Martin Silenus resopló.
—Pero ¿cuándo salen las cosas según lo planeado, Raul Endymion?
Bebí café.
—Hablando de planes, usted iba a hablarme de ese milagro que distraerá a los guardias suizos mientras yo rescato a su joven amiga.
El viejo poeta me escrutó un instante.
—Confía en mí, ¿quieres?
Suspiré. Me temía que dijera eso.
—Eso supone mucha confianza, anciano.
Él asintió pero guardó silencio.
—De acuerdo —dije al fin—. Veremos qué ocurre. —Me volví hacia A. Bettik, que estaba de pie cerca de la escalera—. No te olvides de estar allí con la nave cuando te necesitemos.
—No lo olvidaré —dijo el androide.
Caminé hacia la alfombra voladora. A. Bettik había puesto mi mochila encima.
—¿Alguna instrucción final? —pregunté, sin saber a quién le hablaba.
El viejo se aproximó en su silla flotante. Se le veía antiguo a la luz de las antorchas, más ceniciento y momificado que nunca. Sus dedos eran como huesos amarillentos. —Sólo esto —jadeó—. Escucha...
En el ancho mar vive un desdichado
condenado a prolongar con débil cuerpo
una odiada existencia de diez siglos
y a morir solo. ¿Quién puede forjar
una oposición total? Nadie.
La marea cambiará un millón de veces
y él sufrirá. Mas no habrá de morir
si esto consigue: escudriñar
las honduras de la magia, el sentido
de cada forma, movimiento y sonido,
explorar todas las formas y sustancias
hasta llegar a sus simbólicas esencias.
No habrá de morir. Más aún,
él debe continuar esta agridulce empresa
con piedad: los amantes por tormentas separados
y perdidos en salvaje turbulencia
él depositará lado a lado, hasta
que el tiempo inexorable llene el lúgubre espacio;
con lo cual hecho, esta labor cumplida,
una joven, por poder celestial amada y guiada,
se erguirá ante él, y él le dirá
cómo consumarlo todo. La joven elegida
debe obrar, o ambos serán destruidos.
—¿Qué? —dije—. Yo no...
—Al cuerno —jadeó el poeta—. Sólo rescata a Aenea, llévala donde los éxters y tráela con vida. No es tan complicado. Hasta un pastor puede hacerlo.
—También he sido aprendiz de artesano, mesero y cazador de patos —dije, dejando mi taza de café.
—Son casi las tres. Es hora de que te marches.
Suspiré.
—Sólo un minuto —dije. Bajé la escalera, fui al lavabo, hice mis necesidades y me apoyé un instante en la fría pared de piedra. «¿Estás loco, Raul Endymion?» El pensamiento era mío, pero lo oí en la suave voz de Grandam. «Sí», respondí.
Subí la escalera, sorprendido del temblor de mis piernas y la palpitación de mi corazón.
—Listo —dije—. Mi madre siempre me decía que me encargara de esas cosas antes de salir de casa.
El poeta milenario gruñó y se aproximó con su silla a la alfombra voladora.
Me senté en la estera, activé las hebras de vuelo y me elevé un metro y medio.
—Recuerda, una vez que estés en la Grieta y encuentres la entrada, está programada —dijo Silenus.
—Ya sé. Usted me ha dicho...
—Cállate y escucha. —Dedos antiguos y apergaminados señalaron las hebras—. Recuerdas cómo pilotarla. Una vez dentro, marca la secuencia allí, allí y allí, y el programa se hará cargo. Puedes interrumpir la secuencia para vuelo manual, tocando este diseño de interrupción. —Los dedos revolotearon sobre las antiguas hebras—. Pero allá no intentes pilotarla solo. Nunca encontrarías la salida.
Asentí y me relamí los labios secos.
—No me ha dicho quién la programó. ¿Quién realizó este vuelo antes?
El sátiro mostró sus dientes renovados.
—Yo, muchacho. Me llevó meses, pero lo hice. Hace casi dos siglos.
—¡Dos siglos! —Estuve por bajarme de la alfombra—. ¿Y si hubo derrumbes? ¿Desplazamientos sísmicos? ¿Y si algo se interpuso en el camino?
Martin Silenus se encogió de hombros.
—Estarás viajando a más de doscientos kilómetros por hora, muchacho. Supongo que morirás. —Me palmeó la espalda—. Ponte en marcha. Envíale mi amor a Aenea. Dile que el tío Martin espera ver Vieja Tierra antes de morir. Dile que el vejete ansía oírle exponer el sentido de cada forma, movimiento y sonido.
Elevé la alfombra otro medio metro.
A. Bettik se aproximó extendiendo una mano azul.
—Buena suerte, M. Endymion.
Asentí, no supe qué decir y me elevé en espiral desde la torre.
Para volar directamente desde la ciudad de Endymion, en medio del continente de Aquila, hasta el Valle de las Tumbas de Tiempo, en el continente de Equus, debía dirigirme hacia el norte. Me dirigí hacia el este.
