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Authors: Dan Simmons

Tags: #Los cantos de Hyperion 3

Endymion (15 page)

BOOK: Endymion
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—Llevemos la alfombra a la ventana —dijo A. Bettik—. Tienes que aprender a usarla.

—¿Ahora? —exclamé con repentino temor. El corazón me palpitaba con fuerza.

—Ahora —dijo Martin Silenus—. Tienes que ser experto cuando partas mañana a las tres.

—¿De veras? —repliqué, mirando la legendaria estera con una creciente sensación de que esto iba en serio y al día siguiente podía estar muerto.

—De veras —dijo Martin Silenus.

A. Bettik desactivó la estera y la enrolló. Lo seguí por la escalera de metal y el corredor hasta la escalera de la torre. El sol brillaba por la ventana abierta de la torre. «Dios mío», pensé mientras el androide tendía la estera sobre el reborde de piedra y volvía a activarla. Todavía quedaba una buena distancia hasta el suelo de piedra. «Dios mío», pensé de nuevo, sintiendo la pulsación en los oídos. No había indicios del holo del poeta.

A. Bettik me indicó que subiera a la alfombra.

—Iré contigo en el primer vuelo —murmuró el androide. Una brisa susurraba entre las hojas del árbol chalma cercano.

«Dios mío», pensé por última vez. Trepé al alféizar y luego a la estera.

11

Precisamente dos horas antes de que la niña salga de la Esfinge, una alarma suena en el deslizador del padre capitán De Soya.

—Contacto aéreo, uno-siete-dos, rumbo norte, velocidad dos-siete-cuatro kilómetros, altitud cuatro metros —dice la voz del controlador de defensa desde la nave C
3
, a seiscientos kilómetros de distancia—. Distancia hasta el intruso, quinientos setenta kilómetros.

—¿Cuatro metros? —pregunta De Soya, mirando a la comandante Barnes-Avne, que está sentada ante la consola en el centro del deslizador.

—Trata de burlar nuestra detección —explica la comandante. Es una mujer menuda de tez pálida y cabello rojo, pero el casco de combate le tapa la tez y el cabello. Hace tres semanas que De Soya conoce a la comandante, y nunca la ha visto sonreír—. Visor táctico —dice Barnes-Avne. Su visor está colocado. De Soya lo baja.

La señal está cerca de la punta meridional de Equus, desplazándose al norte desde la costa.

—¿Por qué no lo vimos antes? —pregunta De Soya.

—Tal vez acaban de lanzarlo —dice Barnes-Avne. Está examinando datos de combate en su visor táctico. Después de la primera y difícil hora en que De Soya tuvo que presentar el disco papal para convencerla de entregar las brigadas más prestigiosas de Pax al mero capitán de una nave, Barnes-Avne ha demostrado total cooperación. Por cierto, De Soya ha dejado los detalles operativos en sus manos. Muchos jefes de brigada de la Guardia Suiza creen que De Soya es un mero enlace papal. A De Soya no le importa. Sólo le preocupa la niña, y mientras la fuerza terrestre cuente con un buen mando, los detalles importan poco.

—No hay contacto visual —dice la comandante—. Allá abajo hay una tormenta de polvo. Estará aquí antes de la hora E.

Hace meses que las tropas hablan de la «hora E» para referirse a la apertura de la Esfinge. Sólo unos pocos oficiales saben que una niña es el foco de todo este poder de fuego. Los guardias suizos no se quejan, pero pocos agradecerían un puesto tan provinciano, tan alejado de la acción, en un entorno tan arenoso e incómodo.

—El contacto sigue rumbo al norte, uno-siete-dos, ahora con velocidad dos-cinco-nueve kilómetros, altitud tres metros —dice el controlador C
3
—. Distancia, quinientos setenta kilómetros.

—Hora de derribarlo —dice la comandante Barnes-Avne por el canal de mando, que sólo pueden usar ella y De Soya—. ¿Recomendaciones?

De Soya alza la vista. El deslizador se ladea hacia el sur. Fuera de sus burbujas, que parecen ojos de mantis, el horizonte se inclina y las extrañas Tumbas de Tiempo de Hyperion pasan mil metros debajo de ellos. Hacia el sur el cielo es una franja opaca, marrón y amarilla.

—¿Destruirla desde órbita? —dice.

Barnes-Avne asiente pero dice:

—Usted conoce el trabajo de las naves-antorcha. Sigámosla con una escuadra. —Toca con su guante puntos rojos en la punta sur del perímetro defensivo y pasa al canal táctico—. Sargento Gregorius.

—¿Comandante? —La voz del sargento es profunda y áspera.

—¿Está monitoreando al intruso?

—Afirmativo, comandante.

—Intercéptelo, identifíquelo y destrúyalo, sargento.

—Enterado, comandante.

Las cámaras C
3
enfocan el desierto del sur. Cinco formas humanas se elevan repentinamente de las dunas, y sus polímeros camaleónicos pierden color mientras se elevan sobre la nube de polvo. En un mundo normal volarían con repulsores EM; en Hyperion usan abultados paks de reacción.

