A. Bettik alzó un dedo como un niño en un aula.
—Debí comunicarlo por radio —dijo con cierto embarazo—. El armario de equipo extravehicular, como sabrás, sufrió algunos daños durante el ataque. No había indicios de una balsa inflable, aunque la nave recuerda que constaba en el inventario, y tres de las cuatro aeromotos están fuera de servicio.
Fruncí el ceño.
—¿Totalmente?
—Sí, totalmente. La cuarta se puede reparar, según la nave, pero tardará varios días.
—Maldición.
—¿Cuánta energía tienen esas aeromotos? —preguntó Aenea.
—Para cien horas en uso normal —explicó mi comlog.
La niña hizo un gesto desdeñoso.
—No creo que sean tan útiles, de todos modos. Una moto no significa una gran diferencia, y quizá nunca encontremos una fuente de recarga.
Me froté la mejilla, palpándome la barba crecida. En la excitación de ese día me había olvidado de afeitarme.
—Pensé en ello, pero si llevamos equipo, la alfombra voladora no tiene tamaño suficiente para trasladarnos a los tres con las armas y demás enseres.
Pensé que la niña se opondría a que lleváramos el equipo. En cambio dijo:
—Llevemos todo, pero no volemos.
—¿Que no volemos? —La idea de abrirnos paso por esa jungla me daba escalofríos—. Sin una balsa inflable, o volamos o caminamos.
—Todavía podemos tener una balsa —dijo Aenea—. Podemos construir una balsa de madera y llevarla corriente abajo... no sólo en este tramo del río, sino en todos.
De nuevo me froté la mejilla.
—La cascada...
—Podemos trasladar nuestras cosas hasta allá en la alfombra, por la mañana. Construir la balsa al pie de la cascada. A menos que no creas que podamos construir una balsa...
Miré las gimnospermas: altas, delgadas, resistentes, con el grosor ideal.
—Podemos construir una balsa —dije—. En el Kans solíamos armarlas para llevar trastos con las barcazas.
—Bien —dijo Aenea—. Esta noche acamparemos aquí. No será una noche muy larga si el día sólo tiene dieciocho horas estándar. Nos pondremos en marcha en cuanto amanezca.
Vacilé un momento. No quería permitir que una niña de doce años se acostumbrara a tomar decisiones por todos, pero la idea parecía sensata.
—Es una pena que la nave esté averiada. Podríamos ir río abajo en los repulsores.
Aenea se echó a reír.
—No había pensado en ir por el río Tetis con esta nave —dijo, frotándose la nariz—. Sería justo lo que necesitamos... tan discreta como un dachshund gigante pasando bajo arcos de croquet.
—¿Qué es un dachshund? —pregunté.
—¿Qué es un arco de croquet? —preguntó A. Bettik.
—No tiene importancia. ¿Os parece bien que nos quedemos aquí esta noche y mañana construyamos una balsa?
Miré al androide.
—Me parece muy sensato —dijo—, aunque sólo sea una parte de un viaje totalmente insensato.
—Interpretaré que votas por el sí —dijo la niña—. ¿Raul?
—De acuerdo, ¿pero dónde dormimos esta noche? ¿Aquí en la playa, o en la nave, donde estaremos más seguros?
—Procuraré que mi interior sea lo más seguro y hospitalario posible esta noche, dentro de las circunstancias —dijo la nave—. Dos divanes de la cubierta de fuga pueden servir como camas, y se podrían tender hamacas...
—Voto por acampar en la playa —dijo Aenea—. La nave no es refugio contra el Alcaudón.
Miré la oscura arboleda.
—Puede haber otras criaturas que no queremos conocer en la oscuridad. La nave parece más segura.
A. Bettik tocó una caja.
—Encontré algunas alarmas perimétricas —dijo—. Podemos ponerlas alrededor del campamento. Me ofrezco para vigilar durante la noche. Confieso que me agradaría dormir fuera después de tantos días a bordo.
