Endymion (39 page)

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Authors: Dan Simmons

Tags: #Los cantos de Hyperion 3

BOOK: Endymion
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De pronto empezó a llover y los relámpagos cesaron. Corrimos hacia la tienda, Aenea y A. Bettik agazapados cerca de la abertura del frente, aún buscando bancos de arena o leños flotantes, yo de pie en la parte de atrás, donde la niña había arreglado la tienda para que el timonel contara con algún refugio.

Las lluvias eran intensas y frecuentes en el río Kans cuando yo era barquero. Recuerdo estar acurrucado en la chorreante cabina de una vieja barca y preguntarme si el peso de la lluvia la hundiría, pero no recuerdo ninguna lluvia como ésta.

Por un momento pensé que nos habíamos topado con una cascada mucho más grande y sin darnos cuenta habíamos caído bajo la precipitación, pero todavía íbamos río abajo y no había una cascada, solo la terrible fuerza de la peor lluvia que yo había experimentado.

Lo aconsejable habría sido dirigirse a la orilla y aguardar hasta que amainara ese diluvio, pero no veíamos nada, excepto relámpagos de colores detrás de esa muralla vertical de agua, y no sabíamos a qué distancia estaba la orilla ni si era posible amarrar la balsa. Sujeté el timón en su posición más alta, para que se limitara a mantener la proa detrás, abandoné mi puesto y me acurruqué junto a la niña y el androide mientras los cielos se abrían y derramaban ríos, lagos, mares de agua sobre nosotros.

La niña había montado y asegurado la tienda con destreza o con suerte, pues ni una vez se plegó ni se aflojó. Digo que me acurruqué junto a ellos, pero en realidad los tres estábamos ocupados sosteniendo cajas mientras la balsa se zamarreaba y giraba en redondo. Ignorábamos en qué dirección íbamos, si la balsa estaba segura en medio del río o se dirigía a las rocas de un rápido, o bien si enfilaba hacia un acantilado porque el río viraba mientras nosotros seguíamos en línea recta. Ya no importaba a esas alturas: sólo queríamos conservar nuestro equipo, no caer por la borda y mantener a la vista a los otros dos.

En un punto —con un brazo sobre las mochilas y la mano en el cuello de la niña, que se estiró para recobrar un cacharro que salía despedido de la tienda— miré al frente de la balsa y comprendí que toda la balsa estaba bajo el agua excepto nuestra plataforma. El viento arrojaba olas que irradiaban un fulgor rojo o amarillo, según el color de ese telón de relámpagos. Recordé algo que había olvidado buscar en la nave: chalecos salvavidas, dispositivos personales de flotación.

Poniendo a Aenea bajo el techo de la tienda, grité en medio de la tormenta:

—¿Sabes nadar cuando no estás en gravedad cero?

—¿Qué? —Vi que sus labios formaban la palabra, pero no pude oírla.

—¿Sabes nadar?

A. Bettik nos miró desde las cajas. Chorreaba agua por la cabeza calva y la larga nariz. Sus ojos azules parecían violetas cuando estallaban los relámpagos.

Aenea sacudió la cabeza, pero no supe si me respondía negativamente o si me daba a entender que no me oía. Su chaleco empapado chasqueaba como una sábana mojada en una tormenta de viento.

—¿SABES... NADAR? —grité a pleno pulmón. El esfuerzo me dejó sin aliento. Di frenéticas brazadas. El zamarreo de la balsa nos separó y nos aproximó.

Noté que Aenea comprendía. Su largo cabello chorreaba lluvia y espuma. Sonrió y se acercó para gritarme al oído.

—¡GRACIAS! ME GUSTARÍA NADAR. TAL VEZ MÁS TARDE.

