxi tomó el desvío hacia el aeropuerto y los dos coches viajaron por la vía de acceso al mismo.
Algunos carteles empezaron a aparecer. Llegadas, salidas, indicadores para acceder a los aparcamientos.
Pero el taxi no tomó ninguna de esas direcciones. En lugar de ello, desapareció en una calle lateral mucho antes de llegar al complejo de edificios de la terminal aérea. Gruschkov frenó el Audi y recorrió lentamente esa calle, la cual describía una curva, pasaba junto al edificio administrativo y continuaba hasta un edificio de una sola planta.
Conocía el edificio delante del cual O'Connor y Wagner se bajaron del taxi. Cada uno de ellos conocía el aeropuerto como la palma de su mano. Sin perder más tiempo, pasó de largo junto al edificio de una sola planta, se detuvo más adelante a la izquierda, cruzó la vía de acceso y regresó a la autovía.
Aquel edificio albergaba la comisaría de policía del aeropuerto.
Gruschkov llamó a Jana.
Eric Lavallier estaba apoyado hacia atrás y observaba con los ojos entornados a la mujer y al hombre que estaban al otro lado del escritorio.
Con cada palabra que salía de sus bocas, se sentían los vapores de sus excesos nocturnos. Sentada en su silla, Kirsten Wagner —¿o acaso se llamaba Katharina?— daba la impresión de ser un pájaro que acababa de escaparse de su nido. Por lo visto padecía un intenso dolor de cabeza. Tenía los ojos hinchados y la expresión demacrada. Parecía que le daba tres vueltas en la boca a cada frase, para luego soltarla con enormes dificultades. A diferencia de ella, el hombre que le había sido presentado como el doctor Liam O'Connor se expresaba de una manera sorprendentemente clara y coherente. Se había negado a tomar asiento y se movía constantemente por la habitación de un lado a otro. Tenía un aspecto cuidado y un aire cultivado. Lavallier, que no tenía ningún interés en los asuntos relacionados con la moda, se dio cuenta de la perfecta caída de su traje gris plateado, el cual, probablemente, tenía que haber sido terriblemente caro. Asimismo, sabía que el tal O'Connor escribía novelas y gozaba de una gran popularidad internacional. Entraba dentro de la categoría de los artistas, y disfrutaba del privilegio de oler a alcohol y de poder meter la pata sin perder de inmediato el reconocimiento social.