—No sé si es una buena idea, Cari. Tú no conoces la ciudad y, probablemente, a la policía alemana no le entusiasme mucho la idea.
—Ya estuve aquí en una ocasión; hace unos años fui agregado en la embajada de Bonn. Conozco muy bien Colonia. Hemos tenido un intento de atentado contra Clinton, me interesa poco si los alemanes se muestran entusiasmados o no. Además, ya deberían estar acostumbrados a que nosotros tengamos nuestras propias ideas sobre estos temas.
—Haz lo que quieras —dijo Lex—. Ahora es tu presidente. Manéjalo con cuidado. Por cierto, ¿dónde está?
—Acaba de llegar —respondió Drake—. Le estreché la mano y parecía muy relajado.
—Sí, Clinton es el optimismo en persona. ¿Todavía quiere ir a esa cervecería?
—Quiere ir a todas partes —dijo Drake, intentando dejar entrever cierto tono de resignación—. Lo envolveremos en guardaespaldas. Ya lo he dispuesto todo. No pasará nada.
—Muy bien. Os mantendremos al tanto.
Drake puso fin a la conversación y se quedó mirando fijamente al frente.
Ya había salido mal todo lo que podía salir mal. Ahora, por lo menos, se ocuparía de que la última parte del plan transcurriera sin problemas de ninguna índole. Para ello, precisamente, Lex acababa de darle la legitimación absoluta.
Entonces marcó el número de un agente especial que estaba alojado con su grupo en un hotel cercano y formaba parte de la reserva.
—Luz verde —dijo y volvió a colgar.
—Tengo que admitir que soy un absoluto idiota —dijo O'Connor. Lavallier lo miró de reojo.
—¿Me lo parece, o eso suena como si se estuviera haciendo un cumplido a sí mismo?
El helicóptero sobrevolaba la autovía en dirección al Rin. Desde hacía un cuarto de hora, daba vueltas por las zonas aledañas al aeropuerto. El sol estaba bajo y pintaba con colores cálidos los suburbios y los brezales, interrumpidos por largas sombras. O'Connor señaló un grupo de edificios altos.
—Barracones de vivienda en Porz-Eil —dijo Lavallier.
—Acerquémonos —dijo O'Connor.
El helicóptero bajó el morro y puso rumbo a los edificios. Al cabo de unos pocos segundos, O'Connor hizo un gesto de desdén.
—Demasiado bajos.
—¿Por qué es usted un idiota? —preguntó Lavallier—. Me gustaría tener la oportunidad histórica de oírlo de su propia boca.
El físico esbozó una mueca.
—Bueno, por todo este asunto con Mahder.
—¡Ah!
—No fue quizá uno de mis momentos más lúcidos. Quiero decir que sólo Mahder podía saber que era yo quien estaba detrás del asunto del YAG. Después de eso, todo resultaba demasiado fácil. ¿Cómo fue posible que no me extrañara que Mahder me dejara subir tan fácilmente a esos andamios?
—Tenía que haberle extrañado que Mahder no fuese directamente con usted a la comisaría o a la pista de estacionamiento —dijo Lavallier con tono severo—. ¿En qué estaba pensando usted cuando se puso a hacer malabares por su propia cuenta en la Terminal 2? ¡Como si no hubiera otras miles de posibilidades de informarnos!
—Era lo que quería hacer —se defendió el físico.
—¡No, señor O'Connor! —dijo Lavallier con una tenue sonrisa—. Usted quería jugar a ser detective porque nos consideraba imbéciles. ¿No es cierto?
—Sólo al principio.
—Si Pecek no se hubiera descubierto allí en el tejado, ahora usted estaría ahí abajo. Y eso, para no hablar del estado en el que se encontraría el presidente.
—Sí, pero si yo no hubiera subido a ese tejado, usted nunca se hubiese enterado de que Mahder era un traidor —respondió O'Connor, impasible—. Ni tampoco hubiese tenido claro que Mahder había mentido en lo relacionado con las labores realizadas por Paddy. Usted rae debe el haber descubierto los espejos del edificio de la UPS y de la nave antirruidos, ¿o acaso lo ha olvidado ya?
—Nosotros ya habíamos revisado la nave antirruidos sin contar con su amable ayuda —dijo Lavallier.
—Muy bien. Tablas. ¿Qué le parece si sellamos la paz?
O'Connor le extendió al policía su diestra vendada. Lavallier vaciló un momento, pero luego tomó con cautela la mano del físico.
—No, pero sí que es mucho más divertido tolerarse. ¿Qué es eso de ahí?
—¿A qué se refiere?
—El polígono industrial. Esa extensa zona.
—La refinería de la empresa Shell en Godorf —dijo Lavallier con tono escéptico—. Pero eso está por lo menos a diez kilómetros.
—¿Y ahí detrás?
—O'Connor, ¿dónde se ha quedado su noción del espacio? El edificio de Lufthansa está mucho más lejos, y la torre del recinto ferial también. ¡Lo próximo será la catedral!