Entonces dimos con un remolino, o tal vez el viento infló la tienda y la usó como vela para impulsar la balsa, pero lo cierto es que la balsa giró sobre sí misma, vaciló y siguió girando. Renunciamos a salvar nada salvo nuestro pellejo y nos acurrucamos en el centro de la plataforma. Noté que Aenea gritaba —una especie de «¡Hurra!» de felicidad— y sin darme cuenta repetí el grito. Era agradable gritar en medio del vendaval y el diluvio sin que nos oyeran, sintiendo el eco del grito en el cráneo y los huesos mientras reverberaba el rugido del trueno. Miré a la derecha cuando un relámpago carmesí iluminó el río, vi con asombro que la balsa esquivaba como un trompo una roca que sobresalía del agua, pero me asombró aún más ver a A. Bettik de rodillas, la cabeza echada hacia atrás, gritando «¡Hurra!» con nosotros a voz en cuello.

La tormenta duró toda la noche. Al romper el alba la lluvia amainó hasta convertirse en una mera garúa. Los relámpagos y estruendos debieron de terminar entonces, pero no estoy seguro de ello. Yo, al igual que mi joven amiga y mi amigo androide, estaba profundamente dormido.

Cuando despertamos, el sol estaba alto, no había nubes y el río era ancho y lento. La jungla se desplazaba en ambas orillas como un tapiz ininterrumpido, y el cielo era suave y azul.

Permanecimos un rato sentados, los codos sobre las rodillas, la ropa empapada. No dijimos nada. Creo que aún veíamos la turbulencia de la noche anterior, y las explosiones de color aún estallaban en nuestra retina.

Al cabo de un rato Aenea se levantó con piernas trémulas. La superficie de la balsa estaba mojada, pero todavía encima del agua. Un tronco de estribor se había zafado y había algunas cuerdas deshilachadas en vez de nudos, pero en general nuestra embarcación aún estaba en buenas condiciones.

Revisamos las junturas y realizamos un inventario. La lámpara que habíamos colgado como farol había desaparecido, al igual que un cartón de raciones, pero todo lo demás parecía en orden.

—Bien, podéis remolonear un rato —dijo Aenea—. Yo prepararé un desayuno.

Puso el cubo calefactor al máximo, hizo hervir agua, preparó té para ella y café para nosotros, puso a freír lonjas de jamón con tajadas de patata.

Miré el jamón siseante.

—Creí que eras vegetariana —dije.

—Lo soy. Yo comeré bocadillos de trigo y beberé esa espantosa leche reconstituida por la nave, pero por esta única vez soy el chef y comeréis bien.

Comimos bien, sentados en el frente de la plataforma, donde el sol nos bañaba la piel y nos secaba la ropa. Saqué mi aplastado tricornio de un bolsillo de mi chaleco húmedo, lo estrujé y me lo puse en la cabeza para cubrirme. Aenea se echó a reír. Miré a A. Bettik, pero el androide estaba tan calmo e impasible como siempre, como si esa hora de gritar «¡Hurra!» con nosotros nunca hubiera existido.

A. Bettik enderezó el poste del frente de la balsa, se quitó su harapienta camisa blanca y la colgó para secarla. El sol brilló sobre su perfecta piel azul.

—¡Una bandera! —exclamó Aenea—. Es lo que necesitaba esta expedición.

Me eché a reír.

—Pero no una bandera blanca. Eso significa... —Callé de golpe.

Habíamos avanzado por la lenta corriente virando en un recodo del río. Ahora veíamos el enorme y antiguo portal teleyector que se arqueaba a cientos de metros de altura. Árboles enteros habían crecido sobre su ancho lomo, y largas lianas colgaban de sus frisos y hendeduras.

Ocupamos nuestros puestos: yo en el timón, A. Bettik de pie ante el largo poste, dispuesto a apartar rocas o troncos, y Aenea en el frente.

Durante un largo minuto creí que el teleyector no funcionaría. Veía la jungla y el cielo azul debajo, veía el río que pasaba más allá. La vista era normal, hasta que llegamos a la sombra del arco gigante. Un pez saltó del agua a diez metros. El viento agitaba el cabello de Aenea y las olas del río. Encima de nosotros, toneladas de metal antiguo colgaban como un intento infantil de dibujar un puente.

—No pasó nada... —dije.

