El escuadrón desciende al cabo de dos minutos y cuarenta y cinco segundos. De Soya los ve en infrarrojo; sus paks de reacción irradian un fulgor blanco.
—Dejen los paks de vuelo —ordena—. Permanezcan cerca de mí ocurra lo que ocurra. Cúbranme las espaldas.
—Sí, señor —responde el sargento Gregorius en medio del aullido del viento. El corpulento suboficial se aproxima a De Soya. Obviamente el sargento quiere una confirmación visual de la espalda que está vigilando.
—E menos diez minutos —dice la comandante Barnes-Avne—. Los sensores indican actividad inusitada en los campos antientrópicos que rodean las tumbas.
—La siento —dice De Soya. Y así es. El desplazamiento de los campos de tiempo del valle crea una sensación de vértigo similar a la náusea. Esto y la furiosa tormenta hacen que el sacerdote capitán se sienta lejos del suelo, mareado, casi ebrio. Apoyando los pies con cuidado, De Soya regresa a la Esfinge, seguido por Gregorius y sus tropas en una estrecha V.
El «comité de recepción» aguarda en la escalinata. De Soya se acerca, emite su identificación infrarroja y radial, habla brevemente con la médica que lleva la ampolla con el sedante. Advierte a la mujer que no dañe a la niña y espera. Ahora hay trece siluetas en la escalinata, contando al equipo de Gregorius. De Soya advierte que los soldados no se ven muy hospitalarios con sus gruesas armas.
—Retrocedan unos pasos —ordena a los dos sargentos—. Mantengan los escuadrones listos, pero ocultos en la tormenta.
—Enterado.
Los diez soldados retroceden varios pasos y son totalmente invisibles en la arena arremolinada. De Soya sabe que ninguna criatura viva puede atravesar el perímetro que han establecido.
De Soya se dirige a la médica y al asistente que lleva el cruciforme.
—Acerquémonos a la puerta.
Ambos asienten y los tres suben lentamente la escalera. Los campos antientrópicos son cada vez más intensos. De Soya recuerda una ocasión, en su infancia, en que se metió hasta el pecho en un oleaje peligroso, y la marea y la corriente lo arrastraban hacia un mar hostil. Esto es parecido.
—E menos siete minutos —dice Barnes-Avne por el canal común. Luego habla con De Soya en banda privada—. Padre capitán, ¿quiere que el deslizador vaya a buscarle? Hay mejor vista desde aquí.
—No, gracias. Me quedaré con el equipo de contacto.
Ve que el deslizador se eleva y se detiene a diez mil metros, por encima de la parte más feroz de la tormenta. Como todo buen comandante, Barnes-Avne quiere controlar la acción sin enredarse en ella.
De Soya se comunica con el piloto de su lanzadera por su canal privado.
—¿Hiroshe?
—Sí, señor.
—Preparado para despegar dentro de diez minutos o menos.
—Preparado, señor.
—¿La tormenta no será un problema?
Como todo capitán de combate del espacio profundo, De Soya desconfía muchísimo de la atmósfera.
—Ningún problema, señor.
—Bien.
—E menos cinco minutos —informa Barnes-Avne—. Los detectores orbitales no muestran actividad espacial en treinta UAs. La vigilancia aérea en el hemisferio norte no muestra tráfico aéreo. La detección de tierra no muestra movimientos desautorizados entre la Cordillera de la Brida y la costa.
—Pantallas de patrulla orbital despejadas —dice la voz del controlador C
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—Pantallas de patrulla aérea despejadas —dice el jefe de los pilotos de Escorpiones—. Aquí tenemos un hermoso día.
—Silencio de radio y banda privada desde este punto hasta anulación de nivel seis —dice Barnes-Avne—. E menos cuatro minutos y los sensores muestran actividad antientrópica máxima en todo el valle. Equipo de contacto, informe.
—Estoy en la puerta —dice la doctora Chatkra.
—Preparado —dice el asistente, un soldado muy joven llamado Caf. Al joven le tiembla la voz.
De Soya advierte que no sabe si Caf es hombre o mujer.
—Todo preparado —informa De Soya. Mira por encima del hombro. Incluso el fondo de la escalera de piedra es invisible en la arena aullante. Crujen descargas eléctricas. De Soya pasa a infrarrojo y ve a los diez guardias suizos con sus armas.
Un repentino silencio desciende en medio del fragor de la tormenta. De Soya oye su propia respiración dentro del casco de su equipo de combate. La estática sisea y cruje en los canales de combate no utilizados. Más estática sacude sus visores tácticos e infrarrojos, y De Soya los sube exasperado. El portal de la Esfinge está a menos de tres metros, pero la arena lo oculta y lo revela como un telón movedizo. De Soya avanza dos pasos, y la doctora Chatkra y su asistente lo siguen.
—Dos minutos —dice Barnes-Avne—. Todas las armas preparadas. Grabadores de alta velocidad en automático. Equipos médicos alerta.
