Eso era todo. Le devolví el libro a A. Bettik, apagué la lámpara, fui al frente de la balsa y escudriñé el horizonte con amplificadores de visión nocturna. Las gafas no eran necesarias bajo la brillante luz de las tres lunas.
—El libro miente —dije—. Podemos ver al menos veinticinco kilómetros hasta el horizonte. No hay otro portal.
—Tal vez se desplazó —dijo A. Bettik.
—O se hundió —dijo Aenea.
—Ja —dije, guardando las gafas en mi mochila y sentándome con los otros cerca del tubo calefactor. El aire estaba frío.
—Es posible —dijo el androide— que, al igual que en los demás segmentos del río, haya una versión larga y otra corta de esta sección.
—¿Por qué siempre nos tocan las versiones largas? —pregunté.
Estábamos preparando el desayuno, hambrientos después de la larga noche de tormenta en el río, aunque las tostadas, el cereal y el café parecían más un bocado de medianoche en el mar iluminado por la luna.
Pronto nos habituamos al vaivén de la balsa en las grandes olas y ninguno sufrió mareos. Después de mi segunda taza de café, me sentí mejor. Algo en la guía había despertado mi sentido del absurdo, pero no me gustaba esa alusión al «leviatán boca de lámpara».
—Estás disfrutando de esto, ¿verdad? —me dijo Aenea cuando nos sentamos frente a la tienda. A. Bettik estaba detrás, en el timón.
—¿Porqué? —Alcé las manos—. Es una aventura. Pero nadie ha salido lastimado.
—Creo que faltó poco, en esa tormenta.
—Sí, bien...
—¿Y por qué más te gusta? —preguntó la niña con auténtica curiosidad.
—Siempre me gustó la vida al aire libre —respondí con sinceridad—. Acampar, alejarse de todo. Hay algo en la naturaleza que me hace sentir... no sé... en conexión con algo más vasto. —Callé antes de ponerme a hablar como un gnóstico zen ortodoxo.
La niña se aproximó.
—Mi padre escribió un poema sobre esa idea. En realidad, fue el antiguo poeta pre-Hégira del cual se clonó el cíbrido de mi padre, pero la sensibilidad de mi padre estaba en el poema. —Antes de que yo pudiera hacer preguntas, Aenea continuó—. No era un filósofo. Era joven, más joven que tú, y su vocabulario filosófico era bastante primitivo, pero en este poema intentó expresar las etapas por medio de las cuales nos aproximamos a la fusión con el universo. En una carta considera estas etapas como «una especie de termómetro del placer».
Quedé sorprendido y un poco desconcertado por este breve discurso. Nunca había oído a Aenea hablando seriamente de nada, ni usando palabras tan largas, y lo del «termómetro del placer» sonaba vagamente obsceno. Pero escuché mientras ella continuaba.
—Mi padre pensaba que la primera etapa de la felicidad humana era una «camaradería con la esencia» —murmuró. Noté que A. Bettik escuchaba desde su puesto de timonel—. Con eso se refería a una respuesta imaginativa y sensual a la naturaleza... la sensación que describías antes.
Me froté la mejilla, sintiendo la barba crecida. Si pasaba unos días más sin afeitarme, tendría barba. Bebí mi café.
—Mi padre consideraba que la poesía, la música y el arte forman parte de esa respuesta a la naturaleza. Es un modo falible pero humano de vibrar en consonancia con el universo. La naturaleza crea en nosotros esa energía de creación. Para mi padre la imaginación y la verdad eran lo mismo. Una vez escribió: «La imaginación puede compararse con el sueño de Adán: despertó y encontró que era cierta.»
—No sé si entiendo eso. ¿Significa que la ficción es más verdadera que... la verdad?
Aenea sacudió la cabeza.
—No, creo que significa... bien, en el mismo poema hay un himno a Pan.
Fiero abridor de las puertas misteriosas
que llevan al conocimiento universal.
Aenea sopló su té para enfriarlo.
—Para mi padre, Pan se convirtió en símbolo de la imaginación... sobre todo de la imaginación romántica. —Sorbió el té—. ¿Sabías, Raul, que Pan era el precursor alegórico de Cristo?
Parpadeé. Ésta era la misma niña que dos noches atrás pedía cuentos de fantasmas.
—¿Cristo?—pregunté. Yo era hijo de mis tiempos, y la blasfemia me causaba escozor.
Aenea bebió el té y miró las lunas. Se rodeó las rodillas con el brazo izquierdo.
—Mi padre pensaba que esa imaginación pánica y elemental inspiraba a algunas personas, no a todas, cierta respuesta a la naturaleza.
Sé pues el refugio insospechado
de pensamientos solitarios, elusivos
aun hasta el confín del firmamento.
Desnuda tu cerebro; sé pues la levadura
que al crecer en la obtusa, turbia tierra.
Le brinda un aire etéreo, un nuevo nacimiento:
sé pues un símbolo de inmensidad:
un cielo reflejándose en un mar,
un elemento que llena el intersticio,
una incógnita...
