Se abrían escotillones y sonaban pasos en las pasarelas, bajo la cubierta principal, pero llegué primero a la cubierta este. Salté, encontré la alfombra donde la había dejado, la desenrollé, toqué las hebras de vuelo y estuve en el aire justo cuando se abría un escotillón encima del tramo de escaleras que bajaba a cubierta. Me tendí de bruces en la alfombra, tratando de ofrecer poco blanco contra las lunas o las relucientes olas, tocando las hebras de vuelo torpemente a causa de las esposas.
Mi instinto me aconsejaba volar hacia el norte, pero comprendí que sería un error. Las pistolas de dardos sólo serían precisas a sesenta o setenta metros de distancia, pero alguien podía tener un rifle de plasma o su equivalente. Toda la atención se concentraba ahora en el lado este de la plataforma. Lo mejor era dirigirme al oeste o al sur.
Viré a la izquierda, descendí por debajo de las vigas y pasé a poca distancia de las olas, dirigiéndome al oeste bajo el borde protector de la plataforma. Sólo una cubierta sobresalía tanto —la cubierta adonde yo había saltado— y vi que estaba vacía en el extremo norte. Además los dardos la habían destrozado y quizá fuera peligroso pararse encima. Volé debajo de ella y continué hacia el oeste. Resonaban botas en las pasarelas superiores, pero si alguien me veía tendría problemas para apuntarme a causa de la cantidad de pilotes y vigas.
Me dirigí hacia la sombra de la plataforma —las lunas se habían elevado— y permanecí a milímetros del agua, tratando de ocultarme detrás del oleaje. Estaba a cincuenta o sesenta metros de la plataforma y dispuesto a suspirar de alivio cuando oí chapoteos y toses unos metros a la derecha, más allá de una ola.
Supe al instante qué era. Quién era. El teniente que había arrojado por la borda. Tuve el impulso de seguir volando. La plataforma era pura confusión a estas alturas —hombres gritando, otros disparando desde el norte, más hombres chillando al este, por donde yo había escapado— pero me pareció que nadie me había visto aquí. Este sujeto me había golpeado la cabeza con su pistola y me habría matado con gusto si sus amigotes no hubieran estado en el camino. Si la corriente lo había arrastrado lejos de la plataforma, mala suerte para él: no había nada que yo pudiera hacer.
«Puedo soltarlo en la base de la plataforma, tal vez en una de las vigas de soporte. Una vez me escapé así. Puedo hacerlo de nuevo. El hombre sólo hacía su trabajo. No merece morir por ello.»
Es justo decir que odiaba mi conciencia en esos momentos, aunque no he tenido tantos momentos así.
Detuve la alfombra encima de las olas. Todavía estaba tendido de bruces, bajando la cabeza y los hombros para que los hombres de la plataforma no me localizaran. Me asomé y me estiré a la derecha para localizar los carraspeos y chapoteos.
Primero vi los peces. Tenían aletas dorsales como en esos holos de los tiburones de Vieja Tierra, o los lomos de sable caníbales del mar meridional de Hyperion, pero dos aletas en vez de una. Los vi nítidamente en el claro de luna; parecían relucir con una docena de colores, desde las aletas hasta el largo vientre. Tenían tres metros de longitud, se desplazaban con potentes coletazos de depredadores y tenían dientes muy blancos.
Siguiendo a uno de esos asesinos por encima de las olas, vi al teniente. Chapoteaba y luchaba para mantener la cabeza por encima del agua, mientras giraba tratando de mantener a raya a los peces multicolores.
Una de esas criaturas se lanzó hacia él por el agua violeta, y el teniente la pateó, tratando de golpearle la cabeza o la aleta con la bota. El pez dio una dentellada y se alejó. Otros se estaban acercando. El oficial estaba obviamente agotado.
—Maldición —jadeé.
No podía dejarlo allí.
Tecleé el código que anulaba el campo de deflexión, el minicampo de contención destinado a proteger del viento a los ocupantes de la alfombra. Si quería rescatar a ese hombre, no había razón para dejar que luchara contra el campo EM. Me dirigí hacia él y detuve la alfombra.
Ya no estaba ahí. El hombre se había hundido. Pensé en buscarlo a nado, y entonces vi sus brazos forcejeando bajo las olas. Los tiburones se aproximaban, pero sin atacarlo por el momento. Tal vez la sombra de la alfombra los desconcertó.
Tendí mis manos esposadas, encontré su muñeca derecha y lo alcé. Su peso casi me tiró de la alfombra, pero me eché hacia atrás, recobré el equilibrio y lo subí hasta que pude aferrarle los pantalones y arrojarlo sobre la estera.
