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Authors: Dan Simmons

Tags: #Los cantos de Hyperion 3

Endymion (5 page)

BOOK: Endymion
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—¿Sabes quién soy? —La áspera voz era suave como un susurro.

Negué con la cabeza.

—¿Sabes dónde estás?

—Endymion. La universidad, creo.

Contrajo las arrugas en una sonrisa desdentada.

—Muy bien. El tocayo reconoce las piedras amontonadas que dieron nombre a su familia. ¿Pero no sabes quién soy yo?

—No.

—¿Y no te intriga saber cómo sobreviviste a tu ejecución?

Aguardé solemnemente. El viejo sonrió de nuevo.

—Muy bien hecho. Todo llega para quien sabe esperar. Y los detalles no son muy esclarecedores... sobornos en puestos altos, la vara de muerte reemplazada por un paralizador, más sobornos para quienes certifican la defunción y se encargan del cadáver. Lo que nos interesa no es el «cómo», ¿verdad, Raul Endymion?

—No —dije al fin—. ¿Por qué?

El pico de tortuga tembló, la maciza cabeza asintió.

Aunque había sufrido el deterioro de los siglos, el rostro aún era puntiagudo y anguloso, un rostro de sátiro.

—Precisamente... ¿por qué? ¿Por qué tomarnos el trabajo de fingir tu ejecución y transportar tu jodido cadáver por medio jodido continente? ¿Por qué?

Las obscenidades no parecían tan duras en labios del viejo. Parecía haberlas usado tanto tiempo que ya no merecían un énfasis especial. Esperé.

—Quiero que me hagas un mandado, Raul Endymion.

El viejo jadeó. Un líquido claro circuló por los tubos intravenosos.

—¿Tengo opción?

El viejo sonrió de nuevo, pero los ojos eran inmutables como la piedra de las murallas.

—Siempre tenemos opciones, querido muchacho. En este caso, podrías ignorar toda deuda que tengas conmigo por salvarte el pellejo e irte de aquí... caminando. Mis criados no te detendrán. Con suerte podrás salir de la zona restringida, encontrar el camino hacia regiones más civilizadas y evitar las patrullas de Pax, ya que tu identidad y tu falta de documentos podrían resultar... embarazosos.

Asentí. Mi ropa, mi cronómetro, mis documentos de trabajo y mi identificación de Pax debían de estar en Toschahi. Trabajando como guía de caza en los marjales, había olvidado con cuánta frecuencia las autoridades pedían documentos en las ciudades. Pronto lo recordaría si regresaba a las ciudades costeras o los pueblos del interior. Y aun un empleo rural como el de guía o pastor requería una identificación Pax para los formularios de impuestos y diezmos. Con lo cual debería ocultarme en el interior el resto de mi vida, viviendo de la tierra y eludiendo a la gente.

—O bien —dijo el viejo—, puedes hacerme un mandado y hacerte rico.

Hizo una pausa, inspeccionándome con sus ojos oscuros tal como los cazadores profesionales inspeccionaban a los cachorros que prometían ser buenos perros para el oficio.

—Dígame —dije.

El viejo cerró los ojos y exhaló ásperamente. No se molestó en abrirlos de nuevo.

—¿Sabes leer, Raul Endymion?

—Sí.

—¿Has leído el poema conocido como los
Cantos
?

—No.

—¿Pero has oído una parte? Perteneces a un clan de pastores del norte. Sin duda el narrador ha mencionado los
Cantos
.

Había un tono extraño en la voz cascada. Tal vez modestia.

Me encogí de hombros.

—He oído fragmentos. Mi clan prefería la
Épica del jardín
o
la Saga de Glennon-Height.

Los rasgos de sátiro se arrugaron en una sonrisa.


La Épica del jardín
. Sí. Allí Raul era un héroe centauro,¿verdad?

No respondí. Grandam admiraba el personaje del centauro llamado Raul. Mi madre y yo habíamos crecido escuchando historias sobre él.

