De Soya mira al cabo Kee, que dormita bajo la tibia luz solar que entra por la ventanilla del tóptero.
—Es bastante obvio que aquí no hay nada permanente para construir algo grande como esos portales... Y usted los verá pronto, señor, son enormes. Es decir, están los anillos coralinos, pero no están afincados en nada, sólo flotan... y las islas de algas, pero no son... bien, si usted apoya el pie, se hunde. Allá, a estribor. Allá hay algamarillas. No hay muchas tan al sur. De cualquier modo, los ingenieros de la Hegemonía instalaron los portales tal como nosotros hemos hecho con las plataformas y ciudades en los últimos quinientos años. Es decir, instalan cimientos a doscientas brazas, unos trastos enormes, y luego ponen enormes anclas filosas con cables debajo de eso. Pero aquí el fondo del mar es problemático. Habitualmente tiene diez mil brazas. Allí es donde viven los bisabuelos de nuestros peces de superficie como el leviatán, señor... monstruos a esa profundidad, con kilómetros de longitud...
—Teniente —dice De Soya—, ¿qué tiene que ver todo esto con la distancia que hay entre los portales? —El zumbido casi ultrasónico de las alas de libélula del tóptero amenaza con adormilar al sacerdote capitán. Kee está roncando, y Rettig tiene los pies alzados y los ojos cerrados. Ha sido un largo vuelo.
Sproul sonríe.
—A eso iba, señor. Verá usted, con ese peso y veinte kilómetros de cable, nuestras ciudades y plataformas no van muy lejos, ni siquiera en la época de las grandes mareas. Pero estos portales... bien, tenemos mucha actividad volcánica submarina en MI, señor. La ecología es totalmente diferente, créame. Algunas de esas lombrices darían a los gigacantos una batalla, señor, de veras. De cualquier modo, los ingenieros de la Hegemonía instalaron los portales de tal modo que si sus soportes y cables detectaban actividad volcánica debajo de ellos, bien... emigraban. Es la mejor palabra que se me ocurre.
—¿Entonces la distancia entre los portales se ha ensanchado a causa de la actividad volcánica del fondo del mar?
—Sí, señor —responde el teniente Sproul con una amplia sonrisa que parece sugerir que le complace y le asombra que un oficial de la flota pueda entender semejante cosa—. Y allá tiene uno —dice el oficial de enlace con un gesto ufano, ladeando el tóptero en una espiral de descenso. Acerca la máquina al antiguo arco. A veinte metros, el encrespado mar violáceo lame el metal oxidado de la base del portal.
De Soya se frota la cara. Ninguno de ellos puede más con la fatiga. Tal vez deberían pasar más días entre la resurrección y la muerte.
—¿Podemos ver el otro portal, por favor?
—Sí, señor.
El tóptero zumba a pocos metros del agua mientras recorre los doscientos kilómetros que los separan del próximo arco. De Soya se adormila, y cuando el suave codazo del teniente lo despierta, ve el segundo portal. El sol del atardecer proyecta una larga sombra en el mar violáceo.
—Muy bien —dice De Soya—. ¿Y están efectuando búsquedas de radar profundo?
—Sí, señor —dice el joven piloto—. Están ensanchando el radio de búsqueda, pero hasta ahora no han visto nada salvo algún leviatán. Eso tiene entusiasmados a los pescadores deportivos.
—Supongo que es la principal industria local —comenta Gregorius desde su asiento.
—Sí, sargento —dice Sproul, torciendo el largo cuello para mirarlo—. Con la baja de la cosecha de algas, es nuestra mayor fuente de ingresos.
De Soya señala una plataforma a pocos kilómetros de distancia.
—¿Otra plataforma de pesca y reaprovisionamiento?
El sacerdote capitán ha pasado un día con los comandantes de Pax, repasando informes de pequeños puestos de avanzada como éste en todo el mundo. Nadie ha informado sobre un contacto con una nave, ni ha visto a una niña. Durante este largo vuelo al sur, han pasado por docenas de plataformas similares.
—Sí, señor —dice Sproul—. ¿Quiere mirar un rato, o ya ha visto suficiente?
De Soya mira el portal que se arquea sobre ellos mientras el tóptero flota a metros del mar.
—Podemos regresar, teniente. Esta noche tenemos una cena formal con el obispo Melandriano.
Sproul enarca las cejas.
—Sí, señor —dice, elevando el tóptero y trazando un círculo final para regresar hacia el norte.
—Parece que esa plataforma ha sufrido algunas averías —comenta De Soya, inclinándose para mirar desde la ampolla.
—Sí, señor. Tengo un amigo a quien acaban de transferir desde allí, la Estación Tres-veinte-seis Litoral Medio, y me habló de ello. Un cazador furtivo trató de volar el lugar hace pocas mareas.
—¿Sabotaje? —pregunta De Soya, mirando fijamente la plataforma.