O'Connor hizo un gesto con las manos, como si quisiera dejar claro que podía con todo. Lavallier se mordió el labio inferior. Ya habían descubierto en los alrededores una serie de edificios que podían tenerse en cuenta. Desde algunos de ellos podía haberse disparado por encima de los bosques de Konigsforst. Otros estaban situados a mucha mayor distancia, en la zona de montaña. Una fábrica, una central eléctrica, una vieja torre de agua, unos postes de transmisiones. Hacia el lado del Rin, había varios edificios de viviendas de varias plantas repartidos al azar por el distrito de Porz.
El resultado de su búsqueda no era particularmente alentador. Algunos kilómetros más allá, daba vueltas el segundo helicóptero. Estaban comunicados a través de la radio, y transmitían de inmediato a tierra lo que, a su juicio, valía la pena investigar. No obstante, las unidades necesitarían una eternidad para encontrar el YAG. Eso, en caso de que llegaran a encontrarlo. Aun cuando encontraran el tercer espejo, éste sólo les revelaría que se habían acercado al YAG, pero no el lugar exacto donde se encontraba. De todos modos, no era nada demasiado grave. Siempre que pudieran rastrear y destruir todos los espejos situados en posiciones elevadas, el YAG quedaría inservible para los terroristas.
Pero la búsqueda en tierra ya no quedaba dentro de la jurisdicción de Lavallier. Con el uso de los helicópteros, Lavallier había agotado los límites de sus competencias. Su misión era la seguridad del aeropuerto y de los políticos que allí aterrizaban.
No dejaba de preguntarse quién estaría detrás de aquel atentado. Con toda seguridad, no era Martin Mahder. A la luz de las investigaciones, el jefe de departamento se revelaba cada vez más claramente como el clásico saboteador interno al que habían sobornado o chantajeado. Hasta ese momento no se había presentado en su casa. Su mujer no había podido darles ningún dato sobre su paradero, probablemente, porque ni ella misma supiera nada del asunto. Ante tal situación, les había llamado la atención que Mahder viviera un poco como un señor feudal. Probablemente lo hubieran sobornado. El caso típico. Mahder no era el hombre con madera para planear una acción de esa magnitud. Ni él ni Clohessy ni Pecek.
Sobre todo, porque ninguno de los tres tenía un motivo, salvo si se tenía en cuenta que Clohessy había sido antes un terrorista en activo. Sobre Pecek habían descubierto, entretanto, que su padre era oriundo de Serbia, y que una buena parte de su familia vivía en ese país, pero eso no cambiaba nada los resultados de las primeras investigaciones. La biografía de Pecek seguía siendo impecable.
Siempre que esa biografía fuera verdadera. Y luego estaba también el asunto del editor desaparecido. Lavallier no tenía ninguna duda de que el tal Kuhn había caído en manos de los terroristas o se había convertido en su víctima. Las investigaciones para encontrar el paradero de Kuhn continuaban también a toda marcha. Cierta intuición le decía a Lavallier que encontrarían al editor en cuanto hubieran encontrado el láser, y esa idea, en cierto modo, le provocaba temor.
El comisario se inclinó hacia el piloto y le dio unos golpecitos con el dedo en el hombro.
—Interrumpimos la búsqueda —le dijo. El piloto hizo un gesto de asentimiento y dio un vertiginoso giro hacia abajo. O'Connor palideció y se agarró involuntariamente a Lavallier.
¡Por lo menos reaccionaba!
—¿Qué? ¿Le teme a las alturas? —preguntó Lavallier con una preocupación exagerada—. Hoy ya había volado. Aunque sólo lo hiciera desde una altura de tres metros.
—El estómago —dijo O'Connor, jadeante.
—Conque el estómago… —Lavallier no pudo ocultar una sonrisa irónica—. Tal vez debería empezar a cambiar sus hábitos y consumir un poco más de sólidos. Eso le ayudará a soportar mejor cosas como ésta.
—Lavallier —dijo O'Connor, respirando trabajosamente, mientras el helicóptero seguía bajando—. Usted no ha entendido el sentido y el propósito del placer. Consiste en machacarse uno mismo al más alto nivel. Soy un maestro imbatible en esa disciplina. ¿Quiere probarlo conmigo?
Lavallier reflexionó por un instante.
—No —respondió.
—Qué lástima. Podríamos divertirnos mucho juntos.
—Dicho francamente, ese tipo de placer me ofrece muy pocas perspectivas.
—¡Oh, Dios mío, Lavallier! —gimió O'Connor—. ¡Qué amargo! Mientras uno pueda ahogar en champán su falta de perspectivas, no hay ningún motivo para tener ninguna. Eso quiere decir que debo corregirme; sólo tendría una perspectiva que ofrecer mientras este ícaro nuestro que maneja la palanca del timón no nos haga descender en picado.
—¿Y cuál sería esa perspectiva? —preguntó Lavallier divertido.
—Llenarle de vómito el helicóptero.
Lavallier miró a O'Connor con inseguridad.
—Vuele con más cuidado —gritó Lavallier hacia adelante.
