—Haga todas las fotos que le queden en los carretes y sáquelos de las cámaras, por favor.
—Joder, yo vivo de esas fotos —exclamó Jana.
—Por eso queremos que saque los carretes. Tenemos que examinar sus cámaras.
Con obvio malestar, Jana disparó todas las fotografías restantes de la Nikon y rebobinó el carrete. Luego repitió la operación con la Olympus.
—Vaya mierda —refunfuñó—. Ha sido un día de mierda. Una vez más, alguien se disculpó con brevedad y un par de frases formales, cogió las cámaras y las pasó por un aparato de rayos X. Jana continuó refunfuñando y resoplando un poco más; se mostró francamente maleducada mientras vaciaba sus bolsos y pasaba por el arco del detector de metales. El chicle la ayudaba a disimular mucho de lo que decía. Su alemán era perfecto, aunque matizado por cierta dureza en la pronunciación. Por esa razón había decidido adoptar una identidad austríaca. Quien no fuera austríaco, no sabría clasificar su acento. De ese modo, en caso de duda, podía ser lo que fingía ser.
Cuando pasó por primera vez el control en el barracón, al policía le había bastado echar un vistazo a su acreditación. Esta vez, sin embargo, le pidieron sus documentos personales y los verificaron a través del aparato de radio. A Jana no le preocupaba lo más mínimo el asunto de su identidad. Cordula Malik podría pasar de largo por allí, a menos que a alguien se le ocurriera informarse en Viena sobre la fecha de su muerte. Jana había presentado su certificado de nacimiento y los documentos falsificados durante el proceso de acreditación ante la policía, y la Oficina Federal de Prensa. Sabía que lo contrastarían todo con los datos de esas dos autoridades y no con lo que figuraba en Austria. Mientras los policías del barracón no llegaran a la conclusión de que ella era sospechosa, no habría nada que descubrir ni que objetar. Cordula Malik era una periodista
free-lance
que trabajaba para varios periódicos.
La mujer policía la cacheó y le examinó la boca. Jana tuvo que sacarse el cinturón del pantalón y volver a pasar por el detector. Examinaron la hebilla del cinto, su monedero, y luego observaron detalladamente las llaves del hotel y las del coche.
—¿Se aloja usted en el hotel Flandrischer Hof?
—Mm.
—¿Se alojó hoy?
—Mm.
Mientras esto ocurría, la mujer vestida de civil examinó su móvil y luego las cámaras.
Apartar la vista de un modo ostentoso les habría resultado sospechoso a los funcionarios, por eso Jana sacó a relucir cierto interés y se puso a observar todo el procedimiento.
—¿No irá usted a romper nada? —dijo con tono quisquilloso.
—Por supuesto que no —respondió la mujer.
—¿Sabe lo que cuestan esos aparatos? Yo trabajo por mi cuenta. No tengo ninguna editorial que me compre unas nuevas si usted me rompe éstas.
La mujer examinó con atención el interior de la Nikon. Luego observó detalladamente el objetivo.
—No romperemos nada.
Jana mascaba su chicle y siguió observando.
—¿Es usted colonense? —le preguntó a la mujer.
La funcionaría levantó brevemente la vista.
—Sí.
—¿Dónde se puede ir aquí?
—¿A qué se refiere?
—Clubes y esas cosas.
La mujer no respondió. Volvió a observar el interior de la Nikon con las cejas fruncidas. Pasó el dedo índice por los compartimentos internos y se detuvo un instante.
De repente reinó un silencio sepulcral en el barracón.
Jana no tenía tendencia a perder los nervios. Siguió comportándose como lo habría hecho Cordula Malik si no fuese Jana, pero su corazón comenzó a latir con fuerza.
Lentamente, la experta dejó caer la cámara. Una profunda arruga marcaba el nacimiento de la nariz. Miró a la mujer que tenía enfrente con una extraña expresión en los ojos.
¡No podía ser!
Toda su saliva parecía haber desaparecido. Jana tenía la boca seca y pegajosa.
—Espere un momento… —dijo la mujer; luego sus facciones se iluminaron—. Estoy demasiado vieja para esto, pero mi hija sí que acude con frecuencia a los clubes. Existe un tal Paul's Club en la Rudolfplatz, creo que en el Crowne Plaza. No tengo ni idea de si es eso lo que está buscando, pero tal vez podría probar.
La mujer apartó la Nikon y cogió la Olympus.
—Gracias —dijo Jana—. Muy amable de su parte.
El resto transcurrió rápidamente. La mujer dio por terminado el examen de las cámaras. Le sacaron una foto y le tomaron las huellas digitales. Luego le entregaron sus pertenencias y pudo marcharse.
Cuando dejó el barracón y salió al exterior, se sintió como si estuviera entrando a un mundo nuevo, liberada de todos los miedos y las coacciones. Era el mundo de la chica con la camiseta que enseñaba el ombligo, y quizá hasta con un piercing. Eso sería en algún momento.