—Guerra de guerrillas —dice el teniente—. Los cazadores furtivos son los aborígenes desde antes de que Pax llegara aquí. Por eso tenemos tropas en las plataformas, y naves patrulla durante la temporada de pesca. Debemos mantener los barcos pesqueros amontonados allí, señor, para que los cazadores furtivos no los ataquen. Usted vio esas naves amarradas... bien, es casi tiempo de que vayan a pescar. Las naves de Pax las escoltarán. El leviatán sale cuando despuntan las lunas... como la que ve por allá, señor. Los barcos pesqueros legales tienen luces brillantes que se encienden cuando no están las lunas, atrayendo a los gigacantos. Pero los cazadores furtivos hacen lo mismo.
De Soya mira el extenso océano.
—No parece haber muchos lugares para que se oculten los rebeldes —comenta.
—No, señor. Es decir, sí, señor. En realidad tienen barcos pesqueros camuflados que parecen islas de algamarilla, sumergibles e incluso un gran cosechador submarino que simula un leviatán, créalo o no, señor.
—¿Y esa plataforma resultó dañada por el ataque de un cazador furtivo? —pregunta De Soya, procurando no dormirse. El zumbido de las alas del tóptero es mortal.
—Correcto. Hace ocho grandes mareas. Un hombre... lo cual es inusitado, pues los cazadores suelen atacar en grupo. Voló algunos deslizadores y tópteros. Táctica habitual, aunque en general atacan los barcos.
—Perdón, teniente. Usted dice que esto sucedió hace ocho grandes mareas. ¿Puede traducirlo a estándar?
Sproul se muerde el labio.
—Sí, señor. Lo lamento. Me crié en MI y... bien, ocho grandes mareas equivalen a dos meses estándar.
—¿El cazador fue capturado?
—Sí, señor. Bien, en realidad eso tiene su historia. —El teniente mira al sacerdote capitán para ver si debe continuar—. Para ser breve, señor, el cazador fue aprehendido, luego hizo detonar sus cargas y trató de escapar, y luego los guardias le dispararon y lo mataron.
De Soya asiente y cierra los ojos. El último día ha revisado más de cien informes sobre este tipo de incidentes ocurridos en los últimos dos meses estándar. Volar plataformas y matar cazadores furtivos parece ser el segundo deporte más popular de Mare Infinitus, después de la pesca.
—Lo raro de este tío —dice el teniente, redondeando su historia— es cómo trató de escapar. Una vieja alfombra voladora de tiempos de la Hegemonía.
De Soya se despabila. Mira al sargento y sus hombres. Los tres se incorporan.
—Dé la vuelta —ordena el padre capitán De Soya—. Llévenos de vuelta a esa plataforma.
—¿Y qué ocurrió después? —Repite por quinta vez De Soya. Él y sus guardias suizos están en la oficina del director de la plataforma, en el punto más alto, debajo de la antena de radar. Por la ventana se ve el despuntar de las increíbles lunas.
El director —un capitán de Pax llamado C. Dobbs Powl— es obeso, rubicundo y suda profusamente.
—Cuando resultó evidente que ese hombre no pertenecía a ningún grupo pesquero que tuviéramos a bordo esa noche, el teniente Belius se lo llevó para interrogarlo. Procedimiento normal, padre capitán.
De Soya lo mira fijamente.
—¿Y después?
El director se relame los labios.
—El hombre logró escapar provisionalmente, padre capitán. Hubo una lucha en la pasarela superior. Él arrojó al teniente Belius al mar.
—¿Recobraron al teniente?
—No, padre capitán. Casi seguramente se ahogó, aunque había muchos tiburones arco iris esa noche...
—Describa al hombre que tuvieron arrestado antes de perderlo —interrumpe De Soya, enfatizando perderlo.
—Joven, padre capitán, tal vez veinticinco años estándar. Y alto. Un tío fornido.
—¿Usted lo vio personalmente?
—Sí, padre capitán. Yo estaba en la pasarela con el teniente Belius y el lancero marino Ament cuando el tío inició la pelea y empujó a Belius por la borda.
—Y luego escapó de usted y del lancero —dice De Soya secamente—. Con ambos armados y ese hombre... ¿dijo usted que estaba esposado?
—Sí, padre capitán. —El capitán Powl se enjuga la frente con un pañuelo húmedo.
—¿Notó algo raro en ese joven? ¿Algo que no haya constado en el brevísimo informe que envió al cuartel general?
El director guarda el pañuelo, lo saca de nuevo para enjugarse el cuello.
—No, padre capitán. Es decir, bien, durante la lucha, el suéter del hombre se rasgó. Lo suficiente para que yo notara que él no era como usted y como yo, padre capitán.
De Soya enarca las cejas.
—Quiero decir que no era de la cruz —continúa Powl—. No tenía cruciforme. No le di mucha importancia en el momento. La mayoría de estos cazadores aborígenes no están bautizados. De lo contrario, no serían cazadores furtivos, ¿verdad?
De Soya ignora la pregunta. Aproximándose al sudoroso capitán, dice:
—¿Y el hombre bajó a la pasarela inferior y escapó?
—No escapó, señor. Sólo abordó un aparato volador que debía de haber escondido allí. Toqué la alarma, por supuesto. Toda la guarnición se presentó, respondiendo a su entrenamiento.