Suspiré y me rendí.
—Nos turnaremos para vigilar —dije—. Ordenemos estos trastos antes de que oscurezca demasiado.
Los «trastos» incluían el equipo de campamento que yo había pedido al androide que bajara: una tienda de polímero, delgada como la sombra de una telaraña, pero resistente, impermeable y liviana como para llevar en el bolsillo; el tubo calefactor de superconductores, frío en cinco lados y capaz de cocinar cualquier comida en el sexto; las alarmas perimétricas que A. Bettik había mencionado, antiguos detectores militares en versión para cazadores, discos de tres centímetros que se clavaban en el suelo en cualquier perímetro de hasta dos kilómetros; sacos de dormir, almohadillas de espuma comprimibles, gafas nocturnas, unidades de comunicaciones, equipos de cocina, utensilios.
Colocamos las alarmas, formando un semicírculo desde el linde del bosque hasta la orilla del río.
—¿Y si esa cosa enorme sale del río y nos come? —preguntó Aenea cuando terminamos de instalarlas. Estaba oscureciendo de veras, pero las nubes ocultaban las estrellas. En las frondas la brisa soplaba con un sonido más siniestro.
—Si esa u otra criatura salen del río para comernos —dije—, lamentarás no haberte quedado una noche más en la nave. —Puse los últimos detectores en la orilla del río.
Instalamos la tienda en el centro de la playa, cerca de la proa de la nave averiada. La microtela no necesitaba postes ni estacas; bastaba con plegar las líneas de tela que uno quería endurecer para que los pliegues permanecieran firmes en medio de un huracán, pero instalar una microtienda era un arte, y los otros dos observaron mientras yo extendía la tela y plegaba los bordes en línea con el centro de la cúpula, tan alto como para ponerse de pie, e insertaba en la arena los bordes rígidos. Había dejado una extensión de tela en el suelo de la tienda, y estirándola con precisión tuvimos una entrada transparente. A. Bettik cabeceó, aprobando mi destreza, y Aenea puso sacos de dormir en su sitio mientras yo apoyaba una sartén en el cubo calefactor y abría una lata de guisado de carne de vacuno. A último momento recordé que Aenea era vegetariana. Había comido ensaladas durante las dos semanas a bordo.
—Está bien —dijo, asomando la cabeza por la entrada de la tienda—. Comeré un poco del pan que A. Bettik está calentando, y tal vez un poco de queso.
A. Bettik arrastraba maderas y colocaba piedras para formar una fogata.
—No necesitamos eso —dije, señalando el cubo calefactor y el guisado burbujeante.
—No —convino el androide—, pero pensé que el fuego sería agradable. Y la luz conveniente.
La luz resultó ser muy conveniente. Nos sentamos bajo el alero de la tienda y miramos cómo las llamas escupían chispas hacia el cielo mientras se aproximaba una tormenta. Era una extraña tormenta, con franjas de luces cambiantes en vez de relámpagos. Las pálidas franjas de color fluctuante bailaban en el vientre de las nubes rozando las frondas de gimnospermas, que giraban salvajemente en el creciente viento. El fenómeno no iba acompañado por truenos, sino por un rumor subsónico que me ponía los nervios de punta. Dentro de la jungla danzaban globos de fosforescencia roja y amarilla, no grácilmente como los radiantes espejines de los bosques de Hyperion, sino nerviosamente, casi con malevolencia. A nuestras espaldas, el río lamía la playa con olas cada vez más furiosas. Sentado junto al fuego, el auricular en la cabeza y sintonizado en la frecuencia de los detectores, el rifle de plasma sobre las rodillas, las gafas nocturnas en la frente, listo para bajarlas en un segundo, debo de haber presentado un aspecto cómico. En el momento no parecía gracioso, teniendo en cuenta las huellas del Alcaudón en la arena.
