En Silencio (67 page)

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Authors: Frank Schätzing

Tags: #Intriga, Policíaco

BOOK: En Silencio
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Por todas partes había policías, francotiradores y personal e seguridad vestido de civil.

Por un breve espacio de tiempo, hubo cierta aglomeración de gente. Delante del barracón de control se formó una fila en un abrir y cerrar de ojos. Jana suministró a la musculatura de sus mandíbulas un nuevo chicle y estuvo flirteando con el periodista del
Express,
hasta que le tocó a ella. Pasó al interior.

—Su identificación personal, su acreditación, su pase, por favor.

Los funcionarios eran de una amabilidad eficiente. Compararon la identificación de Jana con los datos y la foto que tenían en la lista. Un funcionario cogió sus teléfonos móviles y sus cámaras y las colocó cuidadosamente en una cinta transportadora. Ésta se puso en movimiento y pasó la Nikon y la Olympus por el interior de una caja donde las controlaban mediante rayos X. Uno tras otro, fueron desapareciendo también allí todos los objetos metálicos que Jana llevaba consigo: la llave de su hotel, el monedero con una mezcla de monedas alemanas y austríacas, su pequeño bolso con bolígrafos y enseres de maquillaje.

Los aparatos de rayos X habían hecho cavilar durante un tiempo a Gruschkov, que temía que pudieran dañar el chip de la cámara; por eso había propuesto primero cubrirlo con una finísima capa de plomo. Pero luego descartaron rápidamente esa idea, ya que el plomo aparecía en las pantallas de los aparatos de rayos X como una mancha negra, y esa mancha negra podía despertar el interés de los policías. Finalmente, realizaron una serie de pruebas y elevaron la radiación por encima de la medida habitual para estar bien seguros. No había sucedido nada. Las cámaras de Jana, sus teléfonos móviles y su bolso, aparecieron de nuevo por el otro lado de la caja. Una policía la cacheó y, a continuación, tuvo que pasar por un arco detector. Divertida, pensó que a fin de cuentas había sido una buena idea renunciar al
piercing.

—Muchas gracias —dijo la funcionaría.

Jana sonrió con sorna.

—Que pase una buena tarde —dijo al tiempo que recogía su equipo y abandonaba la caseta por el otro extremo, mientras que, detrás de ella, entraba el siguiente que iba a ser examinado.

Estaba en el área de seguridad.

Estaba dentro.

Durante un momento sintió que su corazón latía a mayor velocidad. Una sensación de triunfo se apoderó de ella, la satisfacción de haberlo logrado hasta allí. Ahora todo dependía de que el sistema funcionara. Y del tiempo.

Pensó en el editor que estaba en la empresa de transportes. Gruschkov sólo lo mataría si ella le daba instrucciones al respecto.

Si las daba.

Pensó en la mujer que la esperaba al final del camino, el largo camino recorrido hasta aquí, el camino de su vida, ese que pronto terminaría para hacer sitio a una vida nueva.

Tal vez esa vida nueva exigía el pago de una entrada. Y quizá ese regalo consistía en que el editor siguiera vivo.

Que ella lo dejara vivir. Tal vez.

La idea le gustó. Jana agarró las correas de su cámara y atravesó el césped en dirección a las carpas destinadas a la prensa.

TERMINAL 2

Dieciséis metros eran dieciséis metros.

Al llegar a dos niveles intermedios del andamio, O'Connor se detuvo e inspeccionó los márgenes de los inmensos paneles de cristal.

Para que el sistema funcionara, Paddy tenía que haber instalado el espejo en el exterior, pero por ninguna parte podía abrirse la superficie de cristal. Allí abajo, la gente que poblaba la nave se volvía muy pequeña. No se veía a nadie en los andamios. O'Connor echó un vistazo a su reloj de pulsera, que marcaba poco más de las siete.

Todavía faltaba un cuarto de hora. ¿Qué diablos retenía a Mahder tanto tiempo?

