—Bien.
En tiempos de la Hegemonía Parvati era un remoto mundo colonial; ahora es una remota colonia de Pax. No posee naves interestelares de Pax ni Mercantilus, y sólo tiene un pequeño contingente militar y algunas naves interplanetarias precarias. Si desean capturar a la niña en este sistema, el
Rafael
tendrá que encargarse de ello.
—¿Nuevos datos sobre la nave de la niña?
—La nave no identificada efectuó el giro dos horas y dieciocho minutos antes que nosotros —informa
Rafael
—. Las coordenadas de traslación eran sin duda para el sistema Parvati. El tiempo de arribo de la nave no identificada es aproximadamente dentro de dos meses, tres semanas, dos días y diecisiete horas.
—Gracias. Cuando Gregorius y los demás hayan revivido, que se reúnan conmigo en la sala de situación.
—Sí, padre capitán.
—Gracias —repite. Y piensa: «Dos meses, tres semanas, dos días... Madre de Dios, ¿qué haré casi tres meses en este sistema atrasado?» Tal vez no había reflexionado claramente sobre ello. Por cierto lo habían distraído el trauma, el dolor y las drogas. Pero el otro sistema de Pax más próximo era Vector Renacimiento, a diez días de viaje y cinco meses de deuda temporal de Parvati, tres días y medio y dos meses después de que la nave de la niña llegara del sistema de Hyperion. No, quizás entonces no pensara con claridad —y tampoco ahora—, pero había tomado la decisión correcta. Mejor venir aquí y reflexionar.
«Podría saltar a Pacem. Pedir instrucciones directas de Mando de Pax, o incluso del papa. Recobrarme en dos meses y medio y regresar aquí con tiempo de sobra.»
De Soya sacude la cabeza, y hace una mueca de dolor. Tiene sus instrucciones. Capturar a la muchacha y llevarla a Pacem. Regresar al Vaticano sería una admisión de fracaso. Tal vez enviarían a otro. Durante las instrucciones previas al vuelo, la capitana Marget Wu aclaró que el
Rafael
era único, el único correo armado clase Arcángel de seis plazas en existencia, y aunque quizás hayan fabricado otro en los meses de deuda temporal transcurridos desde que él se fue de Pacem, no tiene sentido regresar. Si
Rafael
es aún el único Arcángel armado, De Soya a lo sumo podría agregar un par de soldados más a la lista de tripulantes.
«La muerte y la resurrección no se deben tomar a la ligera.» Cuando De Soya estudiaba el catecismo, le habían inculcado ese precepto. El hecho de que el sacramento exista y se ofrezca a los fieles no significa que deba ejercerse sin gran solemnidad y circunspección.
«No, hablaré con Gregorius y los demás y tomaré mis decisiones aquí. Podemos trazar planes, usar los cubículos de fuga criogénica para esperar el último par de meses. Cuando llegue la nave de la niña, el
San Antonio
la perseguirá. Entre la nave-antorcha y el
Rafael
, tendríamos que estar en condiciones de detener la nave, abordar, y apresar a la niña sin problemas.»
Todo esto tiene sentido para el dolorido cerebro de De Soya, pero otra parte de su mente le susurra: «Sin problemas. Eso pensaste de la misión de Hyperion.»
El padre capitán De Soya gruñe y se levanta del diván de resurrección para ducharse, tomar un café caliente y vestirse.
Yo sabía poco sobre los principios del viaje Hawking cuando lo experimenté por primera vez hace años; ahora no sé mucho más. El hecho de que el concepto fuera esencialmente (aunque accidentalmente) de alguien que vivió en el siglo veinte de la era cristiana me desconcertaba y me desconcierta, pero no tanto como la experiencia en sí.
Nos reunimos en la biblioteca —formalmente conocida como el nivel de navegación, nos informó la nave poco antes de la traslación a velocidades C-plus. Yo vestía mi muda de ropa y tenía el cabello húmedo, como Aenea. La niña usaba sólo una túnica gruesa. La debía de haber encontrado en el armario del cónsul, pues la prenda le quedaba demasiado holgada. Cubierta con todos esos metros de tela de algodón, Aenea no aparentaba ni siquiera sus doce años.
—¿No deberíamos ir a los divanes de fuga criogénica? —pregunté.
—¿Por qué? —dijo Aenea—. ¿No quieres ver la diversión?
Fruncí el ceño. Todos los cazadores extranjeros e instructores militares con quienes había hablado se habían pasado el tiempo C-plus en fuga. Así era como los humanos pasaban el tiempo en su viaje entre los astros. Se relacionaba con el efecto del campo Hawking sobre el cuerpo y la mente. Me habían hablado de alucinaciones, pesadillas y dolores indescriptibles. Eso dije, tratando de aparentar calma.
—Mi madre y el tío Martin me dijeron que el C-plus puede aguantarse —dijo la niña—. Incluso disfrutarse. Aunque hay que acostumbrarse.
