Mi brazo derecho parecía sangrar más y lo sentía tres veces más pesado que el izquierdo. Sospeché que el cuchillo del teniente habría cortado algunos tendones.
Al fin desistí de nadar y me concentré en flotar, pateando para mantener la cabeza y los hombros por encima del agua. Los peces parecían intuir mi debilidad; se aproximaban por turnos, la bocaza abierta. Yo alzaba las piernas y pateaba, tratando de acertarles en el hocico o la cabeza con los talones sin que me arrancaran los pies. Su piel rugosa me había raspado las plantas de los pies al punto de que estaba añadiendo más sangre a la esfera que sin duda me rodeaba. Eso incitó a los peces. Sus ataques se volvieron más continuos. Uno de ellos me rasgó la pernera derecha de la rodilla al tobillo, arrancando una capa de piel al alejarse con un coletazo triunfal.
Entretanto una parte de mi fatigada mente se dedicaba a las meditaciones teológicas. No rezaba, sino que se preguntaba por qué un Dios Cósmico permitía que Sus criaturas se torturasen entre sí de esta manera. ¿Cuántos homínidos, mamíferos y billones de otras criaturas habían pasado sus últimos minutos en las garras del espanto, el corazón palpitante, agotadas por el flujo de adrenalina, buscando en vano una escapatoria? ¿Cómo podía un dios describirse como Dios de la Misericordia y llenar el universo de criaturas dentudas como éstas?
Recordé que Grandam me había contado que un científico de vieja Tierra, un tal Charles Darwin —que había elaborado una de las primeras teorías de la evolución, la gravitación o lo que fuera, y que se había criado como cristiano devoto aun antes de la recompensa del cruciforme, se había vuelto ateo estudiando una avispa que paralizaba una especie grande de araña, le plantaba su embrión y dejaba que la araña se recobrara y siguiera su camino... hasta que las larvas de avispa salían por el abdomen de la araña viva.
Me saqué el agua de los ojos y pateé dos aletas dorsales que se aproximaban. Le erré a la cabeza pero acerté en una de las sensibles aletas. Logré arquearme para evitar esa mandíbula batiente. Por un instante dejé de flotar, descendí un par de metros bajo una ola, tragué agua salada y salí jadeante y ciego. Más aletas se aproximaron. Tragando agua de nuevo, luché con las manos entumecidas bajo el agua y saqué la pistola. Comprendí que sería más fácil apoyarme el cañón en la garganta y halar el gatillo que usarla contra esos asesinos del mar. Bien, quedaban bastantes municiones —no la había usado durante la batahola de las dos últimas horas— así que siempre era una opción.
Girando, viendo cómo se acercaba una aleta, recordé una historia que Grandam me había leído cuando yo era niño. También era un antiguo clásico, un relato de Stephen Crane llamado
El bote abierto
; trataba sobre varios hombres que habían sobrevivido al naufragio de un buque y pasaban varios días en el mar sin agua, sólo para encallar a pocos cientos de metros de la tierra firme, rodeados por olas demasiado altas para cruzarlas sin volcar. Uno de los hombres —no recuerdo qué personaje— había pasado por todos los círculos de la suposición teológica: rezar, creer que Dios era una deidad misericordiosa que se pasaba las noches preocupándose por él, creer que Dios era un canalla cruel, y decidir que nadie estaba escuchando. Comprendí que no había entendido esa historia, a pesar de las socráticas preguntas de Grandam. Recordé el peso de la epifanía que había experimentado ese personaje al comprender que tendría que salvarse a nado y no todos podrían sobrevivir. Había querido que la naturaleza —pues así veía ahora el universo— fuera un enorme edificio de cristal, para poder arrojarle piedras. Pero hasta eso era inútil.
«El universo es indiferente a nuestro destino.» Este era el peso aplastante que sobrellevaba ese personaje mientras avanzaba en el oleaje hacia la supervivencia o la extinción. «Al universo le importa un bledo.»
Noté que estaba llorando y riendo al mismo tiempo, gritando maldiciones e invitaciones a los peces que estaban a un par de metros. Alcé la pistola y le disparé a la aleta más próxima. Asombrosamente, la empapada pistola disparó, y el ruido que me había parecido tan estruendoso en la balsa ahora fue devorado por las olas y la inmensidad del mar. El pez se alejó. Otros dos me atacaron. Le disparé a uno, pateé al otro, justo cuando algo me pegaba en la nuca.
No estaba tan sumido en la teología y la filosofía como para disponerme a morir. Giré rápidamente, sin saber si me habían herido gravemente pero resuelto a dispararle al maldito pez en la boca si era necesario. Tenía la pistola amartillada y apuntada cuando vi el rostro de la niña a medio metro del mío. Tenía el cabello pegado a la cabeza y sus ojos oscuros brillaban en el claro de luna.
—¡Raul! —Debía de estar llamándome por el nombre, pero yo no lo había oído en medio de los estampidos y el zumbido de mis oídos.
Pestañeé. Esto no podía ser cierto. Cielos, ¿por qué estaba ahí, lejos de la balsa?