Mi vuelo de prueba del día anterior —para mi fatigada mente era el mismo día— había demostrado que era fácil manejar la alfombra, pero a velocidades de pocos kilómetros por hora. Cuando estuve a cien metros de la torre, fijé la dirección —apretando la linterna entre los dientes para alumbrar la brújula inercial, alineando la estera con esa línea invisible, cotejando con el mapa topográfico que el viejo poeta me había dado— y apoyé la palma en el diseño de aceleración. La estera continuó acelerando hasta que el suave campo de contención se activó para protegerme del viento. Eché un último vistazo a la torre —tal vez el viejo poeta estuviera mirando desde una ventana— pero la ruinosa ciudad universitaria ya se había perdido en la oscuridad de la montaña.
No tenía velocímetro, así que di por sentado que la estera volaba a velocidad máxima mientras se dirigía a los altos picos del este. La luz de las estrellas se reflejaba en campos de nieve que estaban a mayor altura que yo, así que decidí ser cauto, guardé la linterna, me calcé las gafas de visión nocturna y seguí verificando mi posición con el mapa topográfico. Cuando la tierra se elevaba, también yo me elevaba, manteniendo la estera a cien metros de los pedrejones, cascadas, derrumbes y hielos. Todo era verde en la luz amplificada de las gafas de visión nocturna. La estera volaba en perfecto silencio —el campo de contención acallaba incluso el ruido del viento— y varias veces vi animales grandes que brincaban para ocultarse, sorprendidos por la repentina aparición de esta ave sin alas. Crucé la divisoria continental media hora después de salir de la torre, manteniendo la estera en el centro de ese paso de cinco mil metros. Hacía frío, y aunque el campo de contención retenía parte del calor de mi cuerpo en esa burbuja de aire quieto, hacía rato que me había puesto la chaqueta térmica y los guantes.
Más allá de las montañas, descendiendo rápidamente para permanecer cerca del escabroso terreno, vi que la tundra cedía el paso a los marjales, y los marjales a hileras de siempreazules enanas; esos árboles de alta montaña desaparecieron cuando el fulgor de los bosques flamígeros de tesla despuntó en el este como una alborada falsa.
Guardé las gafas de visión nocturna. El espectáculo era bello y estremecedor: crujidos y chasquidos eléctricos en todo el horizonte, relámpagos entre árboles tesla de cien metros de altura, fogonazos entre los tesla y los prometeos explosivos, arbustos fénix y llamaradas ardiendo en mil lugares. Martin Silenus y A. Bettik me habían advertido sobre esto, y elevé la estera, aceptando que el riesgo de detección a esta altitud era preferible a quedar atrapado en ese torbellino eléctrico.
Una hora después el sol se insinuó en el este, más allá de los bosques flamígeros. Cuando empezó a clarear, dejé los bosques atrás y tuve la Grieta a la vista.
Sabía que había ascendido durante los últimos cuarenta minutos, mientras verificaba mi itinerario en el arrugado mapa, pero sentí la altitud cuando la profundidad de la enorme hendidura de esta parte de Aquila se hizo visible. A su modo, la Grieta era tan temible como los bosques flamígeros: angosta y vertical, un abrupto precipicio de tres mil metros. Crucé el borde sur de la gran divisoria continental y descendí hacia el río. La Grieta continuaba al este, y el río corría a la misma velocidad que la estera. Poco después el cielo de la mañana se oscureció y reaparecieron las estrellas; era como haber caído en un profundo pozo. Al pie de esos aterradores peñascos, el caudaloso río estaba erizado de témpanos y brincaba sobre rocas del tamaño de la nave espacial que yo acababa de dejar. Me mantuve a cinco metros de la espuma y reduje aún más la velocidad. Debía de estar cerca.
Verifiqué mi cronómetro y el mapa. Debía de estar hacia delante, en los próximos dos kilómetros. ¡Allá!
Era más grande de lo que me habían dicho —por lo menos treinta metros de lado— y perfectamente cuadrada. La entrada del laberinto planetario había sido tallada con forma de entrada de un templo, o puerta gigante. Reduje nuevamente la velocidad y me incliné a la izquierda, deteniéndome en la entrada. Según mi cronómetro, había tardado menos de noventa minutos en llegar a la Grieta. El Valle de las Tumbas de Tiempo estaba mil kilómetros al norte. Cuatro horas de vuelo a velocidad de crucero elevada. Miré de nuevo el cronómetro: cuatro horas y veinte minutos para que la niña saliera de la Esfinge.
Entré en la caverna con la estera. Tratando de recordar los detalles de la narración del sacerdote, en los
Cantos
del viejo, sólo pude recordar que aquí —cerca de la entrada del laberinto— el padre Duré y los bikura habían encontrado al Alcaudón y los cruciformes.
No había Alcaudón. No me sorprendió. No habían avistado a la criatura desde la Caída de la Red de Mundos, doscientos setenta y cuatro años atrás. No había cruciformes. Tampoco me sorprendió. Pax los había arrancado tiempo atrás de las paredes de estas cavernas.