En ese mismo instante sonó su teléfono móvil.

—¿Sí?

—Aquí Mahder.

—¡Vaya, por fin! ¿Dónde están sus hombres?

—He tenido que dar miles de vueltas antes de localizar a Lavallier —graznó la voz de Mahder—. Pensé realmente que eso era lo más importante. —A juzgar por su voz, parecía ofendido—. Hice lo que pude. En seguida llegarán sus refuerzos, ¿de acuerdo? No ha podido ser más rápido.

—¿Está informado Lavallier?

—Le he comunicado todo tal y como usted me lo contó. Dicho suavemente, se mostró atónito. O'Connor respiró aliviado.

—Bien, hasta luego.

Colgó. En realidad, ahora podía suspender su búsqueda. Pero él, mejor que nadie, sabía dónde había que mirar.

Lentamente, fue trepando más alto hasta que estuvo directamente debajo del techo.

Allí arriba se perdía completamente la visión de conjunto. Estar entre aquel varillaje era como entrar en un bosque. Durante un momento O'Connor sintió que su valor disminuía. Las estructuras de acero sobre las que se apoyaba el techo ofrecían espacio para unas hendiduras en las que se podían ocultar espejos, pero estaban todas detrás del cristal. Tendría que salir afuera, al tejado. No era una idea muy alentadora. O'Connor no era un hombre poco atlético, tampoco era un cobarde, pero tenía algunos problemas con las grandes alturas.

Volvió a mirar hacia abajo. Sencillamente, había que hacer como si uno estuviera a unos escasos veinte centímetros del suelo firme. Así sí que funcionaba. Eso decían los listos, los que no tenían ningún problema en caminar sobre una cuerda tensada entre dos torres de iglesia.

Debajo de él, apareció delante del andamio una figura que lo saludaba.

—¡Doctor O'Connor! El físico miró con más detenimiento. Era Josef Pecek. El técnico.

—Llega usted en el momento oportuno —le gritó O'Connor—. ¿Puede ayudarme?

—Me han dicho que viniera —dijo Pecek—. Me envía Mahder.

Vaya, estupendo. Por lo menos uno. Pecek comenzó a trepar por la escalera.

—En seguida estoy con usted —dijo.

O'Connor asintió y se dio la vuelta de nuevo hacia el varillaje. La plataforma del andamio sobre el que se encontraba, tenía aproximadamente tres metros de ancho y ocupaba todo el lateral de la construcción de cristal. Avanzó unos metros más hasta el punto donde la sección estrecha de la terminal de llegadas chocaba con la fachada por el ángulo derecho y donde uno de los tubos de carga se alzaba desde abajo y terminaba en el techo. Esos puntos de intersección eran sin duda los más apropiados para llegar hasta el techo, pero O'Connor no pudo ver ninguna claraboya ni nada parecido.

Desde abajo se oían los pasos acercándose por los tablones. O'Connor se dio la vuelta y se percató de la estatura corpulenta de Pecek.

—¿Qué está buscando? —preguntó el técnico.

—¿Mahder no se lo ha dicho?

—Tenía prisa. —Pecek pasó por su lado e inspeccionó la plataforma del andamio con una rápida mirada—. Va a enviar a un par de hombres más aquí arriba. Yo estaba cerca por casualidad. ¿Tiene algo que ver con Ryan?

—¿Ryan?

«Ah, sí. Para Pecek, Paddy sigue siendo Ryan O'Dea. Probablemente, nadie en la comisaría le haya mencionado el verdadero nombre de Paddy.»

Pecek lo miró.

—Sí, Ryan. ¿Tiene algo que ver con él? ¿Ya apareció?

—No, pero lo que estamos haciendo aquí sí que tiene que ver con Ryan. Buscamos espejos.

—¿Espejos?

