Gruschkov reaccionó con mucha mayor lentitud que Jana. No estaba entrenado para disparar. Su rapidez destacaba sobre todo a la hora de programar o de descifrar un código, en eso sus pensamientos se anticipaban a los de la mayoría de las personas, pero no estaba preparado para una situación así. Fue su suerte y su desgracia al mismo tiempo que O'Connor y la mujer que se había levantado de un salto delante de sus ojos le quitaran la visibilidad al agente. Vio caer al primero de los agentes, agarró a la mujer y levantó el arma.
Algo le golpeó en el antebrazo, provocándole un fuerte dolor. La pistola se le escapó de las manos.
El segundo agente corrió en dirección a Gruschkov e intentó apuntarle. Delante de sus ojos reinaba una confusión infernal. Jana pareció volar por la nave, mientras Gruschkov, de repente, se vio en el centro del tumulto. Durante un momento el ruso mantuvo delante de él a la alta mujer a modo de escudo humano, pero entonces O'Connor lo atacó. Era imposible acertar a Gruschkov. El agente hizo un giro y apuntó a Jana. Ella lo vio por el rabillo del ojo, hizo una pirueta alrededor de la torre de mandos y apretó el gatillo. El agente soltó un grito y voló por los aires, pero entonces Jana sintió una quemazón en el brazo.
¡Le habían dado!
No era más que una rozadura, un balazo superficial. Ella siguió corriendo.
O'Connor tomó impulso con el brazo.
No tenía ni idea de quiénes eran los intrusos, pero ellos les disparaban a los terroristas, de modo que no podían ser enemigos. Tras haber conseguido quitarle el arma de la mano a Gruschkov con un golpe, su puño golpeó una vez más. No era un inexperto en luchar. El puñetazo pudo haberle roto el tabique nasal a Gruschkov, pero en esa ocasión el ruso fue más rápido. Apartó a Wagner de un empujón y comenzó a huir del físico a la carrera.
O'Connor se tambaleó cuando Kika chocó contra él. Alguien gritó. Era uno de los hombres que habían venido para liberarlos. El agente se retorcía en el suelo y disparaba al azar a su alrededor.
¿Una liberación? ¿Qué tipo de liberación era ésa?
Algo pasó silbando muy pegado a su oreja.
—Kuhn —dijo Wagner, sollozando—. Tenemos que ir donde Kuhn y…
O'Connor la agarró por los hombros y comenzó a correr con ella en dirección al fondo.
—¡Kuhn!
—¡No!
Silberman había aprendido que no era un acto de cobardía emprender la huida cuando las balas pasaban silbando. No obstante, su mala conciencia corría con él. Un miedo terrible lo sobrecogía, pero al mismo tiempo se consideraba un estúpido por no actuar de un modo más reflexivo y valiente. Había sido corresponsal de guerra. Había vivido varias veces situaciones como ésta.
¡No, tonterías! No había vivido jamás una cosa así.
En Bosnia, las balas pasaban volando a una distancia segura, y en Kuwait los cohetes estallaban en el horizonte. Habían filmado lo que pudieron filmar, sin tener que temer en ningún momento el convertirse en víctimas de una guerra que otros libraban entre ellos. Jamás habían huido, sino que, en todo caso, habían levantado las tiendas de campaña a toda prisa, siempre con un coche listo para sacarlos de la zona de peligro.
Nunca antes había estado encerrado en una nave con otra media docena de personas disparándose mutuamente como un grupo de chiflados. Los intrusos parecían agentes del Servicio Secreto, pero en realidad no estaban contribuyendo en nada a poner paz.
Era demasiado lo que estaba sucediendo en esos segundos.
¡Tenía que salir de allí!
Corrió en dirección a las puertas que había visto en el momento de entrar. Por lo visto, conducían a unas habitaciones situadas en la parte trasera de la nave. Unas sacudidas y unos golpes se unieron de repente a los gritos y el tiroteo. Con los ojos semicerrados, vio acercarse aquel gigantesco armatoste que había estado en la pared longitudinal; continuó corriendo, abrió de golpe una de las puertas e irrumpió tropezando en la habitación situada detrás. El golpe lo tiró hacia atrás.
Despavorido, se dio cuenta de que había chocado con alguien. Un hombre lo miró atontado y se tambaleó. Llevaba un traje oscuro como los demás atacantes y una pistola. Detrás de él se perfilaba el marco de una ventana. También en su caso, Silberman identificó el atuendo del Servicio Secreto. Le daba igual. Sin pensarlo dos veces, siguió avanzando con ímpetu hacia adelante, trató de apartar al hombre a un lado para llegar hasta la ventana.
El otro lo agarró sin decir palabra. Silberman se vio atrapado en un abrazo firme e intentó coger la cara del hombre, pero de nada sirvió.
Con un grito, salió corriendo de vuelta a la nave.
O'Connor vio a Silberman desaparecer detrás de la puerta y, casi al instante, lo vio aparecer de nuevo. Por la manera en que sucedió todo, no cabía duda de que era mejor no entrar en esa habitación.
Entonces abrió de golpe la puerta que estaba al lado.