De Soya cierra los ojos para combatir el vértigo de las mareas de tiempo. «El universo —piensa— es realmente prodigioso.» Lamenta tener que sedar a la niña a los pocos segundos de recibirla. Es lo que le han ordenado —debe dormir cuando le pongan el cruciforme y durante el fatal vuelo de regreso a Pacem— y sabe que tal vez nunca oiga la voz de la niña. Lo lamenta. Le gustaría hablar con ella, hacerle preguntas sobre el pasado, sobre ella.
—Un minuto. Control de fuego totalmente automático.
—¡Comandante! —De Soya tiene que ponerse el visor táctico para identificar la voz, que pertenece a un teniente científico del perímetro interior—. ¡Los campos se están elevando al máximo en todas las tumbas! Se abren puertas en las Tumbas Cavernosas, el Monolito, el Palacio del Alcaudón, la Tumba de jade...
—Silencio en todos los canales —ruge Barnes-Avne—. Lo estamos monitoreando. Treinta segundos.
De Soya comprende que la niña aparecerá en esta nueva era para enfrentarse con siluetas con casco y visor armadura de combate, y alza todos sus visores. Quizá nunca logre hablar con la niña, pero ella verá un rostro humano antes de dormirse.
—Quince segundos. —Por primera vez, De Soya oye tensión en la voz de la comandante.
La arena raspa los ojos expuestos del padre capitán De Soya. Alza una mano enguantada, se frota, parpadea, lagrimea. Él y la doctora Chatkra avanzan otro paso. Las puertas de la Esfinge se abren hacia dentro. El interior está oscuro. De Soya desea ver en infrarrojo, pero no baja el visor. Está empeñado en que la niña le vea los ojos.
Una sombra se mueve en la oscuridad. La doctora se tensa, pero De Soya le toca el brazo.
—Aguarde.
La sombra se convierte en un perfil, el perfil en una forma, la forma en una niña. Es más pequeña de lo que De Soya esperaba. Su largo cabello ondea en el viento.
—Aenea —dice De Soya. No había planeado hablar ni llamarla por el nombre.
La niña lo mira. Él ve los ojos oscuros, pero no detecta temor en ellos. Sólo... ¿angustia? ¿Tristeza?
—Aenea, no te preocupes —dice, pero en ese momento la doctora avanza deprisa, la inyección preparada, y la niña retrocede un paso.
El padre capitán De Soya ve la segunda silueta en la oscuridad. Y empiezan los alaridos.
Yo no sabía que era claustrofóbico hasta este viaje: el rápido vuelo por catacumbas negras como pez, el campo de contención protegiéndome del viento, el acoso de la piedra y la oscuridad. A los veinte minutos de vuelo desactivé el programa de pilotaje automático, aterricé en el suelo del laberinto, anulé el campo de contención, me alejé de la estera y grité.
Cogí la linterna láser y alumbré las paredes. Un cuadrado corredor de piedra. Fuera del campo de contención, sentí el golpe del calor. El túnel debía de ser muy profundo. No había estalactitas, estalagmitas, murciélagos, ninguna cosa viviente... sólo esa caverna cuadrangular extendiéndose sin cesar.
Iluminé la alfombra. Parecía muerta, totalmente inerte. Con mis prisas debí de salir del programa incorrectamente, borrándolo. En tal caso, era hombre muerto. Hasta ahora habíamos ido a brincos en un núcleo de ramificaciones; era imposible que yo encontrara la salida por mi cuenta.
Grité de nuevo, aunque esta vez no era un alarido sino un grito deliberado, destinado a romper la tensión. Luché contra la sensación de encierro y náusea.
Quedaban tres horas y media. Tres horas y media de pesadilla claustrofóbica, de volar por la negrura, aferrándome a una alfombra voladora saltarina... ¿y después qué?
Lamenté no haber llevado un arma. En ese momento parecía absurdo; ningún arma me habría permitido vérmelas con un solo guardia suizo, ni siquiera contra un irregular de la Guardia Interna, pero deseaba tener algo. Desenfundé el cuchillo de caza, vi el brillo del acero a la luz de la linterna y me eché a reír.
Esto era absurdo.
Enfundé el cuchillo, me tendí en la estera y pulsé el código de reanudación. La alfombra se endureció, se elevó y avanzó bruscamente. Me dirigía deprisa a alguna parte.
El padre capitán De Soya ve la enorme silueta un instante antes de que desaparezca, y empiezan los alaridos. La doctora Chatkra se dirige hacia la niña, bloqueando la visión de De Soya.
Una ráfaga de aire sopla en medio del rugido del viento, y la cabeza encasquetada de la doctora rueda y rebota junto a De Soya.
—Madre de Dios —susurra por el micrófono abierto. El cuerpo de la doctora aún está de pie. La niña, Aenea, grita, el sonido se pierde en la aullante tormenta, y el cadáver de Chatkra se desploma como si la fuerza del grito hubiera actuado sobre el cuerpo. El asistente, Caf, grita algo ininteligible y se lanza hacia la niña. De nuevo el borrón oscuro, más intuido que visto, y el brazo de Caf se separa del cuerpo de Caf. Aenea corre hacia la escalera. De Soya se lanza hacia la niña pero choca con una enorme estatua metálica erizada de púas y rebordes filosos. Las púas le perforan la armadura de combate. Imposible, pero siente la sangre que mana de media docena de heridas menores.