Los cinco se despliegan, separándose varios cientos de metros, y se lanzan hacia el sur.

—Infrarrojo —ordena Barnes-Avne, y la imagen visual vira al infrarrojo para seguirlos por la espesa nube—. Iluminar blanco —ordena Barnes-Avne.

La imagen se desplaza al sur, pero el blanco es sólo una vaharada de calor.

—Pequeño —dice la comandante.

—¿Un avión? —El padre capitán De Soya está acostumbrado a las pantallas tácticas del espacio.

—Demasiado pequeño, a menos que sea una especie de aladelta motorizada —dice Barnes-Avne, sin la menor tensión en la voz.

De Soya mira hacia abajo mientras el deslizador sobrevuela la punta sur del Valle de las Tumbas de Tiempo y acelera.

La tormenta de polvo es una franja parda sobre el horizonte.

—Distancia de intercepción, ciento ochenta kilómetros —informa el lacónico sargento Gregorius.

El visor de De Soya está empalmado con el de la comandante, y ambos ven lo que ve el sargento: nada. Los soldados vuelan guiándose por instrumentos en medio de una arena tan espesa que el aire que los rodea es oscuro como la noche.

—Los paks de reacción se están recalentando —informa otra voz tranquila. De Soya verifica. Es el cabo Kee—. La arena está taponando las tomas de aire.

De Soya mira a la comandante Barnes-Avne. Sabe que ella tiene en sus manos una decisión difícil. Otro minuto en esa nube de polvo podría causar la muerte de uno o más soldados; pero si no identifican al intruso pueden tener problemas después.

—Sargento Gregorius —dice ella con voz pétrea—. Elimine al intruso, ya.

Hay una brevísima pausa en la línea.

—Comandante, podemos aguantar aquí un poco más... —dice el sargento. De Soya oye el aullido de la tormenta de polvo por encima de la voz.

—Derríbelo ya, sargento.

—Enterado.

De Soya pasa a la imagen táctica de gran alcance y alza la vista. La comandante lo está mirando.

—¿Podría ser un engaño? —pregunta ella—. ¿Una distracción para lograr que el verdadero intruso se infiltre por otra parte?

—Podría ser —responde De Soya. En la pantalla ve que la comandante ha elevado el alerta a nivel cinco en todo el perímetro. Un alerta nivel seis es combate.

—Veamos —dice ella, mientras las tropas de Gregorius disparan.

La tormenta de polvo es un rodante caldero de arena y electricidad. A ciento setenta y cinco kilómetros, las armas energéticas no son de fiar. Gregorius lanza un proyectil lluvia de acero. El proyectil acelera hasta llegar a Mach 6. El intruso no se desvía del camino.

—Creo que no tiene sensores —dice Barnes-Avne—. Está volando a ciegas. Programado.

El proyectil sobrevuela el blanco calórico y detona a treinta metros. La explosión impulsa veinte mil dardos hacia abajo, en la trayectoria del intruso.

—Contacto —dice el controlador C
3
.

—Le he dado —informa el sargento Gregorius.

—Hallar e identificar —ordena la comandante. El deslizador regresa hacia el Valle.

De Soya mira por el visor. La comandante ha ordenado disparar a distancia pero no ha retirado sus tropas de la tormenta.

—Afirmativo —dice el sargento. La tormenta es tan huracanada que hay estática en el haz angosto.

El deslizador sobrevuela el Valle y De Soya identifica las tumbas por milésima vez: en orden inverso al habitual para los peregrinos —aunque hace tres siglos que no hay peregrinos— aparecen primero el Palacio del Alcaudón, más al sur que los demás, y sus almenas puntiagudas evocan a la criatura que no se ha visto por aquí desde los días de los peregrinos; las más sutiles Tumbas Cavernosas, tres en total, sus entradas talladas en la piedra rosada de la pared del cañón; el enorme y central Monolito de Cristal; el Obelisco; la Tumba de Jade; y al fin la intrincada Esfinge, con su puerta cerrada y sus alas extendidas.

De Soya mira su cronómetro.

—Una hora y cincuenta y seis minutos —dice la comandante Barnes-Avne.

El padre capitán De Soya se muerde el labio. Hace meses que el cordón de guardas suizos aguarda alrededor de la Esfinge. A cierta distancia, más tropas forman un perímetro más ancho. Cada tumba tiene su destacamento de soldados expectantes, por si la profecía estuviera errada. Más allá del Valle, más tropas. En lo alto vigilan las naves-antorcha y la nave de mando. En la entrada del Valle aguarda la lanzadera personal de De Soya, los motores a punto, preparados para un despegue inmediato en cuanto la niña sedada esté a bordo. Dos mil kilómetros más arriba, aguarda la nave clase Arcángel
Rafael
con su diván de aceleración para niños.

Primero, la niña que tal vez se llame Aenea debe recibir el sacramento del cruciforme. Esto sucederá en la capilla de la nave-antorcha
San Buenaventura
, en órbita, poco antes de trasladar a la niña dormida a la nave correo. Tres días después ella resucitará en Pacem y será entregada a las autoridades de Pax.