El recinto parecía una central de mando. Ordenadores, portátiles y monitores encendidos.
—Kika…
—Tenemos que regresar, Liam. No podemos dejarlo tirado ahí.
—Estás loca. ¡Entra, por el amor de Dios!
Su mirada era una súplica.
—Kuhn —dijo Wagner.
O'Connor asintió con los labios fruncidos. Mientras ella se movía hacia atrás dentro de la habitación, él cerró la puerta y corrió agachado hacia donde estaba el editor.
En su fuero interno, confiaba en que nadie fuera a buscarla en esa habitación.
Gruschkov vio acercarse el YAG y a Jana pasar corriendo por su lado. A la mujer le sangraba el brazo.
—Vamos a acorralarlos —le gritó ella.
Gruschkov miró a su alrededor. Dos de los agresores habían sido neutralizados, pero no se podía ver al tercero. También Jana desapareció al otro lado del YAG. Maldiciendo, el ruso saltó hacia atrás antes de que el aparato le pasara por encima.
El plan era bueno, pero él no tenía arma.
Le daba igual. Jana lo cubriría. Se ocuparía de crear la sorpresa necesaria.
El tercer agente lanzaba miradas nerviosas a derecha e izquierda. Aquel coloso que se había puesto en movimiento de repente, había empeorado la confusión, pero por lo menos le ofrecía cierto resguardo.
El cierre de su pistola estaba abierto. Había disparado todo el cargador. Sin aliento, lo sacó con un clic y volvió a cargarla. Había cesado el tiroteo. Lo único que llenaba la nave era el ruido deslizante de las negras y relucientes ruedas avanzando por los rieles. Con el corazón palpitante, se fue moviendo a la par del YAG, con la puerta volada a sus espaldas, a sabiendas, quizá, de que al otro lado del láser en movimiento lo esperaría una muerte segura si no reaccionaba con mayor rapidez que esa maldita asesina serbia.
Le había acertado. Estaba seguro de haberle dado, pero también estaba seguro de que ella no estaba muerta.
Un miedo terrible se apoderó de él.
Nada de lo que Drake les había dicho coincidía. En unos pocos segundos, habían derribado a sus dos compañeros, apenas irrumpieron en el interior por la puerta reventada. Uno estaba muerto; el otro se revolvía gimiendo en el suelo. Se suponía que sería algo facilísimo, pero, por lo que parecía, la operación llevaba toda la pinta de convertirse en un desastre.
Entonces oyó los pasos. Le llegaban desde dos lados distintos.
Con ambas manos, agarró el arma.
El hombre que se llamaba Drake había contado dos y dos.
Pero se había equivocado.
No tenía ni idea de quién era el negro gordo al que había empujado a través de la puerta, y adentro ya se había disparado demasiado. Nada había transcurrido como él lo había planificado.
Sin hacer ruido, entró en la nave, justo a tiempo para ver a O'Connor corriendo en dirección al editor encadenado.
Clavó la vista en el YAG. La plataforma rodaba lentamente hacia el medio de la nave. Alguien se movía por un lado a la par que el aparato.
Su mirada buscó a Jana.
De un salto, Jana salió fuera de la protección del YAG y se enfrentó cara a cara con el tercer agente.
El hombre disparó como si sólo hubiera contado con la presencia de ella. Jana hizo un giro en redondo y cayó. Al mismo tiempo, el agente herido en el suelo abrió fuego contra ella. Con todas sus fuerzas, se alejó arrastrándose del lugar. Al rodar, apretó el gatillo una y otra vez hasta vaciar el cargador. Los proyectiles impactaron en la cabeza, los hombros y el tórax del hombre que había sido derribado y que yacía definitivamente inmóvil en el suelo.
Su brazo herido le dolía endemoniadamente cuando se levantó. Echó la mano hacia atrás, hacia el cinturón, donde estaba guardada la Walther PP.
El tercer agente le estaba apuntando a ella.
Sus ojos llamearon.
Gruschkov estaba detrás de él y le metió un puñetazo entre los omóplatos. El agente se tambaleó. El arma golpeó contra el suelo y fue a parar debajo del YAG.
El próximo golpe de Gruschkov lo derribó al suelo.
El agente vio su arma al otro lado de los rieles. El ruso estaba encima de él, gritando. Por alguna razón, en cuya naturaleza no desperdició ni un solo pensamiento, Jana no le disparó sino que se quedó mirando, como paralizada, a alguien que estaba detrás de Gruschkov.
Ya no tendría una segunda oportunidad. Primero el ruso, luego la mujer. Con la velocidad de un rayo, rodó hacia un lado, estiró la mano hacia el arma y la empuñó por el mango.
La pesada rueda de hierro le cercenó la mano justo por la muñeca, como si cortara un trozo de mantequilla.
Gruschkov soltó una exclamación de júbilo. Alzó los brazos y su alegría aumentó con los alaridos de terror del hombre situado debajo de él.
—¡No! —gritó Jana.
El ruso enmudeció. El terror se reflejó en sus ojos.
Intentó darse la vuelta.