—¿Crees en las historias? —preguntó el viejo—. Las historias de los
Cantos
, digo.

—¿Creerlas? ¿Creer que realmente sucedió así? ¿Los peregrinos, el Alcaudón y todo eso? —Hice una pausa. Había algunos que se creían las exageradas historias que contaban los
Cantos
. Y había incrédulos que pensaban que todo era una mezcla de mitos y patrañas destinados a rodear con un aura de misterio la fea época de guerra y confusión que fue la Caída—. Nunca pensé en ello —dije sinceramente—. ¿Tiene importancia?

El viejo pareció sofocarse, pero pronto comprendí que sus carraspeos secos eran risotadas.

—A decir verdad, no. Ahora, escúchame. Te describiré mi... mandado. Me cuesta hablar, así que guárdate las preguntas para cuando haya terminado. —Parpadeó y señaló la silla cubierta con una sábana blanca—. ¿Deseas sentarte?

Negué con la cabeza y me quedé de pie.

—De acuerdo. Mi historia comienza hace casi doscientos setenta años, durante la Caída. Una de las peregrinas de los
Cantos
fue amiga mía. Se llamaba Brawne Lamia. Existió de veras. Después de la Caída, después de la muerte de la Hegemonía y la abertura de las Tumbas de Tiempo, Brawne Lamia dio a luz una hija. La niña se llamaba Diana, pero era testaruda y se cambió el nombre en cuanto tuvo edad para hablar. Por un tiempo la conocieron como Cynthia, luego como Cate (abreviatura de Hecate), y cuando cumplió doce años quiso que sus amigos y parientes la llamaran Temis. Cuando la vi por última vez, se llamaba Aenea.

El viejo hizo una pausa y entornó los ojos.

—Tú crees que esto no importa, pero los nombres son importantes. Si no te hubieran puesto el nombre de esta ciudad, que a su vez tiene el nombre de un antiguo poema, no me habrías llamado la atención y quizás hoy no estuvieras aquí. Estarías muerto. Alimentando a los gusanos-tiburón del Gran Mar del Sur. ¿Comprendes, Raul Endymion?

—No.

El viejo sacudió la cabeza.

—No importa. ¿Dónde estaba?

—La última vez que vio a la niña se llamaba Aenea.

—Sí. —El viejo volvió a cerrar los ojos—. No era una chiquilla demasiado atractiva, pero era... única. Todos los que la conocían sabían que era diferente. Especial. No consentida, a pesar de esa tontería del cambio de nombre. Sólo... diferente. —Sonrió, mostrando encías rosadas—. ¿Has conocido a alguien que fuera profundamente diferente, Raul Endymion?

Vacilé sólo un segundo.

—No —dije. No era del todo cierto. El viejo era diferente. Pero yo sabía que él no me preguntaba eso.

—Cate... Aenea... era diferente —dijo, cerrando nuevamente los ojos—. Su madre lo sabía. Desde luego, Brawne sabía que su hija era especial aun antes de que naciera. —Calló y abrió los ojos para mirarme—. ¿Has oído esta parte de los
Cantos
?

—Sí. Una entidad cíbrida predijo que la mujer llamada Lamia daría a luz a una niña conocida como La Que Enseña.

Pensé que el viejo iba a escupir.

—Un título estúpido. Nadie llamó así a Aenea durante el tiempo en que la conocí. Era sólo una niña, brillante y tozuda, pero una niña. Todo lo que tenía de singular era apenas un potencial. Pero luego...

Calló y sus ojos se enturbiaron. Era como si se hubiera olvidado de la conversación. Esperé.

—Pero luego Brawne Lamia murió —dijo minutos después, con voz más fuerte, como si el diálogo no se hubiera interrumpido— y Aenea desapareció. Tenía doce años. Técnicamente yo era su tutor, pero no me pidió permiso para desaparecer. Un día se marchó y no tuve más noticias de ella.

Se interrumpió otra vez, como si fuera un mecanismo que de vez en cuando necesitaba que le dieran cuerda.