—¿Pero el hombre hizo volar ese... aparato? ¿Y despegó de la plataforma?
—Sí —dice el director, enjugándose la frente de nuevo y pensando nerviosamente en su futuro o falta de él—. Pero sólo por un minuto. Lo vimos por el radar y luego con nuestras gafas nocturnas. Esa alfombra podía volar, pero cuando abrimos fuego, regresó hacia la plataforma...
—¿A qué altura estaba entonces, capitán Powl?
—¿Altura? —El director frunce la frente sudada—. Calculo que a veinticinco, treinta metros del agua. Al nivel de nuestra cubierta principal. Venía directamente hacia nosotros, padre capitán. Como si pudiera bombardear la plataforma desde una alfombra voladora. Claro que en cierto modo lo hizo. Es decir, las cargas que había puesto volaron en ese instante. Nos cagamos de miedo... perdón, padre.
—Continúe —dice De Soya. Mira a Gregorius, que está plantado detrás del director. Por la expresión del sargento, parece que le alegraría estrangular al sudoroso capitán.
—Bien, fue toda una explosión. Acudieron los equipos de control de incendios, pero el lancero marino Ament, otros centinelas y yo permanecimos en nuestro puesto de la pasarela norte.
—Muy loable —ironiza De Soya—. Continúe.
—Bien, padre capitán, no hay mucho más —dice tímidamente el hombre sudoroso.
—¿Usted ordenó disparar contra el atacante?
—Sí, señor.
—¿Y todos los centinelas dispararon de inmediato al recibir la orden?
—Sí —dice el director, los ojos vidriosos—. Creo que todos dispararon. Eran seis, además de Ament y yo.
—¿Y ustedes también dispararon? —Insiste De Soya.
—Bien, sí, la estación estaba bajo ataque. La pista estaba en llamas. Y este terrorista volaba hacia nosotros, llevando Dios sabe qué.
De Soya cabecea, poco convencido.
—Aparte de ese hombre, ¿vio a alguien más en esa alfombra voladora?
—No, pero estaba oscuro.
De Soya mira las lunas que despuntan. Una luz naranja y brillante entra por las ventanas.
—¿Las lunas habían salido, capitán?
Powl se relame los labios de nuevo, como tentado de mentir. Sabe que De Soya y sus hombres han entrevistado al lancero marino Ament y los demás, y De Soya sabe que él sabe.
—Acababan de salir —murmura.
—¿Entonces la luz era comparable a ésta?
—Sí.
—¿Vio algo más en ese aparato volador, capitán? ¿Un paquete? ¿Una mochila? ¿Cualquier cosa que pudiera interpretarse como una bomba?
—No —dice Powl, sintiendo furia además de miedo—, pero bastó un puñado de plástico para volar dos deslizadores y tres tópteros, padre capitán.
—Muy cierto —dice De Soya. Acercándose a la ventana iluminada, añade—: ¿Sus siete centinelas, incluido el lancero Ament, portaban pistolas de dardos, capitán?
—Sí.
—También usted, ¿verdad?
—Sí.
—¿Y alguno de esos dardos alcanzó al sospechoso?
Powl vacila, se encoge de hombros.
—Creo que la mayoría.
—¿Y vio usted el resultado? —murmura De Soya.
—Hicimos trizas a ese canalla, señor —dice Powl, la furia venciendo al miedo—. Vi volar sus pedazos como excremento de gaviota chocando contra un ventilador, señor. Luego cayó de esa estúpida alfombra como si alguien tirase de un cable. Cayó al mar al lado del pilote L-3. Los tiburones arco iris se acercaron y se pusieron a comer a los diez segundos.
—¿Entonces usted no recobró el cadáver?
Powl lo mira con arrogancia.
—Sí lo recobramos, padre capitán. Ordené a Ament y Kilmer que recogieran los restos con garfios, arpones y una red. Eso fue una vez que apagamos el incendio y nos cercioramos de que la plataforma no hubiera sufrido más daños.
El capitán Powl empieza a demostrar más aplomo.
De Soya asiente.
—¿Y dónde está el cuerpo, capitán?
El director forma un arco con los dedos rechonchos. Tiemblan levemente.
—Lo sepultamos. En el mar, por supuesto. La mañana siguiente desde la dársena sur. Atrajo a todo un cardumen de tiburones arco iris, y cazamos algunos para la cena.
—¿Pero usted verificó que el cuerpo fuera el del sospechoso que había arrestado antes?
Powl entorna los ojos diminutos.
—Sí, lo que quedaba de él. Sólo un cazador furtivo. Estos episodios son frecuentes en este mar violeta, padre capitán.
—¿Y los cazadores furtivos pilotan antiguas alfombras voladoras en este mar violeta, capitán Powl?
El director hace una mueca.
—¿Eso era ese artefacto?
—Usted no menciona la alfombra en su informe, capitán.
—No parecía importante.
—¿Y dice usted que ese artefacto siguió viaje? ¿Qué sobrevoló la cubierta y la pasarela y desapareció en el mar? ¿Vacío?