—¿Actuó en forma amenazadora? —le había preguntado a A. Bettik minutos antes. Había tratado de hacerle empuñar la escopeta, pues ésta es el arma más fácil de usar para un novato, pero él se limitó a conservarla a su lado cuando se sentó junto al fuego.
—No hizo nada en absoluto —me había respondido—. Simplemente se quedó en la playa... alto, erizado de pinchos, oscuro pero reluciente. Sus ojos eran muy rojos.
—¿Te miraba a ti?
—Miraba al este, río abajo.
«Como esperando que Aenea y yo regresáramos», pensé.
Me senté junto al fuego, miré la danza de la aurora sobre la jungla barrida por el viento, seguí las esferas que bailaban en la oscuridad, escuché el voraz rugido del trueno subsónico y me pregunté cómo diablos había llegado allí. Por lo que sabía, podía haber velocirráptors y manadas de carroñeros aproximándose por la selva mientras permanecíamos estúpidamente sentados junto al fuego. O tal vez el río creciera; una muralla de agua podía estar lanzándose contra nosotros en ese mismo instante. Acampar en la playa no era una idea brillante. Tendríamos que haber dormido en la nave, con la cámara de presión cerrada herméticamente.
Aenea estaba echada de bruces, contemplando el fuego.
—¿Conoces un cuento? —preguntó.
—¡Cuentos! —exclamé.
A. Bettik, que se abrazaba las rodillas junto al fuego, nos miró.
—Sí —dijo la niña—. Cuentos de fantasmas, por ejemplo.
Resoplé.
Aenea se apoyó la barbilla en las palmas. El fuego le pintó el rostro con tonos cálidos.
—Pensé que sería divertido —dijo—. Me gustan los cuentos de fantasmas.
Pensé en cuatro o cinco réplicas, pero preferí callar.
—Será mejor que te duermas —dije al fin—. Si la nave tiene razón en cuanto a la duración del día, la noche no será muy larga... —«Por favor, Dios, que sea cierto», pensé. En voz alta añadí—: Será mejor que duermas mientras puedes.
—De acuerdo —dijo Aenea. Echó un último vistazo a la jungla, la aurora y los fuegos de San Telmo de la arboleda, se metió en el saco de dormir y se durmió.
A. Bettik y yo guardamos silencio un rato. En ocasiones yo conversaba con el comlog, pidiendo a la nave que me informara de inmediato si el río crecía, o si detectaba desplazamientos de masa, o si...
—No me molestaría hacer la primera guardia, M. Endymion —dijo el androide.
—No, duérmete —respondí, olvidando que el hombre de tez azul necesitaba poco sueño.
—Vigilaremos juntos, pues —murmuró—. Pero dormita cuando lo necesites, M. Endymion.
Tal vez dormité de cuando en cuando antes del alba tropical que llegó seis horas después. Toda la noche fue nubosa y tormentosa; la nave no logró estudiar las estrellas mientras estuvimos allí. No nos comieron velocirráptors ni carroñeros. El río no creció. La tormenta no nos dañó, y las esferas de gas palúdico no salieron del pantano para quemarnos.
Lo que más recuerdo de esa noche, aparte de mi paranoia galopante y mi terrible fatiga, es a Aenea durmiendo con el cabello castaño y rubio derramado sobre el saco de dormir rojo, el puño en la mejilla como un bebé disponiéndose a chuparse el pulgar. Esa noche comprendí el peso y la dificultad de la tarea que me aguardaba, proteger a esa niña de los filosos bordes de un universo extraño e indiferente.
En esa noche extraña y tormentosa comprendí por primera vez qué significaba ser padre.
Nos pusimos en marcha con las primeras luces, y esa mañana sentí la mezcla de fatiga, ojos arenosos, barba crecida, espalda dolorida y pura alegría que solía embargarme después de mi primera noche en una excursión. Aenea fue al río a lavarse, y se la veía más fresca y limpia de lo que hubieran admitido las circunstancias.