—¡No! —grita de nuevo la niña—. ¡Basta! ¡Te lo ordeno!
La estatua metálica de tres metros gira en cámara lenta. Ardientes ojos rojos miran a la niña, y la escultura de metal desaparece. El padre capitán avanza un paso hacia la niña, tratando de tranquilizarla y capturarla, pero se le afloja la pierna izquierda y cae en la escalinata sobre la rodilla derecha.
La niña se le acerca, le toca el hombro y susurra, haciéndose oír por encima del aullido del viento y los aullidos de dolor que le llegan por los auriculares:
—Estarás bien.
El padre capitán De Soya siente un bienestar en el cuerpo, una alegría en la mente. Llora.
La niña desaparece. Una figura enorme se yergue sobre él, y De Soya aprieta los puños, intenta levantarse, sabiendo que es inútil, que la criatura ha regresado para matarlo.
—¡Calma! —grita el sargento Gregorius. El hombretón ayuda a De Soya a incorporarse. El padre capitán no puede permanecer de pie —su sangrante pierna izquierda está inutilizada—, así que Gregorius lo sostiene con un brazo gigantesco mientras barre la zona con su rayo de energía.
—¡No dispare! —grita De Soya—. La niña...
—Ha desaparecido —dice el sargento Gregorius. Dispara. Una puñalada de energía atraviesa el crujiente remolino de arena—. ¡Maldición!
Gregorius se echa al padre capitán sobre el hombro. En la red de comunicaciones, los gritos son cada vez más frenéticos.
Mi cronómetro y mi brújula me indican que estoy llegando. No hay ningún otro indicio. Todavía vuelo a ciegas, aferrándome a la alfombra saltarina mientras ella selecciona ramas del incesante laberinto. No he tenido la sensación de que los túneles subieran a la superficie, pero en verdad no he tenido ninguna sensación salvo vértigo y claustrofobia.
En las dos últimas horas he usado las gafas, iluminando nuestra trayectoria con la linterna láser. A trescientos kilómetros por hora, las paredes de roca pasan con alarmante rapidez. Pero eso es mejor que la oscuridad. Todavía tengo las gafas cuando aparece la primera luz y me encandila. Me las quito, las guardo en un bolsillo, parpadeo. La alfombra me arroja hacia un rectángulo de luz pura.
Recuerdo que el viejo poeta decía que la tercera Tumba Cavernosa había estado cerrada más de dos siglos y medio. Después de la Caída sellaron todas las Tumbas de Tiempo de Hyperion, pero la tercera Tumba Cavernosa tenía una pared de roca que la cerraba desde el Laberinto, desde atrás del portal. Durante horas he temido estrellarme contra esa pared de roca a trescientos kilómetros por hora.
El rectángulo de luz crece rápidamente. Comprendo que el túnel ha ascendido gradualmente a la superficie. Me tiendo de bruces en la estera, sintiendo que reduce la velocidad al llegar al final de su vuelo programado.
—Buen trabajo, viejo —digo en voz alta, oyendo mi voz por primera vez desde que me puse a gritar hace tres horas y media.
Apoyo la mano en las hebras de aceleración, temiendo que la estera ande demasiado despacio y haga de mí un blanco fácil. Había dicho que se necesitaría un milagro para no ser derribado por los guardias suizos; el poeta me prometió uno. Es hora.
La arena gira en la abertura de la tumba, cubriendo la entrada como una cascada seca. ¿Éste es el milagro? Espero que no. Los soldados pueden ver a través de una tormenta de arena. Freno la alfombra cerca de la entrada, saco un pañuelo y gafas de sol de mi mochila, me sujeto el pañuelo sobre la nariz y la boca, me tiendo de bruces, apoyo los dedos en los diseños de vuelo, aprieto las hebras de aceleración.
La alfombra voladora atraviesa la puerta y sale al aire libre.
Doblo a la derecha, elevándome con virajes evasivos, aun sabiendo que esas maniobras son inútiles contra los apuntadores automáticos. No importa. Mi afán de conservar el pellejo puede más que mi lógica.
No veo. La tormenta es tan huracanada que todo lo que esté a dos metros de la alfombra está a oscuras. Esto es demencial. El viejo poeta y yo jamás hablamos de la posibilidad de una tormenta de arena. Ni siquiera puedo discernir mi altitud.
De pronto una fortaleza afilada como una navaja pasa bajo la alfombra, e inmediatamente vuelo bajo otra viga de metal filoso, y comprendo que estuve casi a punto de chocar con el Palacio del Alcaudón. Voy en dirección errónea —sur— cuando necesito estar en el extremo norte del valle. Miro mi brújula, confirmo mi error y giro. Por el vistazo que tuve del Palacio del Alcaudón, la estera está a veinte metros del suelo. Me detengo y siento los bofetones del vendaval. Hago descender la alfombra como un ascensor, hasta que toca la piedra barrida por el viento. Me elevo tres metros, fijo la altitud y me dirijo al norte a paso de hombre.