Endymion (36 page)

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Authors: Dan Simmons

Tags: #Los cantos de Hyperion 3

BOOK: Endymion
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—De acuerdo, de acuerdo. Este-sureste.

El sol bajaba a nuestras espaldas. Este mundo giraba como Vieja Tierra e Hyperion. El río se enderezó y aceleré un poco. En los laberintos de Hyperion había volado a trescientos kilómetros por hora, pero no quería ir a tanta velocidad si no era necesario. Las baterías de las hebras de vuelo eran duraderas, pero no tenía por qué agotarlas antes de lo necesario. Me recordé que debía recargar las hebras en la nave antes de partir, aunque lleváramos las aeromotos.

—Mira —dijo Aenea, señalando a la izquierda. Al norte, iluminada por el poniente, una mole semejante a una meseta o construcción humana se elevó desde el dosel de la selva—. ¿Podemos ir a mirar?

No era conveniente. Teníamos un objetivo, teníamos un límite de tiempo —el sol poniente, por lo pronto— y teníamos mil motivos para no correr riesgos en las inmediaciones de artefactos extraños. Por lo que sabíamos, esa meseta o torre podía ser el cuartel general de Pax en aquel planeta.

—Claro —dije, pateándome mentalmente por ser tan idiota, y dirigí la alfombra hacia el norte.

El objeto estaba a mayor distancia de la que aparentaba. Aceleré a doscientos kilómetros por hora, y aun así tardamos diez minutos en llegar.

—Disculpa, M. Endymion —dijo la voz de la nave—, pero pareces haberte desviado y ahora te diriges al nornoreste, a unos ciento tres grados de tu objetivo anterior.

—Estamos investigando una torre o loma que sobresale de la jungla al norte. ¿La tienes en tu radar?

—Negativo —dijo la nave, y de nuevo creí detectar cierta sequedad en su tono—. Aquí, hundida en el barro, no tengo un punto de observación óptimo. Todo lo que esté por debajo de la inclinación de veintiocho grados a partir del horizonte se pierde en la confusión. Tú estás justo dentro de mi ángulo de detección. Veinte kilómetros más al norte te perderé.

—Está bien. Sólo examinaremos esto y regresaremos al río.

—¿Por qué? ¿Por qué investigar algo que no tiene nada que ver con vuestros planes de viajar río abajo?

Aenea me cogió la muñeca.

—Somos humanos —replicó.

La nave no respondió.

Al fin llegamos a aquella cosa, que se elevaba cien metros sobre el dosel de la jungla.

Sus niveles inferiores estaban tan rodeados de gimnospermas gigantes que la torre parecía un viejo peñasco elevándose en un mar verde.

Parecía natural pero también artificial, o al menos modificada por alguna inteligencia. Tenía setenta metros de anchura y parecía hecha de roca, tal vez algún tipo de piedra arenisca. El sol poniente —a sólo diez grados del horizonte selvático— bañaba el peñasco en una chispeante luz roja. Aquí y allá, en las laderas este y oeste del peñasco, había aberturas que Aenea y yo consideramos naturales al principio, talladas por el viento o el agua; pronto comprendimos que estaban talladas con herramientas. En la ladera este también había nichos, tallados a una distancia apropiada como para ser escalones y agarraderas para pies y manos humanas. Pero eran nichos angostos de escasa profundidad, y la idea de escalar así ese peñasco de más de cien metros me revolvió el estómago.

—¿Podemos acercarnos más? —preguntó Aenea.

Yo mantenía la alfombra a cincuenta metros de distancia mientras sobrevolábamos.

—No creo que sea aconsejable. Ya estamos al alcance de un arma de fuego. No quiero tentar a nadie que tenga lanza o arco y flechas.

—Un arco podría acertarnos a esta distancia —dijo Aenea, pero no insistió.

Por un segundo creí ver algo que se movía dentro de una de las aberturas ovales de la piedra roja, pero luego decidí que era un truco de la luz del atardecer.