—Y los éxters modificaron esta nave para facilitarlo —dijo A. Bettik. Aenea y yo estábamos sentados a la mesa de vidrio del centro de la biblioteca; el androide estaba de pie en un costado. Por mucho que yo intentaba tratarlo como a un igual, A. Bettik insistía en actuar como un criado. Resolví dejar de portarme como un idiota igualitario y permitir que actuara a su antojo.
—Las modificaciones —explicó la nave— incluyen una capacidad realzada del campo de contención, con lo cual los efectos laterales del viaje C-plus son mucho menos desagradables.
—¿Cuáles son exactamente esos efectos? —pregunté, reacio a mostrar mi ignorancia, pero poco dispuesto a sufrir si podía evitarlo.
El androide, la niña y yo nos miramos.
—Yo he viajado entre las estrellas en siglos pasados —dijo al fin A. Bettik—, pero siempre estaba en fuga. Mejor dicho, en almacenaje. Los androides éramos embarcados en bodegas, apilados como carne vacuna, según me han dicho.
La niña y yo nos miramos, sin animarnos a mirar de frente al hombre de tez azul.
La nave hizo un ruido muy parecido a un carraspeo.
—En verdad, según mis observaciones de los pasajeros humanos, las cuales, fuerza es reconocerlo, son dudosas porque...
—Porque tu memoria es borrosa —dijimos la niña y yo al unísono. Nos miramos de nuevo y reímos—. Lo lamento, nave —dijo Aenea—. Continúa.
—Sólo iba a decir que, según mis observaciones, el efecto primario del entorno C-plus sobre los humanos consiste en confusión visual y depresión mental provocadas por el campo y por el mero aburrimiento. Creo que la fuga criogénica se desarrolló para viajes largos, y se usa por comodidad en viajes cortos como éste.
—¿Y las modificaciones éxters atenúan estos efectos laterales? —pregunté.
—Están diseñados para ello —replicó la nave—. Todos menos el aburrimiento, por cierto. Éste es un fenómeno específicamente humano para el cual, creo, no se ha hallado ninguna cura. —Hubo un momento de silencio, y luego la nave informó—: Llegaremos al punto de traslación dentro de diez minutos diez segundos. Todos los sistemas funcionan óptimamente. Aún no hay persecución, aunque el
San Antonio
nos está rastreando con sus detectores de largo alcance.
Aenea se levantó.
—Vamos a contemplar el paso a C-plus.
—¿A contemplarlo? —pregunté—. ¿Dónde? ¿El holofoso?
—No —dijo la niña desde la escalera—. Desde fuera.
La nave espacial tenía un balcón. Yo no lo sabía. Uno podía estar en él aun mientras la nave surcaba el espacio, preparándose para trasladarse a seudovelocidades C-plus. Yo no lo sabía, y si lo hubiera sabido no lo habría creído.
—Extiende el balcón, por favor —le dijo la niña a la nave, y la nave extendió el balcón, junto con el Steinway, y salimos al espacio por la arcada abierta. Desde luego, no salimos realmente al espacio; hasta un rústico como yo sabía que nuestros tímpanos habrían estallado, nuestros ojos reventado y nuestra sangre hervido si hubiéramos salido al vacío. Pero ésa era la impresión que uno tenía.
—¿Esto es seguro? —pregunté, apoyándome en la baranda. Hyperion era una mancha del tamaño de una estrella, y la estrella de Hyperion un sol ardiente a babor, pero la estela de plasma de nuestro motor de fusión, con decenas de kilómetros de longitud, daba la impresión de que estábamos precariamente posados en una alta columna azul. El efecto alentaba la acrofobia, y la ilusión de hallarse en el espacio sin protección creaba algo emparentado con la agorafobia. Hasta ese momento yo no sabía que era susceptible a ciertas fobias.
—Si el campo de contención falla un segundo en esta carga gravitatoria y velocidad —dijo A. Bettik—, moriremos de inmediato. Importa poco si estamos dentro o fuera de la nave.
—¿Y la radiación?
—El campo desvía la radiación cósmica y la radiación solar nociva —explicó el androide—, y opaca la vista del sol de Hyperion para que no nos enceguezca cuando lo miramos de frente. Aparte de eso, deja pasar el espectro visible.
—Ajá —murmuré, poco convencido. Me alejé de la baranda.
—Treinta segundos para traslación —dijo la nave. Incluso ahí fuera, su voz parecía surgir del aire.
Aenea se sentó al piano y se puso a tocar. No reconocí la melodía, pero parecía clásica, tal vez algo del siglo veintiséis.
Supongo que esperaba que la nave hablara de nuevo antes del momento de la traslación —una cuenta regresiva o algo parecido—, pero no hubo anuncio. De pronto el motor Hawking reemplazó al motor de fusión; un zumbido momentáneo pareció brotar de mis huesos, un vértigo terrible me inundó y me atravesó. Tuve la indolora pero inexorable sensación de que me daban la vuelta como a un guante, pero esta sensación desapareció antes de que yo pudiera comprenderla.