—¿Por dónde iba? —dijo al fin.

—No volvió a tener noticias de ella.

—Sí. No volví a tener noticias de ella, pero sé adónde fue y cuándo reaparecerá. Las Tumbas de Tiempo están cerradas al público, custodiadas por las tropas que Pax ha apostado allí, ¿pero recuerdas los nombres y funciones de las tumbas, Raul Endymion?

Gruñí. Grandam también acostumbraba fastidiarme pidiéndome detalles sobre las narraciones orales. Yo pensaba que Grandam era vieja. En comparación con esta antigualla, Grandam había sido una chiquilla.

—Creo que recuerdo las tumbas —dije—. Había una llamada la Esfinge... la Tumba de jade, el Obelisco, el Monolito de Cristal, donde fue enterrado el soldado...

—El coronel Fedmahn Kassad —murmuró el viejo. Luego me volvió a clavar los ojos—. Continúa.

—Las tres Tumbas Cavernosas...

—Sólo la tercera Tumba Cavernosa conducía a alguna parte —interrumpió el viejo—. A laberintos de otros mundos. Pax la clausuró. Continúa.

—Es todo lo que recuerdo... ah, el Palacio del Alcaudón.

El viejo mostró su sonrisa de tortuga.

—No debemos olvidarnos del Palacio del Alcaudón ni de nuestro viejo amigo el Alcaudón, ¿verdad? ¿Eso es todo?

—Creo que sí. Sí.

La figura momificada asintió.

—La hija de Brawne Lamia desapareció en una de esas tumbas. ¿Adivinas cuál?

—No. —No lo sabía, pero lo sospechaba.

—Siete días después de la muerte de Brawne, la muchacha dejó una nota, fue a la Esfinge en plena noche y desapareció. ¿Recuerdas adónde conducía la Esfinge, muchacho?

—Según los
Cantos
, Sol Weintraub y su hija viajaron al futuro lejano a través de la Esfinge.

—Sí —susurró el viejo—. Sol, Rachel y algunos más desaparecieron en la Esfinge antes que Pax la clausurase y cerrara el Valle de las Tumbas de Tiempo. En esos primeros días muchos intentaron encontrar un atajo hacia el futuro, pero la Esfinge parecía escoger a quienes viajarían a través del tiempo por su túnel.

—Y aceptó a la niña —dije.

El viejo aceptó esta obviedad con un gruñido.

—Raul Endymion —jadeó al fin—, ¿sabes qué voy a pedirte?

—No —dije, aunque ya lo sospechaba.

—Quiero que vayas en busca de mi Aenea —dijo el viejo—. Quiero que la encuentres, que la protejas de Pax, que huyas con ella y... cuando ella haya crecido y se haya convertido en aquello en que debe convertirse, que le des un mensaje, quiero que le digas que el tío Martin está agonizando y que si desea hablarle de nuevo debe regresar a casa.

Traté de no suspirar. Había sospechado que el viejo era el poeta Martin Silenus. Todos conocían los
Cantos
y a su autor. Era un misterio que hubiera escapado de las purgas de Pax y le hubieran permitido vivir en ese remoto palacio, pero decidí no insistir en ello.

—¿Usted quiere que vaya al norte, al continente de Equus, me abra paso luchando contra millares de efectivos de Pax, llegue al Valle de las Tumbas de Tiempo, entre en la Esfinge esperando que me acepte, persiga a esa muchacha por el futuro lejano, permanezca con ella unas décadas y le diga que regrese en el tiempo para visitarlo?

Por un instante sólo hubo un silencio interrumpido por los susurros del equipo médico de Martin Silenus.

Las máquinas respiraban.

—No exactamente —dijo al fin.

Esperé.

—Ella no ha viajado a un futuro lejano —dijo el viejo—. Al menos, ahora no está lejos de nosotros. Cuando traspuso la entrada de la Esfinge hace doscientos cuarenta y siete años, fue para un viaje temporal breve... doscientos sesenta y dos años de Hyperion, para ser exacto.