El padre capitán De Soya se relame los labios secos. Teme que una niña inocente resulte lastimada, o que algo salga mal durante la detención. No logra concebir que una niña —aunque sea una niña del pasado, una niña que se ha comunicado con el TecnoNúcleo— pueda constituir una amenaza para la poderosa Pax o la Santa Iglesia.

El padre capitán De Soya refrena sus pensamientos; no le corresponde especular. Le corresponde cumplir órdenes y servir a sus superiores y, por mediación de ellos, servir a la Iglesia y a Jesucristo.

—Aquí está el intruso —jadea el sargento Gregorius. La imagen es brumosa, la tormenta de polvo es todavía muy violenta, pero los cinco soldados han llegado al lugar del impacto.

De Soya aumenta la resolución del visor y ve la madera y el papel despedazados, el metal acribillado y retorcido que podría haber sido un simple fueraborda de batería solar.

—Señuelo —dice el cabo Kee.

De Soya alza el visor y le sonríe a la comandante Barnes-Avne.

—Otra simulación. Van cinco.

La comandante no responde a la sonrisa.

—El próximo puede ser auténtico —dice. Y por su micrófono táctico ordena—: Continúa nivel cinco. A las E menos sesenta, pasamos a nivel seis.

Llegan confirmaciones por todas las bandas.

—Aún no entiendo quién desea interferir —comenta el padre capitán De Soya—. Ni cómo podrían lograrlo.

La comandante Barnes-Avne se encoge de hombros.

—Los éxters podrían estar aún saliendo del C-plus mientras hablamos.

—Entonces será mejor que traigan un enjambre entero —dice el padre capitán—. De ser menos, los enfrentaremos fácilmente.

—En esta vida nada es fácil —responde la comandante Barnes-Avne.

El deslizador desciende. La cámara de presión se activa y la rampa baja. El piloto se vuelve en el asiento, se sube el visor y dice:

—Comandante, capitán, me habían ordenado descender en la Esfinge a las E menos una hora y quince minutos. Llegamos un minuto antes.

De Soya se desconecta de la consola.

—Voy a estirar las piernas antes de que llegue la tormenta —le dice a la comandante—. ¿Quiere acompañarme?

—No. —Barnes-Avne baja el visor y susurra órdenes.

Fuera del deslizador, el aire está cargado de electricidad. El cielo aún tiene ese color lapislázuli de Hyperion, pero el borde sur del cañón resplandece con la proximidad de la tormenta.

De Soya mira su cronómetro. Una hora y quince minutos. Respira profundamente, jura no volver a mirar el reloj en por lo menos diez minutos y camina hacia la imponente sombra de la Esfinge.

12

Después de horas de charla, me mandaron a dormir hasta las tres de la mañana. No dormí, por supuesto. Siempre me costaba dormir la noche anterior a un viaje, y esa noche no dormí nada.

La ciudad cuyo nombre yo llevaba estaba silenciosa después de medianoche; la brisa otoñal amainó y las estrellas eran muy brillantes.

Durante un par de horas permanecí en bata pero a la una me levanté, me puse las resistentes ropas que me habían dado la noche anterior y revisé el contenido de mi mochila por quinta o sexta vez.

No había demasiado, por tratarse de semejante aventura: una muda de ropa, calcetines, una linterna láser, dos botellas de agua, un cuchillo —yo había especificado el tipo— con su funda, una gruesa chaqueta de lona con forro térmico, una manta ultraliviana, una brújula de guía inercial, un viejo suéter, gafas de visión nocturna y un par de guantes de cuero.

—¿Qué más puedes necesitar para explorar el universo? —murmuré.

También había especificado la ropa que usaría ese día: una cómoda camisa de lona y un chaleco con muchos bolsillos, gruesos pantalones de tralla como los que usaba cuando cazaba patos en los marjales, botas altas y blandas —las que llamaba «botas de bucanero», por la descripción de las historias de Grandam— y un tricornio blando que guardaría en un bolsillo del chaleco cuando no lo necesitara.

Me sujeté el cuchillo al cinturón, guardé la brújula en el bolsillo del chaleco y me quedé ante la ventana mirando las estrellas que titilaban sobre las montañas, hasta que A. Bettik vino a despertarme a las dos cuarenta y cinco.

El viejo poeta estaba despierto en su silla flotante, en el extremo de la mesa del nivel más alto de la torre. Habían quitado el techo de lona y las estrellas brillaban fríamente en lo alto. Había braseros encendidos, y antorchas en la pared de piedra. Habían servido el desayuno —carnes fritas, frutas, pastelillos, pan fresco— pero yo sólo tomé una taza de café.

—Será mejor que te alimentes —rezongó el viejo—. No sabes cuándo llegará tu próxima comida.

Lo miré de hito en hito. El vapor del café me entibiaba la cara. El aire estaba frío.

—Si las cosas salen según lo planeado, estaré en la nave espacial en menos de seis horas. Comeré entonces.

BOOK: Endymion
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