El aire se llenó de electricidad de una manera más repentina y aterradora que en la tormenta de la noche anterior. Era como si un telón gigante hubiera caído desde el arco. Caí de rodillas, sintiendo el peso y luego la falta de peso. Por un brevísimo instante tuve la sensación que había tenido cuando el campo de choque nos rodeó en la nave espacial derribada, como un feto luchando contra un saco amniótico.

Lo atravesamos. El sol desapareció. La luz del día desapareció. Las orillas y la jungla desaparecieron. El agua se extendía hasta el horizonte por todas partes. Estábamos bajo un vasto cielo constelado de infinidad de estrellas.

Tres lunas del tamaño de un planeta despuntaban delante, alumbrando a Aenea como reflectores anaranjados.

31

—Fascinante —dijo A. Bettik.

No era la palabra que yo habría escogido, pero bastó por el momento. Mi primera reacción fue iniciar un catálogo negativo de la situación: no estábamos en el mundo selvático, no estábamos en un río, el mar se extendía hacia el cielo nocturno por doquier, no estábamos a la luz del día, no nos estábamos hundiendo.

La balsa se desplazaba de otro modo en este suave pero potente oleaje oceánico, pero mi ojo de barquero notó que, aunque las olas saltaban un poco más sobre los bordes, la madera de gimnosperma parecía flotar mejor. Me arrodillé cerca del timón y bebí un sorbo de agua. La escupí rápidamente y me enjugué la boca con agua dulce de mi cantimplora. Este mar era aún más salado que los mares de Hyperion.

—Vaya —murmuró Aenea. Supuse que se refería a las lunas. Las tres eran enormes y anaranjadas, pero la del centro era tan grande que la mitad de su diámetro parecía llenar lo que yo aún consideraba el cielo del este. Aenea se puso de pie, y su silueta se recortó contra el hemisferio anaranjado. Trabé el timón y me reuní con los otros dos en el frente de la balsa.

El suave vaivén de las olas nos obligaba a aferrarnos al poste, donde la camisa de A. Bettik aún flameaba en el viento. La camisa blanca refulgía bajo el claro de luna y la luz de las estrellas.

Por un momento dejé de ser barquero y escruté el cielo con ojos de pastor. Las constelaciones que habían sido mis favoritas en la infancia —el Cisne, el Fulano, las Gemelas, las Semilleras y la Placa— no estaban ahí, o estaban tan distorsionadas que no las reconocía. Pero sí estaba la Vía Láctea: la meandrosa autopista de nuestra galaxia era visible desde el horizonte hasta el fulgor que rodeaba las lunas. Si normalmente las estrellas eran más tenues aun con una luna tipo Vieja Tierra en el cielo, lo eran mucho más con estas gigantes. Supuse que el cielo límpido, la falta de otras fuentes de iluminación y el aire menos denso ofrecían ese increíble espectáculo. Me costaba imaginar cómo serían esas estrellas en una noche sin luna.

Me pregunté dónde estábamos. Tuve una corazonada.

—Nave —le dije al comlog—. ¿Todavía estás ahí?

Me sorprendí cuando el brazalete me respondió.

—Las secciones copiadas todavía están aquí, M. Endymion. ¿Puedo ayudarte?

Los otros dos dejaron de mirar la gigantesca luna.

—¿No eres la nave? —pregunté.

—Si preguntas si estás en comunicación directa con la nave, la respuesta es no —dijo el comlog—. Las bandas de comunicaciones se cortaron cuando cruzasteis el portal teleyector. Esta versión abreviada de la nave, sin embargo, recibe alimentación de vídeo.

Había olvidado que el comlog tenía receptores fotosensibles.

—¿Puedes decirnos dónde estamos?

—Un minuto, por favor. Si alzas un poco el comlog... gracias... estudiaré el cielo para compararlo con coordenadas de navegación.

Mientras el comlog investigaba, A. Bettik dijo:

—Creo que sé dónde estamos, M. Endymion.

Yo también creía saberlo, pero dejé que el androide hablara.

—Esto congenia con la descripción de Mare Infinitus. Uno de los viejos mundos de la Red, ahora parte de Pax.