El pálido teniente temblaba de frío y eructaba agua salada, pero pronto respiró normalmente. Eso me alegró: no sabía si mi generosidad llegaría al extremo de darle respiración boca a boca. Cerciorándome de que estuviera tendido en la alfombra de modo que los peces no brincaran para arrancarle las piernas, me volví hacia los controles. Fijé un curso de regreso hacia la plataforma, incorporándome levemente. Tanteando en mi chaleco, encontré la unidad de comunicaciones y tecleé el código necesario para detonar el explosivo plástico que había colocado en las cubiertas de deslizadores y tópteros. Nos aproximaríamos a la plataforma desde el sur, donde podría asegurarme de que no hubiera gente en las cubiertas. Entonces transmitiría el código oprimiendo el botón y, durante la batahola, giraría para regresar desde el oeste y dejar al teniente en el primer lugar seco que pudiera encontrarle.
Giré para ver si el hombre aún respiraba y atiné a ver que el oficial de Pax se había incorporado y empuñaba un objeto reluciente.
Me apuñaló el corazón.
O lo habría hecho si yo no me hubiera movido en la fracción de segundo que tardó el cuchillo en atravesar mi chaleco, mi suéter y mi carne. La corta hoja me penetró en el costado y raspó una costilla. En el momento sentí menos dolor que shock, un shock eléctrico literal. Jadeé y le aferré la muñeca. Me lanzó otra puñalada, y mis manos —empapadas de agua marina y sangre— patinaron por su muñeca. Lo único que pude hacer fue tirar hacia abajo, usando el metal que unía las esposas para bajarle el brazo mientras él me apuñalaba de nuevo, con un golpe que me habría acertado en la misma costilla y me habría atravesado el corazón si mi brazo y la unidad de comunicaciones que llevaba en el bolsillo no hubieran desviado la hoja. Aun así, me raspó de nuevo el costado y caí hacia atrás, tratando de conservar el equilibrio.
Oí explosiones a mis espaldas: el cuchillo debió de tocar el botón de transmisión. No giré para mirar mientras recobraba el equilibrio, separando los pies. La alfombra seguía en ascenso. Estábamos a diez metros del mar y continuábamos subiendo.
El teniente también se había puesto de pie, adoptando la postura arqueada de un luchador nato. Siempre odié las armas blancas. He despellejado animales y destripado peces. Aun cuando estaba en la Guardia, no entendía cómo los humanos podían hacer eso a otros humanos. Tenía un cuchillo en el cinturón, pero sabía que no podía competir con ese hombre. Mi única esperanza consistía en desenfundar la automática, pero era un movimiento engorroso.
La pistola estaba en mi cadera izquierda, la culata hacia atrás, de modo que hubiera podido desenfundar pasando la mano delante del cuerpo, pero ahora tenía que pasar ambas manos, apartar el chaleco, levantar la funda, extraerla, apuntar...
Me lanzó un tajo de izquierda a derecha. Retrocedí hasta el frente de la alfombra, pero demasiado tarde. La filosa hoja cortó carne y músculo en mi brazo derecho mientras yo trataba de sacar la pistola. Sentí dolor y grité. El teniente sonrió, mostrando dientes mojados y brillantes. Agazapado, sabiendo que yo no podía ir a ninguna parte, avanzó y alzó el cuchillo en un arco destinado a despanzurrarme.
Mantuve mi posición anterior y salté de la alfombra en una zambullida, mis manos esposadas frente a mí mientras penetraba en el agua. El mar estaba salado y oscuro. Yo no había aspirado profundamente antes de caer, y por un terrible instante no supe para dónde era arriba. Vi el fulgor de las tres lunas y nadé en esa dirección. Mi cabeza asomó a tiempo para ver que el teniente aún estaba de pie sobre la alfombra, más cerca de la plataforma y a veinticinco metros de altura. Estaba agazapado y mirando hacia mí, como si esperase mi regreso para continuar la pelea.
Yo no regresaría, pero sí quería terminar la pelea. Buscando la automática bajo el agua, abrí la funda, extraje la pistola y traté de flotar de espaldas para poder apuntar. Mi blanco subía y desaparecía, pero todavía estaba recortado contra esa luna imposible mientras yo martillaba y estabilizaba los brazos.
El teniente había desistido y observaba lo que sucedía en la plataforma cuando los hombres dispararon. Se me adelantaron por un par de segundos. No sé si yo le hubiera acertado a esa distancia, pero ellos no podían fallar.
Tres andanadas de dardos lo embistieron al mismo tiempo, haciéndole caer de la alfombra como un bulto de ropa sucia que alguien hubiera arrojado al aire. Vi la luz de la luna a través de su cuerpo acribillado mientras caía hacia las olas. Un segundo después uno de esos tiburones multicolores me rozó, dándome un empellón en su afán de llegar a esa masa de carnada sanguinolenta que había sido el teniente de Pax.
Floté allí un instante, mirando la alfombra voladora hasta que alguien la manoteó desde la plataforma. Había abrigado la infantil esperanza de que la alfombra girase y regresara a buscarme, me levantara del mar y me llevara de regreso a la balsa, que estaría un par de kilómetros al norte. Le había cobrado afecto a la alfombra —me agradaba formar parte del mito y la leyenda que representaba— y verla irse para siempre de ese modo me causó una sensación de náusea.
Y es que tenía náusea. Entre las heridas y el agua que había tragado, por no mencionar el efecto del agua salada en las heridas, la sensación era real. Seguí flotando en el mar salobre, pataleando para mantener la cabeza y los hombros por encima del agua, la pesada automática en ambas manos.