El crujido de la munición cortó el aire. Gruschkov fue lanzado hacia adelante y, como un fardo sanguinolento, cayó sobre el cuerpo del agente que gritaba. Sus pulidas gafas se hicieron añicos. Sintió cómo se le escapaba la vida, cómo todo se enfriaba en su interior. La certeza de tener que morir era terrible. Tuvo ganas de decir algo, pero sus labios no consiguieron emitir ningún sonido. Le temblaban las comisuras de la boca, y una expresión de ligera estupefacción cubrió sus facciones.
—No —susurró Jana.
Detrás del cadáver de Gruschkov pudo verse la silueta del cuarto agente.
—Jana —dijo éste, sonriente.
Ella lo miró fijamente, desconcertada y llena de odio a la vez.
—Mirko.
Kuhn respiraba trabajosamente. El pecho le sonaba como si todo en su interior se hubiese roto en pedazos.
—Basta ya —susurraba con los ojos cerrados—. ¡Basta ya!
En la tormenta de disparos, había estado estremeciéndose todo el tiempo, como si los tiros le acertaran a él, pero O'Connor hizo algo mejor. Se tumbó a su lado, casi sobre el cuerpo del editor, y lo cubrió con el suyo. No se le ocurrió nada mejor cuando regresó corriendo desde el lugar donde había ocultado a Kika. Quizá de ese modo pudiera proteger al desamparado editor de los impactos cruzados. Ninguno de los dos podría sobrevivir a un disparo dirigido expresamente contra ellos. O'Connor no tenía ni la menor idea de quién estaba detrás de todo aquel infierno ni qué se proponía con ello, por eso mantuvo el brazo rodeando el cuerpo de Kuhn y alzó los hombros como si con ello pudiera hacer algo contra aquella granizada de balas.
—Tranquilo —dijo—. Es un juego, Franz. Todo no es más que un juego.
—Un juego de mierda —dijo Kuhn, jadeando.
—Sí, lo sé. Pero nosotros ganaremos. ¡Ganaremos! Estaba un poco perplejo por el altruismo que le hacía arriesgar la vida por ese hombre. Curiosamente, sentía poco miedo. Casi con serenidad, se dio cuenta de que la perspectiva de morir prometía ser una experiencia nueva e interesante, sobre la cual podría charlarse magníficamente tomando un té con pasteles o ante una botella de champán bien frío. Y aun si tuviera que morir, allí y ahora, ¿no sería acaso un final digno para una existencia sensualmente consumada y a la vez absolutamente absurda, rodeada de depravación, genialidad y borracheras?
Curiosos pensamientos para un final de espectáculo. Los que asumieran la oración fúnebre ante su tumba le atribuirían grandes hazañas, los muros de la iglesia retumbarían con el brillo acerado de las bellas palabras. Había enseñado a domesticar la luz y atraído a millones de personas hacia universos ficticios. También había bebido muchísimo a fin de limpiar su espíritu de todo lo profano. A los seres inferiores a él los había ofendido acertadamente y les había mostrado cuál era su lugar. Había sido, en términos generales, un cabrón bien dotado, genial, irreflexivo, egoísta, indisciplinado y arrogante.
Era un juego. En ese sentido, era mucho más real que la vida misma. Sólo que en esta ocasión no podía elevar la apuesta.
Kuhn lo miró.
—No quiero diñarla aquí —dijo.
¿Acaso amortajaban a las figuras prominentes? ¿Ante los ojos de todos? ¡Qué crueldad! ¿Qué debía ponerse para la ocasión? Escogería la corbata equivocada para determinado traje, se equivocaría en el color de la camisa. Nada coincidiría. Se pondría en ridículo para siempre después de muerto.
—No —susurró O'Connor—. Yo tampoco.
Cara a cara y sin poder actuar.
Por el modo en que ambos estaban allí de pie, ninguno de los dos saldría ganando. Eran dos seres hechos a imagen y semejanza; los dos eran buenos, los dos eran rápidos. Quien disparara primero, sería alcanzado por el otro. Los dos morirían, con una diferencia mínima de tiempo. No valía la pena.
Mirko saltó y se colocó detrás del YAG, y en ese mismo instante, Jana desapareció al otro lado. El aparato, de varias toneladas de peso, avanzaba rodando de forma pausada en dirección a él. Mirko dio un paso atrás y el YAG se detuvo haciendo un ruido como el de un gong.
Sólo entonces cobró conciencia del ruido que hacía aquel armatoste. En el silencio surgido de pronto, sólo se oyó el gemido reprimido del agente aplastado, que se arrastraba lentamente hacia el agujero donde había estado la puerta, agarrando con la otra mano su muñón sanguinolento. Había conseguido quitarse de encima el cuerpo de Gruschkov. Mirko no le prestó la más mínima atención. Estaba de pie frente al imponente flanco del láser e intentaba distinguir algún ruido que le revelara la posición de Jana.
Pero Jana era como él. No hacía ruidos. Podía fiarse de su intuición, y ésta sólo le decía que ella podía aparecer de repente por la derecha, por la izquierda, por arriba o por abajo.