Su mirada recorrió el aparcamiento. Allí esperaba un autobús con el motor en marcha. Los responsables del control se habían ocupado de que los autobuses viajaran hasta la plaza del Neumarkt a intervalos regulares y trasladaran de vuelta a los periodistas a la carpa de la prensa situada allí. Jana echó una mirada al reloj. Las nueve y cuarto.
Todo había transcurrido más rápido de lo que había pensado en un principio. En el Neumarkt, tomaría un taxi hasta la Rudolfplatz: el coche de Laura Firidolfi estaba aparcado en el garaje subterráneo del Crowne Plaza, en el que también se encontraba el Paul's Club. El detalle era divertido.
—De modo que teníamos razón —dijo Silberman mientras esperaban a que O'Connor regresara delante de la carpa VIP—. Con toda seguridad teníamos razón.
Wagner contempló el cielo. Estaba teñido de un color azul con tonalidades plateadas. El sol rozaba el horizonte, donde su luz era absorbida por unas vetas iridiscentes. Una bandada de golondrinas pasó muy pegada a ellos. A pesar de la avanzada hora de la noche, hacía calor todavía.
—¿En qué tenía razón? —preguntó Kika. —Liam y yo habíamos llegado a la conclusión de que alguien intentaría asesinar al presidente de Estados Unidos. Conozco lo suficiente los hábitos de seguridad de mi país. El Servicio Secreto sabe de antemano lo que hace. Eso de hacer controles a posteriori, como si se les hubiese ocurrido en el momento, no forma parte de su estilo. Teníamos razón, y Liam lo sabe todo.
—Ya lo sabíamos desde ayer —dijo Wagner—. Sólo que no podíamos creerlo, de lo contrario no hubiésemos cometido estos errores.
—Sí, lo sé. Liam me contó sus actividades nocturnas.
Kika enarcó las cejas con fingido estupor.
—¡Espero que no se lo haya contado todo!
Silberman sonrió con satisfacción. Wagner miró hacia el este, al otro lado de la terminal de mercancías, donde estaba aterrizando en ese momento un avión de línea.
—Creo que nuestro problema es que no sabemos manejarnos con la cruda realidad —dijo al cabo de un rato.
—¿Por qué dice eso?
—Lo sucedido aquí, lo conocemos a través de las películas —dijo Kika, señalando hacia el lugar situado detrás de las naves de carga, por donde desaparecía en ese momento el avión—. Ésa es nuestra realidad, Aaron. La normalidad. No sé cómo lo vive usted, pero yo, normalmente, vivo mis aventuras en la mente. Me siento delante del televisor y veo las noticias. Cuando el presentador me cuenta que todos los días secuestran y matan a gente por el mundo, no lo pongo en duda ni un solo segundo, pero si me mirara y me dijera que mañana va a tocarme a mí, sencillamente, no lo creería. A las personas de verdad no les pasa nada de lo que les pasa a los que aparecen por televisión. Usted se reirá, pero me resulta difícil marcar un límite entre las cuñas publicitarias y las noticias. Todo parece hecho… a nuestra medida.
Part of the show.
—Kika hizo una pausa—. El hecho de que Liam y yo saliéramos anoche con el propósito de visitar a Paddy no es un indicio de lo serio que nos tomamos el asunto, sino, más bien, de lo poco serio que nos lo tomamos. Liam es un jugador, y yo me sumé al juego. En cualquier otro caso, nos hubiéramos acercado a la comisaría de policía más cercana. En realidad, no reflexioné ni un solo instante sobre lo que estábamos haciendo. Para mí estaba claro que no nos pasaría nada a ninguno de los dos, en ningún momento sentí miedo. ¿No le parece descabellado? Lo que hicimos fue seguir cierta dramaturgia cinematográfica, no nuestro sano juicio. Si lo hubiéramos hecho, Kuhn no hubiese desaparecido. ¡Fin de la historia!
Silberman asintió.
—Venga —dijo el periodista—. Caminemos un poco.
Caminaron a lo largo de la carpa VIP en dirección al área destinada a la prensa. Wagner sentía que se posaban en ellos las miradas de los policías que los observaban desde el otro lado de las vallas.
—Usted se hace reproches a causa de Kuhn —dijo Silberman. No se trataba de una pregunta, sino de una constatación.
—Sí.
—No tiene por qué hacerlo. Usted no lo obligó.
—Debimos acudir a la policía.
—Lo que debieron hacer y, de hecho, hicieron, lo decidieron ustedes; y lo que hizo Kuhn, lo decidió él. Me siento muy afectado con su desaparición. Pero usted no es la responsable.
—Si hubiésemos ido a la policía, no hubiésemos puesto a nadie en peligro.