Le hubiese gustado ver sufrir un poco más al impertinente catedrático, aunque le hubiera salvado mil veces la vida a Bill Clinton. Pero ya se sabía que ese hombre era capaz de cualquier cosa.
Además, O'Connor empezaba a caerle bien.
Mahder lanzaba miradas temerosas a la calle, pero no se veía a nadie. El pequeño polígono industrial, más bien una calle, estaba totalmente abandonado. Bien acurrucado contra una valla, Mahder esperaba a Jana.
Sabía que tendría que llegar en algún momento, a menos que la hubieran arrestado en el aeropuerto. Eso, sin embargo, era bastante improbable. O'Connor podía haber averiguado todo lo que quisiera, pero era imposible que supiera de la existencia de Jana. Aun cuando él o la policía hubiesen llegado a la conclusión de que había que buscar al terrorista entre los fotógrafos, a ella no le encontrarían nada.
Claro que, aun así, podían haberla arrestado. Quizá su identidad falsa no hubiera resistido las verificaciones. Quizá tuvieran a alguien con tal pericia en cuestiones de cámaras fotográficas como para descubrir la diminuta ranura por la que se había metido el chip.
Quizá, quizá, quizá.
Ni siquiera sabía si el atentado había tenido éxito después de que él abandonara el aeropuerto a toda prisa. Primero había ido hasta un pequeño cementerio que estaba situado a unas pocas calles de la empresa de transportes; había aparcado el coche debajo de un árbol y se había escabullido, lleno de miedo, hasta una de las capillas, hasta que la espera se le hizo insoportable. No era un profesional en tales menesteres. Sabía que en casos como ése uno solía ocultarse, pero no sabía cuál era la mejor manera de hacerlo para que no lo capturaran.
Estaba claro que buscarían su coche. ¡Qué lástima! Podía olvidarse del coche. Finalmente, había decidido, con dolor de su corazón, dejarlo allí, debajo de un árbol. En cuanto Jana o Gruschkov le entregaran el dinero, intentaría hacerse con algún coche alquilado.
Al salir de la capilla se había sentido como una liebre huyendo de unos perros de presa. Se había mantenido a la sombra de las paredes de las casas, moviéndose probablemente de un modo tan sospechoso que hubiera llamado la atención de cualquiera. Al cruzar la calle principal, el corazón se le bajó a las rodillas, a la espera de que lo rodearan varios coches patrulla del que se bajarían impetuosamente infinidad de policías. Se había sentido como un proscrito. Seguro que todos se daban cuenta de quién era y de lo que había hecho.
Sin embargo, nadie le había prestado la menor atención; nadie se había detenido ni lo había señalado con el dedo. Luego se había visto de nuevo en aquella tranquila calle, con las construcciones fabriles donde ya nadie trabajaba a esas horas ni se veía a nadie.
Miró en dirección a la empresa de transportes, situada al otro lado de la calle. ¿Había pasado demasiado tiempo en la capilla? La incertidumbre era terrible. Tal vez Jana hubiese llegado hacía rato y se habría largado con Gruschkov. ¿Qué había sucedido entonces con el editor? Él sabía que estaba prisionero. ¿Estaría muerto también? ¿Habría matado el tal Mirko a alguna otra persona?
Luego recordó que Jana había dicho que el día del atentado ya Mirko no estaría presente. Eso confirmaba la sospecha de Mahder de que detrás del comando alguien tiraba de los hilos. Ellos no le habían contado absolutamente nada, pero él era lo suficientemente astuto como para no preguntar. No quería saber nada que pudiera costarle la cabeza. Tampoco quería saber si el maldito editor estaba muerto o no, pero no podría evitar enterarse.
Un ruido interrumpió de pronto sus pensamientos y se hizo más intenso. Era un tableteo regular que se fue acercando cada vez más. Mahder levantó la cabeza y clavó la vista en el cielo.
¡Un helicóptero!
Venía desde la dirección del aeropuerto, volaba bastante pegado a los edificios y casi parecía dirigirse directamente a él. Mahder casi se muere del susto. Lo asaltó el instinto de huir. Pero en ese caso lo verían correr y, posiblemente, le dispararían. Temblando, se mantuvo quieto en su sitio y clavó su mirada en el aparato. Podía verse con claridad que se trataba de un helicóptero de la policía.
Lo buscaban.
Su estómago se le contrajo por el miedo. El estruendo del helicóptero hacía temblar hasta el aire. Por un momento temió que el aparato bajara hasta la calle justo delante de sus narices y que saltaran de él unos francotiradores; en ese caso, él levantaría las manos, ellos lo entenderían todo mal y le dispararían. Mahder cerró los ojos y tomó aire.
Pero, a continuación, el helicóptero pasó de largo y se alejó. El tableteo se hizo más tenue, y al cabo de un rato se había extinguido del todo.
Mahder lanzó un improperio apenas audible y se puso en movimiento; cruzó corriendo la calle mientras sacaba la RANA y marcaba el número de Gruschkov.
—Aquí Mahder —dijo; el ruso le salió diciendo un neutral
«¡Da!»,
que significaba «Sí» en su idioma materno.