Si iba a nadar, tenía que volar las esposas de un disparo. ¿Pero cómo hacerlo? La malla de acero que unía ambos grillos tenía sólo la mitad del grosor de mi muñeca; por mucho que me contorsionara, no podía apuntar el arma de tal modo que partiera la malla de un balazo.
Entretanto, las aletas dorsales se alejaban del lugar donde había caído el teniente. Yo sabía que estaba sangrando. Sentía la humedad más densa en el costado y en el brazo, donde la salada sangre se vertía en el salado mar. Si esas criaturas se parecían a los lomos de sable y los tiburones, podían oler la sangre a kilómetros. Tenía que dirigirme a la plataforma, usar la pistola contra las primeras aletas que se acercaran y tratar de llegar a un pilote y salir del agua o pedir auxilio. Era mi única esperanza.
Me eché hacia atrás, pateé, roté sobre mi estómago y me puse a nadar hacia el norte, hacia el océano. Había estado en la plataforma una vez durante ese largo día. Era suficiente.
Nunca había tratado de nadar con las manos atadas frente a mí. Espero fervientemente no tener que intentarlo de nuevo. Sólo la fuerte salinidad del océano de este mundo me mantenía a flote mientras pataleaba y braceaba rumbo al norte. No abrigaba auténticas esperanzas de llegar a la balsa; la corriente comenzaba a ser más fuerte a un kilómetro de la plataforma, y nuestro plan era mantener la balsa a la mayor distancia posible de la estructura sin alejarnos del río dentro del mar.
A los pocos minutos los tiburones multicolores comenzaron a acercarse. Sus colores vibrantes y eléctricos, tan visibles bajo las olas, y cuando uno se lanzó al ataque, dejé de nadar y le pateé la cabeza tal como había visto que hacía el difunto teniente. Parecía dar resultado. Esos peces eran mortíferos pero estúpidos. Atacaban uno por vez, como si siguieran un orden jerárquico, yo les pateaba el hocico uno por vez. Pero era agotador. Estaba por quitarme las botas justo antes del ataque del primer tiburón —el pesado cuero me estaba demorando— pero la idea de patear con los pies descalzos esas ahusadas y dentudas cabezas me había hecho dudar. Además comprendí que no podía nadar empuñando la pistola. Las criaturas se sumergían para atacarme, siempre viniendo desde abajo, y dudé que una bala de esa vieja pistola sirviera de algo en un par de metros de agua. Enfundé la pistola, aunque pronto deseé haberla soltado. Flotando, girando para mantener las aletas dorsales a la vista, logré quitarme las botas y las dejé caer a las profundidades. Cuando atacó el próximo tiburón, pateé con más fuerza, sintiendo la aspereza de lija de la piel que cubría su diminuto cerebro. Me lanzó una dentellada pero se alejó y siguió nadando en círculos.
Así fue como nadé hacia el norte, deteniéndome, flotando, pateando, maldiciendo, avanzando unos metros, deteniéndome de nuevo para girar en círculos para aguardar un nuevo ataque. Si no hubiera sido por la combinación de las brillantes lunas y la reluciente piel de esas criaturas, una de ellas me habría arrastrado hacia abajo. En cambio, pronto llegué al punto en que estaba demasiado exhausto para seguir nadando. Sólo podía flotar de espaldas, aspirar aire, defenderme a patadas de esos dientes blancos cada vez que veía la cercanía de esos lomos multicolores.
Las heridas de cuchillo comenzaban a dolerme. Sentía el tajo de las costillas como una terrible quemazón combinada con una sensación pegajosa. Estaba seguro de que me estaba desangrando, y una vez, cuando las aletas dorsales se mantuvieron a suficiente distancia por un momento, bajé las manos hasta mi costado. Cuando las saqué del agua estaban rojas. Me sentía cada vez más débil, y comprendí que mi hemorragia era mortal. El agua se estaba entibiando, como si mi sangre la calentara, y la tentación de cerrar los ojos y hundirme en esa tibieza era cada vez más fuerte.
Cada vez que el oleaje me elevaba, miraba por encima del hombro en busca de la balsa, en busca de un milagro. No veía nada. En parte me complacía: tal vez la balsa hubiera atravesado el portal teleyector sin ser interceptada. Yo no había visto deslizadores ni tópteros en el aire, y la plataforma era una llamarada menguante hacia el sur. Comprendí que lo mejor sería que me recogiera un tóptero de rescate, ahora que la balsa se había ido, pero la idea de semejante rescate no me alegraba. Ya había estado una vez en la plataforma.
Flotando de espaldas, torciendo la cabeza y el cuello para mantener las aletas dorsales a la vista, pataleé con rumbo al norte, alzándome con cada movimiento del mar violáceo, cayendo en anchos valles cuando el mar se entreabría. Rodé sobre mi estómago y traté de patear con más fuerza, con las manos esposadas delante, pero estaba demasiado agotado para mantener la cabeza encima del agua.