Callamos un instante. Yo me había criado escuchando poesía: los toscos poemas épicos de los pastores, los
Cantos
del viejo poeta, la
Épica del jardín
del joven Tycho, Glee y el centauro Raul. Estaba acostumbrado a los versos bajo cielos estrellados. Pero la mayoría de los poemas que había oído, aprendido y amado me resultaban más comprensibles.
Al cabo de una pausa sólo interrumpida por el embate de las olas contra la balsa y el viento contra la tienda, dije:
—¿Conque ésta era la idea de tu padre sobre la felicidad?
Aenea echó la cabeza hacia atrás, y su cabello ondeó al viento.
—Oh no —dijo—. Sólo la primera etapa de la felicidad en su termómetro del placer. Había dos etapas superiores.
—¿Cuáles eran? —preguntó A. Bettik. La suave voz del androide me sobresaltó. Me había olvidado de que iba en la balsa con nosotros.
Aenea cerró los ojos y habló de nuevo con voz suave y musical, exenta del sonsonete de los que arruinan la poesía.
Pero hay marañas más tupidas
más autodestructivas, que llevan paso a paso
a la intensa cumbre, y cuya corona,
de amor y amistad forjada,
ciñe la frente de la humanidad.
Miré la tormenta de polvo y los relámpagos volcánicos de la luna gigante. Nubes color sepia cruzaban el paisaje naranja y pardo.
—¿Conque éstos son los otros niveles? —dije, un poco defraudado—. ¿Primero la naturaleza, después el amor y la amistad?
—No exactamente —dijo la niña—. Mi padre pensaba que la verdadera amistad entre los humanos estaba en un nivel superior a nuestra respuesta a la naturaleza, pero que el nivel máximo era el amor.
Asentí.
—Como enseña la Iglesia —dije—. El amor de Cristo, el amor al prójimo.
—No —dijo Aenea, terminando el té—. Mi padre se refería al amor erótico. El sexo. —De nuevo cerró los ojos.
Ahora que he saboreado su dulce alma hasta la médula,
las demás honduras son superficiales: las esencias,
antaño espirituales, apenas son lodosas vegas
destinadas a fertilizar mi raíz terrena
para que un áureo fruto crezca de mis ramas
hacia el cielo floreciente.
No supe qué decir, así que arrojé el resto del café de mi taza, me aclaré la garganta, estudié las lunas y la Vía Láctea.
—¿Y bien? ¿Crees que él había descubierto algo importante? —En cuanto lo dije, quise patearme. Estaba hablando con una niña. Recitaba poesía antigua, tal vez pornografía antigua, pero no había manera de que ella pudiera entenderla.
Aenea me miró. El claro de luna alumbró sus grandes ojos.
—Creo que hay más niveles en el cielo y la tierra, Horacio, de los que sueña la filosofía de mi padre.
—Entiendo —dije, pensando «¿Quién demonios es Horacio?»
—Mi padre era muy joven cuando escribió eso —dijo Aenea—. Fue su primer poema y fue un fracaso. Él quería que su héroe pastor aprendiera la exaltación de estas cosas: la poesía, la naturaleza, la sabiduría, las voces de los amigos, los actos valerosos, la gloria de los lugares extraños, el encanto del sexo opuesto. Pero se detuvo antes de llegar a la verdadera esencia.
—¿Qué verdadera esencia? —pregunté. La balsa se meció con la respiración del mar.
—El sentido de cada forma, movimiento y sonido:
explorar todas las formas y sustancias
hasta llegar a sus simbólicas esencias.
¿Por qué esas palabras me resultaban tan familiares?
Tardé un rato en recordar.
Nuestra balsa siguió surcando la noche y el mar de Mare Infinitus.
Nos dormimos de nuevo antes de que despuntaran los soles, y después de otro desayuno me puse a revisar las armas. La poesía filosófica a la luz de la luna estaba bien, pero las armas certeras eran una necesidad.
No había tenido tiempo de probar las armas de fuego a bordo de la nave ni después de nuestra colisión en el mundo selvático, y me ponía nervioso andar con armas que nunca había disparado ni afinado. En mi breve tiempo en la Guardia Interna y mis largos años como guía de cazadores, había descubierto que la familiaridad con un arma era tanto o más importante que tener un rifle sofisticado.
La luna más grande aún estaba en el cielo cuando se elevaron los soles, primero la binaria más pequeña, una mota brillante en el cielo de la mañana, haciendo palidecer la Vía Láctea y borroneando los detalles de la gran luna, y luego la primaria, más pequeña que el sol de Hyperion —tan parecido al Sol de Vieja Tierra— pero muy brillante. El cielo cobró un profundo color ultramarino y luego azul cobalto, con las dos estrellas llameando y la luna anaranjada llenando el cielo detrás de nosotros. La luz del sol convertía la atmósfera de la luna en un disco brumoso y borroneaba los rasgos de la superficie. El día se puso más templado, luego caluroso, luego tórrido.