—¿Suficiente? —pregunté.

—No —dijo Aenea. Me aferraba los hombros mientras virábamos. La brisa me agitaba el cabello corto, y al mirar hacia atrás vi el cabello ondeante de la niña.

—Pero tenemos que volver a lo nuestro —dije, enfilando hacia el río y acelerando. Cuarenta metros debajo de nosotros, la techumbre de gimnospermas lucía blanda, plumosa y engañosamente continua, como si pudiéramos aterrizar sobre ella en caso de emergencia. Al pensar en las consecuencias de semejante emergencia, sentí un aguijonazo de tensión. «Pero A. Bettik tiene el cinturón de vuelo y las aeromotos —pensé—. Puede venir a buscarnos si es preciso.»

Interceptamos el río un kilómetro al sureste de donde lo habíamos dejado, y nuestra visibilidad llegaba a treinta kilómetros. No había ningún portal teleyector.

—¿Hacia dónde? —pregunté.

—Sigamos un poco más.

Asentí y viré a la izquierda, permaneciendo sobre el río. No habíamos visto indicios de vida animal salvo algunas aves blancas y esos murciélagos vegetales rojos. Estaba pensando en los escalones del monolito rojo cuando Aenea me tiró de la manga y señaló abajo. Algo muy grande se movía bajo la superficie del río.

El reflejo de la luz del sol en el agua nos ocultaba los detalles, pero pude distinguir una piel correosa, algo parecido a una cola con pinchos y aletas o zarcillos a los costados. La criatura debía de tener diez metros de longitud. Se sumergió y la pasamos antes de poder ver más.

—Era una especie de manta de río —dijo Aenea por encima de mi hombro. Volábamos rápidamente, y el viento hacía ruido contra el campo de deflexión.

—Más grande —dije.

Yo había trabajado con mantas de río, y nunca había visto una tan larga ni tan ancha. De pronto la alfombra voladora me pareció muy frágil e insustancial. Bajé treinta metros —ahora volábamos muy cerca de los árboles— para que una caída no resultara fatal en caso de que la antigua alfombra decidiera abandonarnos sin advertencia.

Doblamos otro recodo, notamos que el río se estrechaba rápidamente, y pronto fuimos saludados por un rugido y una muralla de espuma. La cascada no era espectacular —apenas diez a quince metros— pero un gran volumen de agua caía por ella. El río de un kilómetro de anchura se angostaba entre peñascos de roca hasta tener sólo cien metros, y el caudal era impresionante. Había más rápidos sobre las rocas, y luego de un ancho remanso el río volvía a ensancharse y a ser relativamente plácido. Por un segundo me pregunté estúpidamente si la criatura fluvial que habíamos visto estaría preparada para esta repentina caída.

—No creo que encontremos el portal a tiempo para regresar antes del anochecer —dije—. Siempre que haya un portal río abajo.

—Hay uno —dijo Aenea.

—Hemos recorrido por lo menos cien kilómetros.

—A. Bettik dijo que los tramos del Tetis tenían esa longitud de promedio. Puede haber doscientos o trescientos kilómetros entre portales. Además había muchos portales a lo largo de diversos ríos. Los tramos del río variaban en longitud aun dentro del mismo mundo.

—¿Quién te contó eso? —pregunté, girando para mirarla.

—Mi madre. Ella era detective. Una vez tuvo un caso de divorcio donde siguió a un tío casado y su novia tres semanas por el río Tetis.

—¿Qué es un caso de divorcio?

—No importa. —Aenea giró para mirar hacia atrás. El cabello le fustigó la cara—. Tienes razón. Regresemos a la nave. Vendremos por aquí mañana.

Viré y aceleré con rumbo al oeste. Cruzamos la cascada y nos reímos cuando la espuma nos mojó la cara y las manos.

—¿M. Endymion? —dijo el comlog.

No era la nave, sino A. Bettik.

—Sí. Estamos regresando. Nos encontramos a media hora de distancia.