—¡Raul! —repitió Aenea—. Flota de espaldas. Usa el arma para mantener alejados a esos peces. Te llevaré.
Sacudí la cabeza. No entendía. ¿Por qué había dejado al vigoroso androide en la balsa y había venido a buscarme? ¿Cómo podía...?
La calva azul de A. Bettik se hizo visible en la próxima ola. El androide nadaba enérgicamente, el largo machete entre los blancos dientes. Reí en medio de mis lágrimas. Parecía el pirata de un holo barato.
—¡Flota de espaldas! —insistió la niña.
Me puse de espaldas. Demasiado cansado para patear cuando un tiburón se lanzó hacia mis piernas, le disparé, acertándole entre los dos ojos negros y opacos. Las dos aletas desaparecieron bajo una ola.
Aenea me rodeó el cuello con un brazo, colocó su mano izquierda bajo mi brazo derecho para no ahogarme y se puso a nadar. A. Bettik iba al lado, nadando con un brazo y empuñando el filoso machete con el otro. Le vi sumergirse y dos aletas dorsales temblaron y viraron a la derecha.
—¿Qué estás...?
—Ahorra el aliento —jadeó la niña, metiéndose en la próxima ola y trepando la pared violácea—. Nos queda un largo trecho.
—La pistola —dije, tratando de dársela. Sentí la oscuridad que me nublaba la visión como un túnel. No quería perder el arma. Demasiado tarde. Sentí que se caía al mar—. Lo lamento —logré decir antes de que el túnel se cerrara por completo.
Mi último pensamiento consciente fue un inventario de lo que había perdido en mi expedición: la valiosa alfombra voladora, mis gafas nocturnas, la antigua pistola automática, mis botas, tal vez mi unidad de comunicaciones, y posiblemente mi vida y la de mis amigos. La oscuridad total puso fin a esta cínica especulación.
Noté vagamente que me subían a la balsa. Me quitaron las esposas. La niña me estaba respirando en la boca, bombeándome el pecho para expulsar el agua de mis pulmones. A. Bettik estaba arrodillado al lado, tirando de un grueso cable.
Después de vomitar agua durante varios minutos, dije:
—¿La balsa? ¿Cómo? Ya debería haber llegado al portal.
Aenea me apoyó la cabeza en una mochila, cortó jirones de mi camisa y mi pernera derecha con un cuchillo.
—A. Bettik preparó una especie de ancla usando la microtienda y la cuerda. Va detrás, demorando nuestro avance pero manteniéndonos en nuestro rumbo. Eso nos dio tiempo para encontrarte.
—¿Cómo? —pregunté, y de nuevo empecé a toser agua salada.
—Cállate —dijo la niña, terminando de rasgar mi camisa—. Quiero revisar tus heridas.
Hice una mueca cuando sus fuertes manos palparon el tajo de mi costado. Sus dedos encontraron la profunda herida del brazo, el lugar donde el pez me había arrancado la piel del muslo y la pantorrilla.
—Ay, Raul —suspiró con tristeza—. Te dejo solo una hora y mira lo que te haces.
La debilidad me estaba venciendo de nuevo, la oscuridad regresaba. Sabía que había perdido mucha sangre. Tenía mucho frío.
—Lo siento —susurré.
—Silencio. —Abrió una venda—. Cállate.
—No —insistí—. He fallado. Yo debía ser tu protector... cuidarte. Lo lamento.
Grité cuando me vertió una solución antiséptica en la herida del costado. Yo había visto hombres que lloraban por esto en el campo de batalla. Ahora era uno de ellos.
Si la niña hubiera abierto mi moderno pak médico, yo habría perecido minutos o segundos después. Pero era el pak más grande, el antiguo pak de FUERZA que habíamos cogido en la nave. Yo había pensado que todos los medicamentos e instrumentos serían inútiles después de tanto tiempo, pero vi que parpadeaban luces en la superficie del pak que la niña me había puesto en el pecho. Algunas eran verdes, otras amarillas, unas pocas eran rojas. Yo sabía que esto no era bueno.
—Recuéstate —susurró Aenea, y abrió un pak de suturación esterilizado.
Me apoyó el saco en el costado y la sutura milpiés despertó y se arrastró hasta mi herida. No tuve una sensación agradable cuando esa criatura artificial se metió en las escabrosas paredes de mi herida, secretó sus secreciones antibióticas y limpiadoras y juntó sus filosas patas de milpiés en una sutura ceñida. Grité de nuevo, y otra vez cuando la niña me aplicó otra sutura en el brazo.
—Necesitamos más cartuchos de plasma —le dijo a A. Bettik mientras metía dos de los pequeños cilindros en el sistema de inyección del pak. Sentí la quemadura en el muslo cuando el plasma entró en mi organismo.
—Esos cuatro son todo lo que tenemos —dijo el androide. Estaba atareado trabajando en mí, poniéndome una máscara osmótica en la cara. El oxígeno puro empezó a penetrar en mis pulmones.
—Maldición —dijo la niña, inyectando el último cartucho de plasma—. Ha perdido demasiada sangre. Caerá en shock profundo.