El mar se encrespó, y las apacibles ondas se convirtieron en olas de dos metros que hamacaban la balsa pero estaban tan separadas como para permitir que las recorriéramos sin mayores contratiempos. Tal como prometía la guía, el mar era de un perturbador color violeta, entrecruzado por crestas de un azul oscurísimo, casi negro, y en ocasiones por bancos de algas o espuma aún más oscura. La balsa continuó rumbo al horizonte donde habían despuntado las lunas y los soles —el este, desde nuestra perspectiva— y sólo nos cabía abrigar la esperanza de que la fuerte corriente nos llevara a alguna parte. Cuando dudábamos del empuje de la corriente, usábamos una cuerda o arrojábamos un desecho por la borda y observábamos la diferencia entre el tirón del viento y la corriente. Las olas se formaban en lo que percibíamos como sur a norte. Continuamos hacia el este.
Disparé primero la 45, comprobando el cargador para asegurarme de que los cartuchos estuvieran en su sitio. Temía que la arcaica característica de tener la munición separada de la estructura del cargador me hiciera olvidar recargar en un momento difícil. No teníamos muchas cosas sobrantes para practicar puntería, pero cogí algunos envases usados de raciones, arrojé uno y esperé a que estuviera a quince metros.
La automática se disparaba con un rugido ensordecedor. Yo sabía que las armas de fuego eran ruidosas —había disparado algunas durante mi entrenamiento, pues los rebeldes del Garfio de Hielo las usaban con frecuencia—, pero esta detonación casi me hizo soltar la pistola. Aenea, que estaba mirando hacia el sur y reflexionando sobre algo, se levantó de un brinco. Hasta el impasible androide se sobresaltó.
—Lo lamento —dije.
Aferré la pesada pistola con ambas manos y disparé de nuevo.
Después de usar dos cargadores de munición, tuve la certeza de que podía acertarle a algo a quince metros. Más allá de eso... bien, esperaba que mi blanco tuviera oídos y se asustara con el estruendo.
Al desarmar la pistola después de los disparos, volví a mencionar que esa antigua arma podía haber pertenecido a Brawne Lamia.
Aenea la examinó.
—Como dije, nunca vi a mi madre con un arma de mano.
—Se la pudo haber prestado al cónsul cuando él regresó a la Red en la nave —dije, limpiando la pistola abierta.
—No —dijo A. Bettik.
Me volví hacia él mientras se inclinaba sobre el remo.
—¿No? —repetí.
—Vi el arma de M. Lamia cuando ella estaba en la
Benarés
. Era una pistola anticuada, creo que de su padre, pero tenía una culata perlada, una mira láser, y estaba adaptada para usar cargadores de dardos.
—Ah —bien, la idea había sido atractiva—. Al menos esta cosa está bien preservada y reconstruida —dije. Debían de haberla guardado en una caja de estasis; una pistola de mil años no habría funcionado de otra manera. O tal vez era una ingeniosa reproducción que el cónsul había encontrado en sus viajes. No tenía importancia, pero siempre me había conmovido esa sensación de historia, por llamarla de algún modo, que parecía emanar de las armas antiguas.
A continuación usé la pistola de dardos. Bastó un disparo para comprobar que funcionaba a la perfección. El pak de raciones estalló en mil astillas de flujoespuma a treinta metros de distancia. La cresta de la ola titiló como si la acribillara una lluvia de acero. Las armas de dardos eran destructivas, casi infalibles y muy perversas con el blanco, razón por la cual la había elegido. Le puse el seguro y la guardé en mi mochila.
El rifle de plasma fue más difícil de ajustar. La mirilla óptica me permitía apuntar a cualquier cosa desde el pak de raciones que flotaba a treinta metros hasta el horizonte, a veinticinco kilómetros. Hundí el pak de raciones con el primer disparo, pero costaba discernir su eficacia en disparos más largos. Allí no había nada contra lo cual disparar. Teóricamente, un rifle de pulsos podía acertarle a cualquier cosa —no había margen de desviación ni arco Balístico— y vi por la mira que el rayo abría un boquete en las olas a veinte kilómetros de distancia, pero no creaba la misma confianza que disparar contra un blanco distante. Apunté hacia la luna gigante que ahora se ponía a nuestras espaldas. A través de la mira distinguí una montaña de cumbre blanca —probablemente de pura nieve— y, sólo por gusto, disparé. El disparo del rifle de plasma era silencioso en comparación con la pistola automática, apenas un carraspeo. La mira no tenía potencia suficiente para mostrar un acierto, y a esa distancia la rotación de los dos mundos sería un problema, pero me habría sorprendido no haber acertado en la montaña. En las barracas de la Guardia Interna se contaban anécdotas sobre guardias suizos que habían derribado comandos Éxters disparando a miles de kilómetros contra un asteroide vecino o algo similar. El truco, como había sucedido durante milenios, era ver al enemigo primero.