—Lo sé —dijo la calma voz del androide—. Estaba mirando la torre, la cascada y todo lo demás en el holofoso.

Aenea y yo nos miramos desconcertados.

—¿Quieres decir que el comlog envía imágenes?

—Desde luego —dijo la nave—. Holo o vídeo. También estuvimos monitoreando el vuelo.

—Aunque la postura es un poco rara —dijo A. Bettik—, pues el holofoso es ahora un hueco en la pared. Pero no llamaba para verificar vuestra posición.

—¿Entonces qué?

—Parece que tenemos un visitante —dijo A. Bettik.

—¿Una gran criatura acuática? —inquirió Aenea—. ¿Una especie de manta, pero más grande?

—No exactamente —respondió la calma voz de A. Bettik—. Es el Alcaudón.

30

Nuestra alfombra voladora debía de parecer un borrón durante nuestro frenético viaje de regreso a la nave. Pregunté si la nave podía enviarnos un holo en tiempo real del Alcaudón, pero dijo que la mayoría de los sensores del casco estaban cubiertos de fango y no tenía una visión clara de la playa.

—¿Está en la playa? —pregunté.

—Hace un momento, cuando subí para bajar otra carga —dijo A. Bettik.

—Entonces estaba en el anillo acumulador del motor Hawking —dijo la nave.

—¿Qué? No hay entrada en esa parte de la nave... —Callé antes de ponerme en ridículo—. ¿Dónde está ahora?

—No estamos seguros —dijo A. Bettik—. Saldré al casco y llevaré una radio. La nave retransmitirá mi voz.

—Aguarda...

—M. Endymion —interrumpió el androide—, no llamé para que os apresuraseis a regresar, sino para sugerir que alargarais vuestro paseo hasta que la nave y yo tengamos algún indicio de las intenciones de nuestro visitante.

Qué ocurrencia la mía. Yo era el encargado de proteger a esa niña, y cuando aparecía lo que quizá fuera la máquina más mortífera de la galaxia, decidía llevarla precisamente hacia el peligro. En ese largo día me había comportado como un idiota. Tendí la mano para reducir la velocidad y regresar hacia el este.

La manita de Aenea interceptó la mía.

—No —dijo—. Regresaremos.

Yo sacudí la cabeza.

—Esa cosa...

—Esa cosa puede ir adonde le plazca —dijo la niña con toda gravedad—. Si me buscara a mí, o a ti, aparecería en la alfombra.

Esa idea me hizo mirar alrededor.

—Regresemos —insistió Aenea.

Suspiré y regresé río arriba, reduciendo un poco la velocidad. Saqué el rifle de plasma de la mochila e inserté la culata.

—No lo entiendo. ¿Existe alguna constancia de que ese monstruo alguna vez se fuera de Hyperion?

—No lo creo —dijo la niña. Se había inclinado para apoyarme la cara en la espalda, tratando de cubrirse del ventarrón al reducir el campo de deflexión.

—¿Entonces qué ocurre? ¿Te está siguiendo?

—Parece lógico —dijo, la voz ahogada por mi camisa de algodón.

—¿Por qué?

Aenea se apartó con tal fuerza que instintivamente estiré la mano para impedir que se cayera. Ella apartó mi mano.

—Raul, todavía desconozco las respuestas a estas preguntas, ¿de acuerdo? No sabía si esa cosa se iría de Hyperion, y por cierto no era lo que quería. Créeme.

—Te creo —dije. Bajé la mano hacia la alfombra, notando cuán grande era junto a su pequeña mano, su pequeña rodilla, su pie diminuto.

Ella apoyó su mano en la mía.

—Regresemos.

—Correcto.

Metí en el rifle un cargador de cartuchos de plasma. Los casquetes no estaban separados, sino fundidos con el cargador hasta que se disparaban. Cada cargador llevaba cincuenta cartuchos. Cuando se disparaba el último, el cargador desaparecía. Inserté el cargador de un manotazo, como me habían enseñado en la Guardia, sintonicé el selector en un disparo por vez y me cercioré de que el seguro estuviera puesto. Me apoyé el arma en las rodillas.