A. Bettik calentó café en el cubo, y él y yo bebimos un poco mientras la niebla matinal se elevaba del rápido río. Aenea bebió agua de una botella que había bajado de la nave, y todos comimos cereal seco de un pak de raciones.
Cuando el sol resplandeció sobre el dosel de la selva disipando la bruma, trasladamos nuestro equipo río abajo en la alfombra voladora. Como Aenea y yo habíamos hecho la parte divertida la noche anterior, dejé que A. Bettik llevara el equipo mientras yo sacaba más bártulos de la nave y me aseguraba de tener lo que necesitábamos.
La ropa era un problema. Yo había empacado todo lo que creía necesario, pero la niña sólo tenía la ropa que había usado en Hyperion y algunas camisas que habíamos sacado del guardarropa del cónsul. Con más de doscientos cincuenta años para planear el rescate de la niña, cualquiera hubiera dicho que el viejo poeta se acordaría de empacarle algunas prendas. Aenea parecía contenta con lo que había llevado, pero yo temía que fuera insuficiente si nos sorprendía el frío o la lluvia.
En esto nos ayudó el armario de equipo extravehicular. Allí había forros para trajes espaciales, y el más pequeño le sentaba bastante bien a la niña.
El material de microporos la mantendría abrigada y seca salvo en las condiciones más árticas. También cogí un forro para el androide y para mí; parecía absurdo llevar ropa invernal en el calor tropical de ese día, pero nunca se sabía. También había un viejo chaleco del cónsul en el armario, largo pero con más de una docena de bolsillos, broches, argollas, compartimientos secretos con cremallera.
También encontramos dos sacos para especímenes geológicos que eran excelentes mochilas. Aenea cogió una para cargar las prendas y enseres adicionales.
Yo todavía estaba convencido de que tenía que haber una balsa en el interior, pero por más que hurgué en los compartimientos no la encontré.
—M. Endymion —dijo la nave cuando le mencioné a la niña lo que estaba buscando—. Tengo el vago recuerdo...
Aenea y yo interrumpimos lo que estábamos haciendo para escuchar. Había un tono extraño, casi doloroso, en la voz de la nave.
—Tengo el vago recuerdo de que el cónsul se llevó la balsa inflable, de que se despidió de mí desde ella.
—¿Dónde fue eso? —pregunté—. ¿En qué mundo?
—No lo sé —dijo la nave con ese tono tímido y dolorido—. Tal vez no fuera un río... Recuerdo estrellas brillando debajo del río.
—¿Debajo del río? —exclamé. Después de la colisión, me preocupaba la integridad mental de la nave.
—El recuerdo es fragmentario —dijo la nave con voz más animada—. Pero recuerdo que el cónsul partió en la balsa. Era una balsa grande, muy cómoda, para ocho o diez personas.
—Magnífico —dije, cerrando la puerta de un compartimiento.
Aenea y yo sacamos la última carga. Habíamos colgado una escalerilla metálica de la cámara de presión, de modo que subir y bajar no era tan agotador como antes.
A. Bettik descendió después de llevar el equipo del campamento y los envases de alimentos hasta la cascada, eché un vistazo a lo que quedaba: mi mochila llena de efectos personales, la mochila y el saco de Aenea, las unidades de comunicaciones y las gafas, algunos paks de comida y bajo la tapa de mi mochila el rifle de plasma y el machete que A. Bettik había hallado el día anterior. Ese largo cuchillo era incómodo de llevar, a pesar de su funda de cuero, pero mis pocos minutos en la selva el día anterior me habían convencido de que lo necesitaríamos. También había encontrado un hacha y una herramienta más compacta, una pala plegable, aunque durante milenios los idiotas que nos listábamos en la infantería habíamos aprendido a llamarla «herramienta para atrincherarse». Nuestros enseres comenzaban a ocupar espacio.