—En realidad, más bien, unos cristales transparentes, del tamaño de un plato. O incluso más pequeños. Con un brillo azulado. Probablemente instaló alguno por aquí.

Pecek enarcó las cejas.

—¿Y eso para qué sirve?

—Se lo contaré más tarde —dijo O'Connor; entonces el físico tuvo una idea. ¡En el fondo, era una feliz coincidencia que Mahder se hubiera cruzado con Pecek!

—¿Trabajaron ustedes juntos aquí arriba? —preguntó O'Connor—. ¿Usted y Ryan?

—Sí, algunas veces. —Pecek rodeó con los brazos uno de los puntales del techo. Parecía un gesto innecesario, como si alguien sacudiera un árbol para cerciorarse de que no se cae—. Pero la mayoría de las veces estábamos en puntos distintos. Yo, por ejemplo, solía ayudar en las labores de soldadura, aquí y un poco más adelante. Paddy instalaba cables.

—¿Dónde están los cables?

—Dentro de los tubos.

Pecek se acercó. Bajo sus pasos, el suelo de tablones comenzaba a vibrar. A alguien como O'Connor, a quien no le hacían gracia las grandes alturas, no se le escapaban de ningún modo esas vibraciones. Involuntariamente, se sostuvo con una mano en la barandilla.

—¿Están ocultos entonces?

—Por supuesto. Si no fuera así, ¿cómo se vería?

El técnico llegó hasta donde estaba O'Connor y le señaló hacia arriba.

—Si hubiera instalado algo que nadie debía ver, le habría resultado difícil hacerlo aquí dentro —dijo el hombre—. Otra cosa sería ahí fuera, en el techo. Usted lo pone ahí y amén.

«Por supuesto —pensó O'Connor—, yo también soy así de listo. Sólo que no tengo ganas de salir al maldito techo.»

—¿Cómo se sale al techo, señor Pecek?

—Llámeme Jo. Todos me llaman así. No estoy acostumbrado a otra cosa. —Pecek lo miró con escepticismo—. Sería bueno saber a qué parte del techo —añadió—. El techo es grande. O'Connor soltó la barandilla y miró hacia arriba. Pecek tenía razón. Podía pasar semanas arrastrándose por el tejado.

«¡Piensa, Liam!»

«El espejo tiene que estar instalado de modo que posibilite una conexión en línea recta con el otro espejo situado en la terminal de carga. ¡Tiene que existir ese segundo espejo! Da igual lo que diga Mahder. Paddy tiene que haber conseguido instalar otro espejo en uno de los edificios de ese sector, da igual cómo lo haya hecho.»

En ese sentido, sólo cabía la posibilidad de un lugar.

—Allí delante —dijo y señaló en la dirección donde el puntal de carga salía del suelo de la nave y concluía en el techo.

Pecek aguzó los ojos. Entonces sacó un pañuelo del bolsillo y se sonó ruidosamente. Poco a poco, aquél comenzaba a sacar de quicio a O'Connor con su indolencia. ¿Se había vuelto loco Mahder? ¿Le había hablado en chino al jefe de departamento cuando le dijo lo que pasaría?

—Allí hay una salida —dijo Pecek mientras doblaba cuidadosamente el pañuelo y lo guardaba de nuevo—. Venga, se la mostraré.

O'Connor siguió al técnico y se propuso no mirar hacia atrás. El andamio se estremecía a cada paso. Llegaron al final de la plataforma, donde confluían las paredes laterales y la sección estrecha de la terminal, y O'Connor sintió un ligero vértigo.

No contentas todavía con que debajo de él se abriera un abismo de dieciséis metros de altura, las superficies de cristal casi le tomaban el pelo, dándole la impresión de estar en el vacío, a tan sólo pocos centímetros del abismo. Sabía que los cristales lo protegían, pero en su subconsciente recibía la información de que estaba al final de un tablón y se caería.

En un gesto involuntario, dio un paso atrás.