—Kika. —Silberman se detuvo y la miró. A Kika le gustaba su rostro redondo y amable con los ojos pequeños—. Le entiendo muy bien. En lo que a mí respecta, he tenido experiencias muy distintas a las suyas: he sido corresponsal en Bosnia y en Kuwait. Envié esas imágenes que usted ha conocido a través del televisor. Unos apretaban el gatillo de sus armas; nosotros los obturadores de las cámaras. Claro que nos esforzamos por ser objetivos, pero la ciencia nos enseña que no somos capaces de observar nada sin cambiarlo por el mero hecho de la observación. Los acontecimientos se adaptan. Yo estuve allí en primera línea, viví la miseria y la violencia, y no hicimos nada más que informar sobre ello. No obstante, en varias ocasiones me pregunté si no estábamos cambiando la realidad con nuestras cámaras. Si aquello que yo veía con mis propios ojos podía entenderse como realidad en un sentido más amplio. Cada cual elige su encuadre. También las personas a las que filmábamos lo sabían, e intentaban por eso aparecer de un modo muy concreto. ¿Habrían llevado la guerra del mismo modo si no hubieran sabido que las cámaras estaban enfocándolos y que las imágenes darían la vuelta al mundo? ¿Cuántas guerras no se deciden actualmente a través de los medios? ¿Cuánto contribuimos a ellas sin quererlo ni saberlo? Nosotros teníamos que decidir qué imágenes emitíamos, pero ¿actuábamos del modo correcto? Usted ha dicho antes que no sabemos manejar la cruda realidad, y eso es cierto. Ni siquiera yo lo sabía. Ahora bien, al final de la guerra de Kosovo que todos hemos hecho hasta hace muy pocas semanas, ¿qué es lo que sabemos? ¿Qué sabe el americano medio, el alemán, el ruso sobre los albanokosovares, qué saben de Serbia? Ambos son, en última instancia, variables en un debate abstracto sobre derechos humanos y derecho internacional. Todo el mundo se siente con el derecho a discutir sobre la legitimidad de las guerras y la defensa de los valores, pero ¿acaso alguno de los que levantan su dedo acusador se ha ocupado alguna vez realmente de la historia de los pueblos serbio y kosovar? ¿Qué hemos conseguido? ¿Qué han conseguido los reporteros? ¿De qué estamos hablando? Milosevic es un hombre peligroso y amoral, pero si mi trabajo provoca que satanicemos a los serbios, mi encuadre de la realidad ha distorsionado esa misma realidad. ¡Y usted, por su parte, se debate consigo misma sobre si fue correcto o no jugar a los detectives! Usted no estaba en un frente de combate, Kika, pero de todos modos, estuvo dispuesta a creer en un supuesto ini maginable, el hecho de que alguien pudiera cometer un atenta do en este aeropuerto. ¿Cómo pretende actuar correctamente en un caso como ése? ¿Cuánta normalidad tuvo usted que arrojar por la borda mientras duró el shock? Ustedes no tienen entrenamiento en estos menesteres, es incluso notable que hayan actuado de algún modo, usted y Liam, y por lo que parece, lo han hecho con éxito. Si Clinton hubiera muerto, eso hubiera sido un golpe enorme para el mundo. Contribuyeron a evitar un crimen, y si a raíz de eso se cometió otro, ustedes no son los culpables. ¿Puede entender eso, por favor?
Wagner miró al periodista. Luego se inclinó hacia él y le dio un beso en la mejilla.
—En fin, debíamos seguirle el rastro a la realidad —dijo ella.
—Me temo que ése es un objetivo demasiado elevado —sonrió Silberman—. En realidad, creo que el mundo no desea conocer la verdad.
—Eso es cierto —dijo O'Connor desde atrás.
Se unió a ellos y se apretó la nariz.
—¡Huelo como un cerdo! Sudor, sangre, todo. El mundo no puede querer saber eso. ¿Qué me dices, Kika, vamos a ducharnos?
Lex salió de detrás del tabique que delimitaba la central de mando de la parte destinada a los visitantes en la carpa VIP. Caminó sin prisas hasta el conjunto de asientos, se dejó caer en uno de los amplios sillones y los observó a todos, uno por uno. O'Connor ya se había marchado.
—¿Es digno de confianza ese hombre? —preguntó.
—Sólo podemos juzgarlo basándonos en los hechos —dijo Bar—. Hemos investigado a O'Connor a fondo. Encontramos una serie de aspectos curiosos en su personalidad, pero está limpio.
—Podría tener sus motivos para ayudarnos.
—Yo no veo ningún motivo para retenerlo —dijo Lavallier—. Tenemos su número de móvil, en caso de urgencia, podemos localizarlo en cualquier momento. Lo mismo vale para Kika Wagner y Aaron Silberman.
Lex asintió lentamente.
—La policía tiene bastantes cosas que hacer a estas horas —dijo.
Lavallier sabía a lo que aludía Lex. Paralelamente a la búsqueda del láser, que estaba en marcha con los refuerzos de unidades llegadas desde el este de Alemania, estaban llevando a cabo la búsqueda de Clohessy, Mahder y Kuhn, por no hablar de los controles a la gente de la prensa.
—No tienes vela en este entierro —dijo Lavallier sonriente.
Lex le devolvió la sonrisa débilmente.
—He hecho algunas llamadas —dijo—. Por supuesto que debo recalcar que sólo soy el portador. Estados Unidos no tiene ningún interés en intervenir en las investigaciones alemanas si no se nos pide de un modo explícito, pero… En fin, nos lo han pedido.
—Por supuesto —dijo Brauer, el jefe de Seguridad del aeropuerto.
Lex cruzó las piernas.