—¿Cómo lo sabe? —pregunté. Por todo lo que había leído, nadie (ni siquiera los científicos de Pax que habían tenido dos siglos para estudiar las tumbas clausuradas) había podido predecir a qué punto del futuro la Esfinge enviaría a alguien.

—Lo sé —dijo el antiguo poeta—. ¿Dudas de mí?

En vez de responder, dije:

—De modo que la muchacha, Aenea, saldrá de la Esfinge en algún momento de este año.

—Saldrá de la Esfinge dentro de cuarenta y dos horas y dieciséis minutos —dijo el viejo sátiro.

Admito que pestañeé.

—Y la gente de Pax estará esperándola —continuó—. Ellos también saben en qué instante saldrá.

No pregunté cómo habían obtenido la información.

—Capturar a Aenea es el punto más importante en los planes de Pax —jadeó el viejo poeta—. Saben que el futuro del universo depende de ello.

Comprendí que el viejo poeta estaba senil. El futuro del universo no dependía de un suceso aislado... que yo supiera. Guardé silencio.

—En este momento hay más de treinta mil efectivos de Pax en la región del Valle de las Tumbas de Tiempo. Por lo menos cinco mil de ellos son guardias suizos del Vaticano.

Solté un silbido. La Guardia Suiza era la elite de la elite, la fuerza militar mejor adiestrada y equipada en los vastos dominios de la Pax.

Una docena de guardias vaticanos con equipo completo habría podido derrotar a diez mil efectivos de la Guardia de Hyperion.

—Entonces —dije—, tengo cuarenta y dos horas para llegar a Equus, cruzar el Mar de Hierba y las montañas, pasar a través de veinte o treinta mil efectivos selectos de Pax y rescatar a la muchacha.

—Sí —dijo el antiguo poeta.

Me las apañé para conservar la calma.

—¿Y luego qué? —dije—. No podemos escondernos en ningún lado. Pax controla todo Hyperion, todas las naves espaciales, sus rutas, y todos los mundos que pertenecían a la Hegemonía. Si ella es tan importante como usted dice, registrarán todo Hyperion hasta encontrarla. Aunque pudiéramos irnos del planeta, cosa que es imposible, no habría manera de escapar.

—Hay una manera de irse del planeta —dijo el poeta con voz cansada—. Hay una nave.

Tragué saliva. Hay una nave. La idea de viajar entre las estrellas durante meses mientras en casa transcurrían décadas o años me quitaba el aliento. Me había enlistado en la Guardia Interna con la pueril expectativa de pertenecer alguna vez a las fuerzas armadas de Pax y volar entre los astros. Una idea necia para un joven que ya había decidido no aceptar el cruciforme.

—Aun así —dije, sin creer del todo que hubiera una nave. Ningún miembro del Mercantilus de Pax transportaría fugitivos—. Aunque logremos llegar a otro mundo, nos apresarían. A menos que usted proponga que huyamos durante siglos de deuda temporal.

—No —dijo el viejo—. Ni siglos ni décadas. Escaparéis en la nave a uno de los mundos más cercanos de la vieja Hegemonía. Luego seguiréis un camino secreto. Veréis los viejos mundos. Recorreréis el río Tetis.

Ahí tuve la certeza de que el viejo estaba loco de atar. Cuando cayeron los teleyectores y el TecnoNúcleo IA abandonó al género humano, la Red de Mundos y la Hegemonía habían muerto el mismo día. La humanidad volvió a sufrir la tiranía de las distancias interestelares. Ahora sólo las fuerzas de Pax, sus títeres de Mercantilus y los aborrecidos éxters se aventuraban en las tinieblas interestelares.

—Ven —jadeó el viejo. Me llamó con un gesto sin abrir los dedos. Me incliné sobre la consola. Sentí su olor, una vaga combinación de medicina, vejez y algo parecido al cuero.

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