El espacio también había desaparecido. Por espacio me refiero a la escena que presenciaba menos de un segundo antes: el brillante sol de Hyperion, el disco del planeta, el brillante resplandor del casco de la nave, las pocas estrellas brillantes visibles en ese resplandor, la columna de llama azul sobre la que estábamos posados. Todo desapareció. En su lugar había... es difícil de describir.
La nave aún estaba «encima y debajo» de nosotros, y el balcón aún parecía sólido, pero no parecía recibir ninguna luz. Comprendo que esto parece absurdo —tiene que haber luz refleja para que veamos algo—, pero el efecto creaba la impresión de que una parte de mis ojos había dejado de funcionar; aunque percibían la forma y la masa de la nave, la luz parecía ausente.
Más allá de la nave, el universo se había contraído en una esfera azul cerca de la proa, y una esfera roja detrás de las aletas de popa. Tenía conocimientos científicos básicos como para esperar un efecto Doppler, pero este efecto era falso, pues no habíamos estado cerca de la velocidad de la luz hasta la traslación a C-plus y ahora estábamos mucho más allá de ella, dentro del pliegue Hawking. No obstante, los círculos azul y rojo —si miraba con atención, distinguía cúmulos estelares en ambas esferas— se alejaron aún más de la proa y la popa, reduciéndose a diminutos puntos de color. En el medio, llenando el vasto campo de visión... no había nada. No hablo de negrura u oscuridad. Hablo de vacío. Hablo de esa sensación de mareo que se tiene al tratar de mirar un punto ciego. Hablo de una nada tan intensa que daba vértigo, y el vértigo se convertía en náusea, provocando una conmoción tan violenta como esa transitoria sensación de ser vuelto como un guante.
—¡Dios mío! —atiné a decir, aferrando la baranda y cerrando los ojos con fuerza. No sirvió de nada. El vacío también estaba allí. En ese instante comprendí por qué los viajeros interestelares siempre optaban por la fuga criogénica.
Increíblemente, Aenea seguía tocando el piano. Las notas eran claras, cristalinas, como si ningún medio las modificara. Aun con los ojos cerrados yo veía a A. Bettik de pie junto a la puerta, el rostro azul dirigido al vacío. No, comprendí, ya no era azul. Aquí no existían los colores. Tampoco el negro, el blanco ni el gris. Me pregunté si los humanos que eran ciegos de nacimiento soñaban con la luz y los colores de esta manera descabellada.
—Compensando —dijo la nave, y su voz tenía la misma cualidad cristalina que las notas del piano.
De repente el vacío se derrumbó sobre sí mismo, la visión regresó y las esferas roja y azul regresaron a proa y popa. Al cabo de segundos la esfera azul de popa se desplazó a lo largo de la nave como si ésta atravesara una rosquilla, se fusionó con la esfera roja en la proa. Geometrías multicolores estallaron en la esfera de proa como criaturas volantes naciendo de un huevo. Digo «geometrías multicolores», pero esto no basta para describir la compleja realidad: formas generadas por fractales palpitaban, serpeaban y fluctuaban en lo que había sido un vacío. Formas espiraladas, erizadas de sus propias subgeometrías, se curvaban sobre sí mismas, escupiendo formas más pequeñas con el mismo brillo cobalto y rojo sangre. Ovoides amarillos se convertían en explosiones de luz precisas como púlsares. Hélices de color malva e índigo, semejantes al ADN del universo, caracoleaban en torno. Yo oía estos colores como truenos distantes, como el murmullo del oleaje más allá del horizonte.
Comprendí que tenía la boca abierta. Me alejé de la baranda y traté de concentrarme en la niña y el androide. Los colores del universo fractal jugaban sobre ellos. Aenea aún tocaba suavemente, acariciando las teclas mientras me miraba a mí y los cielos fractales que había a mis espaldas.
—Tal vez deberíamos ir adentro —dije. Las palabras que pronunciaba colgaban del aire como carámbanos de una rama.
—Fascinante —dijo A. Bettik, aún cruzado de brazos, escrutando el túnel de formas que nos rodeaba.
Su tez era nuevamente azul.
Aenea dejó de tocar.
Tal vez intuyendo mi vértigo y terror, se levantó, me cogió la mano y me condujo al interior de la nave. El balcón nos siguió. El casco se reestructuró. Pude respirar de nuevo.
—Tenemos seis días —dijo la niña. Estábamos sentados en el holofoso porque allí los cojines eran confortables. Habíamos comido, y A. Bettik nos había llevado zumos de fruta fríos. La mano no me temblaba tanto cuando nos sentamos a conversar.
—Seis días, nueve horas y veintisiete minutos —dijo la nave.
Aenea miró hacia arriba.
—Nave, puedes permanecer callada un rato, a menos que tengas algo vital que decir o que tengamos una pregunta para hacerte.
—Sí, M. Aenea —dijo la nave.
—Seis días —repitió la niña—. Tenemos que prepararnos.
Bebí un trago.
—¿Para qué?
—Creo que nos estarán esperando. Tenemos que encontrar una manera de pasar por el sistema de Parvati y continuar hacia Vector Renacimiento sin que nos detengan.