Aenea me tocó los hombros y me dijo al oído:

—¿Crees que ese rifle servirá de algo contra el Alcaudón?

Moví la cabeza hacia ella.

—No —respondí.

Volamos hacia el sol poniente.

Cuando llegamos, A. Bettik estaba solo en la estrecha playa. Agitó la mano para indicarnos que todo estaba bien, pero antes de descender sobrevolé las copas de los árboles. Hacia el oeste la roja esfera del sol se mecía sobre la techumbre de la selva.

Dejé la alfombra junto a la pila de cajas y equipos en la playa, a la sombra del casco de la nave, y me levanté de un brinco, quitando el seguro del rifle.

—No ha reaparecido —dijo A. Bettik. Nos había comunicado esto al salir de la nave pero yo seguía tenso de expectación. El androide nos condujo a un claro donde había un par de huellas, si se podían llamar huellas. Parecía que alguien hubiera apoyado en la arena una pesada y filosa maquinaria agrícola.

Me agazapé junto a las huellas como el rastreador experimentado que era; comprendí la inutilidad de ese ejercicio.

—¿Apareció aquí, de nuevo en la nave y desapareció?

—Sí —dijo A. Bettik.

—Nave, ¿detectaste al monstruo en radar o visual?

—Negativo —dijo el comlog—. No hay grabadores de vídeo en el acumulador del motor Hawking.

—¿Cómo supiste que estuvo ahí?

—Tengo un sensor de masa en cada compartimiento. Para propósitos de vuelo, debo saber exactamente cuánta masa se desplaza en cada sector de la nave.

—¿Cuánta masa desplazaba? —pregunté.

—Uno-coma-cero-seis-tres toneladas métricas —dijo la nave.

Me quedé petrificado.

—¿Qué? ¿Más de mil kilos? Eso es ridículo. —Miré de nuevo las dos huellas—. Imposible.

—Posible —dijo la nave—. Durante la estancia de la criatura en el anillo acumulador del motor Hawking, medí un desplazamiento exacto de uno-coma-cero-seis-tres mil kilos y...

—Santo cielo —dije, volviéndome hacia A. Bettik—. Me pregunto si alguien habrá pesado antes a este bastardo.

—El Alcaudón tiene casi tres metros de altura —dijo el androide—. Y debe de ser muy denso. También puede modificar su masa según lo requiera.

—¿Lo requiera para qué? —murmuré, mirando la hilera de árboles. La espesura se ennegrecía al ponerse el sol. Las frondas de las plumosas gimnospermas recibieron la última luz y se disiparon. Se habían aproximado nubes durante nuestros últimos minutos de vuelo, y ahora también irradiaban un fulgor rojo y se opacaban a medida que anochecía.

—¿Estás preparado para obtener una lectura de las estrellas? —pregunté al comlog.

—Casi —dijo la nave—, aunque está cubierto de nubes tendrá que despejarse. Entretanto, he realizado algunos cálculos.

—¿Como cuáles? —preguntó Aenea.

—Según el movimiento del sol de este mundo en las últimas horas, el día de este planeta es de dieciocho horas, seis minutos y cincuenta y un segundos. Unidades estándar de la Hegemonía, por supuesto.

—Por supuesto —dije. Y a A. Bettik—: ¿Esa guía muestra un día de dieciocho horas en algunos de esos mundos para viajeros del río Tetis?

—No he visto ninguno, M. Endymion.

—De acuerdo. Decidamos qué haremos esta noche. ¿Acampamos aquí, nos quedamos en la nave o cargamos este material en las aeromotos y vamos cuanto antes río abajo hasta el próximo portal? Podemos llevar la balsa inflable. Yo voto por esto. No tengo gran interés en quedarme en este mundo si el Alcaudón anda por aquí.

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