Yo sabía lo que todos sabían sobre el Laberinto. En la vieja Hegemonía existían nueve mundos laberínticos conocidos. Todos estos mundos eran parecidos a la Tierra —7,9 en la antigua escala Solmev—, salvo que estaban tectónicamente muertos, y en ese sentido se parecían más a Marte que a la Tierra. Los túneles laberínticos que recorrían esos nueve mundos —incluido Hyperion— no cumplían ninguna función manifiesta. Los habían cavado decenas de miles de años antes que la humanidad abandonara Vieja Tierra, aunque nunca se habían hallado rastros de sus creadores. Los laberintos alimentaban gran cantidad de mitos —los
Cantos
incluidos— pero su misterio permanecía. No había mapas del Laberinto de Hyperion, excepto aquella parte que yo estaba recorriendo a doscientos setenta kilómetros por hora. Un poeta loco había trazado el mapa. Ojalá el mapa fuera exacto.
Volví a calzarme las gafas de visión nocturna cuando la luz del sol se desvaneció a mis espaldas. Sentí un hormigueo en la nuca cuando penetré en la oscuridad. Pronto las gafas serían inútiles, pues no podrían aumentar ninguna luz. Sacando cinta adhesiva de la mochila, sujeté la linterna láser al frente de la alfombra voladora y sintonicé el haz en su mayor dispersión. La luz sería tenue, pero las gafas la amplificarían. Ya podía ver ramificaciones delante. La caverna seguía siendo un prisma vasto, hueco y rectangular de treinta metros de lado, con ínfimos indicios de rajaduras o derrumbes, y delante los túneles se ramificaban a la derecha, a la izquierda, hacia abajo.
Contuve la respiración y tecleé la secuencia programada. La alfombra voladora brincó, alcanzando una velocidad prefijada, y el súbito salto me empujó hacia atrás a pesar del efecto compensatorio del campo de contención.
El campo no me protegería si la alfombra se estrellaba a esta velocidad. Las rocas pasaban velozmente. La alfombra se ladeó abruptamente para girar a la derecha, se niveló en el centro de la larga caverna y se zambulló para seguir una rama descendente.
Era aterrador. Me quité las gafas, me las guardé en el bolsillo, aferré el borde de la saltarina alfombra y cerré los ojos. No era necesario. La oscuridad ya era absoluta.
Faltando quince minutos para la apertura de la Esfinge, el padre capitán De Soya camina por el Valle. La tormenta ha llegado hace rato, y la arena arremolinada llena el aire. Cientos de guardias suizos están desplegados en el Valle, pero sus transportes blindados, sus armas emplazadas, sus baterías de misiles y sus puestos de observación son invisibles en la polvareda. Pero De Soya sabe que serían invisibles de todos modos, escondidos detrás de campos de camuflaje y polímeros camaleónicos. El padre capitán tiene que usar el infrarrojo para ver algo en esta tormenta aullante. Y aun así, con el visor cerrado, finas partículas de polvo se introducen por el cuello del traje de combate y le suben a la boca. Este día sabe a ripio. El sudor le deja hilillos de lodo rojo en la frente y las mejillas, como sangre de estigmas sagrados.
—Atención —dice por los canales generales—. Habla el padre capitán De Soya, al mando de esta misión por imperativo papal. La comandante Barnes-Avne repetirá estas órdenes dentro de un instante, pero ahora quiero especificar que no se realizará ninguna acción, no se efectuará ningún disparo y no se iniciará ningún acto defensivo que ponga en peligro la vida de la niña que saldrá de una de estas tumbas dentro de... trece minutos y medio. Quiero que esto quede claro para cada oficial y soldado de Pax, cada capitán y marino de la flota, cada piloto y oficial aéreo... Debemos capturar a esta niña ilesa. Quien no escuche esta advertencia será sometido a corte marcial y ejecución sumaria. Que todos sirvamos a Nuestro Señor y nuestra Iglesia en este día... En nombre de Jesús, María y José, pido que nuestros esfuerzos fructifiquen. Padre capitán De Soya, comandante activo de la expedición de Hyperion, fuera.
Sigue caminando mientras los canales tácticos recitan Amén a coro. De repente se detiene.
—¿Comandante?
—Sí, padre capitán —responde serenamente Barnes-Avne.
—¿Sería un problema para su perímetro si pido a la escuadra del sargento Gregorius que se reúna conmigo en la Esfinge?
Hay una pausa brevísima que le indica que la comandante no aprecia esos cambios de planes de último momento. El «comité de recepción» —un grupo de guardias suizos selectos, la médica con el sedante y un asistente con un cruciforme viviente en un contenedor de estasis— ya está esperando al pie de la escalinata de la Esfinge.
—Gregorius y sus hombres estarán allí dentro de tres minutos —dice la comandante.
De Soya oye las órdenes y confirmaciones por los canales tácticos. Una vez más ha pedido a estos cinco hombres que vuelen en condiciones peligrosas.