Aenea callaba. Aún contemplaba la luna con expresión fascinada. Miré la esfera anaranjada que dominaba el cielo y vi nubes color óxido sobre la superficie polvorienta. Mirando de nuevo, discerní los rasgos de la superficie: manchas pardas que podían ser flujos volcánicos, la larga cicatriz de un valle con tributarios, campos de hielo en el polo norte y líneas conectando lo que parecían cordilleras. Me recordó ciertos holos de Marte, en el sistema de Vieja Tierra, previos a su terraformación.

—Mare Infinitus parece tener tres lunas —dijo A. Bettik—, aunque en realidad Mare Infinitus es el satélite de un mundo rocoso de tamaño joviano.

Señalé la luna polvorienta.

—¿Como aquél?

—Precisamente —dijo el androide—. He visto imágenes. Está deshabitado, pero durante la Hegemonía había explotación minera a cargo de robots.

—Yo también creo que es Mare Infinitus. He oído a algunos cazadores de Pax hablar de él. Gran pesca en alta mar. Dicen que en el océano de Mare Infinitus hay una criatura cefalocordada con antenas que alcanza más de cien metros de longitud... se traga buques pesqueros enteros a menos que lo capturen primero.

Opté por callarme. Los tres escrutamos las vinosas aguas. En el silencio mi comlog gorjeó de repente:

—¡Lo tengo! Los campos estelares concuerdan perfectamente con mis bancos de datos de navegación. Estáis en un satélite que rodea un mundo subjoviano en órbita de la estrella Setenta Ofiuca. A veinte-siete-coma-nueve años-luz de Hyperion, dieciséis-coma-cero-ocho-dos años-luz del sistema de Vieja Tierra. Es un sistema binario, con Setenta Ofiuca A como estrella primaria a cero-coma-seis-cuatro UAs, y Setenta Ofiuca B como astro secundario a ocho-nueve UAs. Como parece haber atmósfera y agua, es muy probable que estéis en la segunda luna de la primaria subjoviana DB Setenta Ofiuca A, conocida en tiempos de la Hegemonía como Mare Infinitus.

—Gracias —le dije al comlog.

—Tengo más datos astrales —gorjeó el brazalete.

—Más tarde —dije, y lo apagué.

A. Bettik arrió su camisa del improvisado mástil y se la puso.

La brisa oceánica era fuerte, el aire tenue y helado. Saqué un abrigo aislante de la mochila, y los otros dos extrajeron chaquetas. La increíble luna trepaba en el increíble cielo estrellado.

«El segmento del río correspondiente a Mare Infinitus es un grato aunque breve interludio entre pasajes más recreativos», decía la
Guía del viajero para la Red de Mundos
.

Los tres nos agachamos junto a la losa para leer la página a la luz de nuestro último farol. La lámpara era redundante, en verdad, porque el claro de luna era tan brillante como un día nublado de Hyperion.

«El color violáceo de los mares es causado por una forma de fitoplancton y no por la dispersión atmosférica que brinda al viajero tan bellos ponientes. Aunque el interludio de Mare Infinitus es muy breve —cinco kilómetros de viaje oceánico es suficiente para la mayoría de los que recorren el río— incluye el célebre Acuario Marítimo y Restaurante de Gus. No deje de pedir la gigante marítima asada, la sopa de hectaopus y el excelente vino de hierbamarilla. Cene en una de las terrazas de la plataforma oceánica de Gus para disfrutar de un exquisito atardecer y el aún más exquisito despuntar de la luna. Aunque este mundo es célebre por sus desiertas extensiones oceánicas (no tiene continentes ni islas) y su agresiva fauna marítima (el "leviatán boca de lámpara", por ejemplo), verifique si su buque permanecerá dentro de la Corriente del Litoral Medio de portal a portal, y sí tendrá escolta marítima, de manera que su breve intervalo acuático, coronado por una excelente cena en Gus, sólo deje recuerdos gratos. (Nota: El segmento de Mare Infinitus del Tetis será omitido de la excursión si hay tiempo inclemente o la fauna marítima es peligrosa. Esté preparado para visitar este mundo en una excursión posterior.)»

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