Quería discutir con ellos, explicarles que mis temblores eran sólo producto del aire frío, que me sentía mucho mejor, pero la máscara osmótica me apretaba la boca, los ojos y la nariz, impidiéndome hablar. Por un momento aluciné que estábamos de vuelta en la nave y el campo de choque me sujetaba de nuevo. Creo que no toda el agua salada que en ese momento me humedecía la cara era del mar.
Cuando vi el inyector de ultramorfina en manos de la niña, empecé a resistirme. No quería perder la consciencia: si iba a morir, quería estar despierto cuando ocurriera.
Aenea me empujó contra la mochila. Entendió lo que intentaba decirle.
—Quiero que estés inconsciente, Raul —murmuró—. Entrarás en shock. Necesitamos estabilizar tus signos vitales. Será más fácil si estás inconsciente.
El inyector siseó.
Me resistí unos segundos más, derramando lágrimas de frustración. Después de tantos esfuerzos, irme mientras estaba inconsciente... Maldición, no era justo, no estaba bien.
Desperté bajo una luz brillante y un calor agobiante. Por un instante creí que aún estábamos en el mar de Mare Infinitus, pero cuando reuní suficientes fuerzas para erguir la cabeza, noté que el sol era diferente —más grande, más tórrido— y que el cielo era mucho más claro. La balsa se desplazaba por un canal de cemento, con sólo un par de metros libres a cada lado. Veía cemento, sol y cielo azul. Nada más.
—Acuéstate —dijo Aenea, acomodándome la cabeza y los hombros en la mochila y ajustando la tela de la microtienda para protegerme el rostro del sol. Obviamente habían recobrado su «ancla».
Traté de hablar, no pude, me relamí los labios secos, que parecían pegados.
—¿Cuánto tiempo estuve inconsciente? —pregunté.
Aenea me dio un sorbo de agua de mi cantimplora.
—Treinta horas.
—¡Treinta horas! —Aunque intenté gritar, apenas me salió un chillido.
A. Bettik se aproximó y se acuclilló a la sombra con nosotros.
—Bienvenido, M. Endymion.
—¿Dónde estamos?
—A juzgar por el desierto, el sol y las estrellas de anoche —respondió Aenea—, es casi seguro que estamos en Hebrón. Al parecer viajamos por un acueducto. En este momento... Bien, tendrías que ver esto. —Me sostuvo los hombros para que pudiera ver por encima del borde del canal. Sólo aire y cerros lejanos—. Hemos recorrido cincuenta metros de este tramo del acueducto —me explicó, recostándome de nuevo—. Así ha sido durante los últimos cinco o seis kilómetros. Si hubo una brecha en el acueducto... —Sonrió amargamente—. No hemos visto a nadie... ni siquiera un buitre. Estamos esperando llegar a una ciudad.
Fruncí el ceño, sintiendo la rigidez en el costado y el brazo mientras cambiaba de posición.
—¿Hebrón? Creí que estaba...
—En manos de los éxters —concluyó A. Bettik—. Sí, era la información que teníamos. No importa. Buscaremos atención médica para ti entre los éxters. Quizá sea mejor que buscarla entre gente de Pax.
Miré el pak médico que había junto a mí. Los filamentos entraban en mi pecho, mi brazo y mis piernas. La mayoría de las luces del pak emitían una luz amarilla. Esto no era buena señal.
—Tus heridas están cerradas y limpias —dijo Aenea— Te dimos todo el plasma que había en el pak. Pero necesitas más, y parece haber una infección que los antibióticos multiespectro no pueden controlar.
Eso explicaba esa fiebre que sentía bajo la piel.
—Tal vez algún microorganismo marino de Mare Infinitus —dijo A. Bettik—. El pak no puede identificarlo. Lo sabremos en cuanto lleguemos a un hospital. Sospechamos que este tramo del Tetis nos llevará a la única ciudad grande de Hebrón...
—Nueva Jerusalén —susurré.
—Sí. Aun después de la Caída, era famosa por el centro médico Sinaí.
Quise sacudir la cabeza pero me quedé quieto al sentir dolor y mareo.
—Pero los éxters...
Aenea me pasó un paño húmedo por la frente.
—Buscaremos ayuda para ti —dijo—. Con éxters o sin éxters.
Un pensamiento trataba de emerger de mi cerebro aturdido.
Esperé a que llegara.
—Hebrón no tenía... creo que no...
—Tienes razón —dijo A. Bettik. Tocó la guía que tenía en la mano—. Según la guía, Hebrón no formaba parte del río Tetis y sólo permitía un términex teleyector en Nueva Jerusalén, aun en pleno auge de la Red. Los visitantes no podían abandonar la capital. Aquí valoraban la intimidad y la independencia.
Miré las paredes del acueducto. De repente salimos del encierro para avanzar entre altas dunas y rocas calcinadas por el sol. El calor era aplastante.
—Pero el libro debe de estar equivocado —dijo Aenea, enjugándome la frente—. El portal teleyector estaba allí... y nosotros estamos aquí.
—¿Estás segura de que es Hebrón? —susurré.