Pecek sonrió con sorna. Por lo visto le divertía el vértigo de O'Connor.

Soltó una varilla de su soporte e hizo presión contra ella.

Muy pegado a sus cabezas, un rectángulo de unos cuatro metros cuadrados se abrió hacia el exterior. Pecek estiró la mano y bajó una escalerilla de aluminio.

—Después de usted —dijo.

O'Connor vaciló. Sintió un cosquilleo en las ingles.

—¿Por qué no va usted delante? —dijo—. Ya sabe lo que buscamos.

Pecek le dedicó una mirada compasiva. Entonces trepó por la escalera y salió al exterior por la abertura. O'Connor vio cómo se erguía y miraba hacia él.

—¿Viene usted, doctor? No veo ningún espejo, pero quizá yo no esté mirando del modo adecuado.

«Lo habrá camuflado, imbécil, error de la evolución», le hubiera gustado gritar a O'Connor hacia arriba. Con una aspiración profunda, obligó a su miedo a replegarse y se aferró a los travesanos de la escalera.

—Estamos seguros aquí arriba —oyó que decía la voz de Pecek—. No puede pasar nada. Después de usted vendrán decenas de hombres y deambularán por aquí arriba para verificar que todo está en orden. De modo que no sea cobarde.

El técnico rió. O'Connor apretó los dientes y puso el pie izquierdo en el travesano más bajo.

Miedo a las alturas; miedo a caer.

Nada podía ser peor. De vez en cuando soñaba incluso que se encontraba balanceándose en la punta de una torre que se hacía cada vez más pequeña, hasta que ya no podía sostenerse más y se despeñaba…

Decidido, subió hasta arriba.

El viento y la lluvia le golpearon el rostro. Salió de la claraboya y miró a su alrededor. Detrás de él, el techo se extendía centenares de metros. En realidad, tenía cierto parecido con un acordeón. O recordaba a una hoja doblada decenas de veces en líneas paralelas y de la que luego se ha tirado por ambos extremos. Entre los elevados pliegues pasaban unas delgadas pasarelas de acero por las cuales uno podía desplazarse, y estaban tan hábilmente dispuestas que no se las veía desde abajo. Quien mirara hacia arriba desde la terminal de llegadas, sólo veía cristal.

Pecek estaba sobre una de esas pasarelas y le hacía señas para que se le acercara. Estaban justamente delante del borde del tejado. A ambos lados del ángulo había un abismo que caía en línea recta hacia abajo. Allí, en lo profundo, estaba la pista de estacionamiento. Personas diminutas se movían por ella. Los coches parecían modelos a escala. O'Connor miró a la puerta en forma de estrella que sobresalía un tramo de la vieja terminal y se estremeció. Desde allí arriba, hasta los Tumbos estacionados abajo parecían de juguete.

No había protección por ninguna parte, ninguna barandilla, nada.

—¿Y bien? —Pecek parecía estar de muy buen humor. Se detuvo muy pegado al borde y miró hacia abajo—. ¿Por dónde empezamos?

—En esa misma esquina —dijo O'Connor. Sus pies parecían fundidos al suelo. Haciendo acopio de toda su fuerza de voluntad, avanzó a tientas en dirección al técnico e intentó ignorar el abismo, pero fue casi imposible. A su derecha la caída era por lo menos de unos veinte metros, y si miraba más adelante, las cosas no cambiaban demasiado.

Pecek se balanceó sin esfuerzo, avanzando unos pasos más, y luego se agachó. Su torso se inclinó por encima del borde. O'Connor sintió vértigo de sólo mirarlo.

—No hay ningún espejo —gritó el empleado.

O'Connor dirigió la mirada hacia el cielo y luego al lugar donde comenzaba la pista principal. Cuanto más lejos mirara, mejor se sentía. Un avión de Lufthansa se acercó planeando. Al llegar a la altura del aeropuerto, ya se lo veía más abajo que al propio O'Connor.

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