Endymion (6 page)

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Authors: Dan Simmons

Tags: #Los cantos de Hyperion 3

BOOK: Endymion
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No necesitaba recordar los relatos de Grandam para explicar el río Tetis y para saber por qué ahora pensaba que el viejo estaba totalmente senil. Todos habían oído hablar del río Tetis; el río y el Bulevar Confluencia habían sido dos avenidas constantes de teleyección entre los mundos de la Hegemonía. La Confluencia conectaba más de un centenar de mundos de más de un centenar de soles, y su ancha avenida estaba abierta para todos y unida por portales de teleyección que no se cerraban nunca. El río Tetis había sido una ruta menos recorrida, pero aun así era importante para el comercio y las muchas naves de placer que bogaban de mundo en mundo por ese cauce de agua.

La caída de la red de teleyectores había partido el Bulevar en mil fragmentos; el Tetis había dejado de existir, los portales eran inservibles, y el río de cien mundos había vuelto a ser cien riachos que nunca más se unirían. Hasta el viejo poeta que estaba sentado ante mí había descrito la muerte del río. Recordé las palabras de los
Cantos
tal como las recitaba Grandam:

Y el río que había fluido

durante dos siglos o más,

unido en espacio y tiempo

por trucos del TecnoNúcleo,

dejó de fluir en Fuji

y en el Mundo de Barnard,

en Acteón y Deneb Drei,

Esperance y Nunca Más.

Por doquier andaba el Tetis

en cintas que atravesaban

los mundos de los humanos.

Los portales se atascaron

y los cauces se secaron

y las corrientes cesaron.

Los trucos del Núcleo se agotaron,

se perdieron para siempre los viajeros.

Cerrados los portales, los umbrales,

el Tetis en su cauce se detuvo.

—Acércate —susurró el viejo poeta, llamándome con su dedo amarillo. Me acerqué. El aliento del viejo era como un viento seco saliendo de una tumba sellada, inodoro pero antiguo, con el aroma de siglos olvidados—.
Un objeto bello
—continuó—
es una alegría eterna, cuyo encanto aumenta, y jamás se diluye...

Eché la cabeza hacia atrás y asentí como si el viejo hubiera dicho algo sensato. Era evidente que estaba trastornado.

Como leyéndome la mente, el viejo poeta rió entre dientes.

—Muchas veces pasé por loco para quienes subestiman el poder de la poesía. No decidas ahora, Raul Endymion. Luego nos reuniremos para cenar y terminaré de describir tu misión. Entonces decidirás. Por ahora descansa. Tu muerte y resurrección deben de haberte fatigado.

El viejo se encorvó, y oí ese cascabeleo seco que ahora reconocía como una carcajada.

El androide me llevó a mi habitación. Entreví patios y edificios por las ventanas de la torre. Una vez vi a otro androide —también masculino— pasando entre las ventanas del triforio.

Mi guía abrió la puerta y retrocedió. Comprendí que no le echaría llave, que yo no era un prisionero.

—Te hemos preparado ropa de noche, señor —dijo el hombre de tez azul—. Desde luego, estás en libertad de irte o de recorrer la vieja ciudad universitaria a tu gusto. Debo advertirte, M. Endymion, que hay animales peligrosos en los bosques y montañas cercanos.

Asentí y sonreí. Los animales peligrosos no impedirían que me fuera si deseaba marcharme. Por el momento no lo deseaba.

El androide se dispuso a irse, e impulsivamente avancé un paso e hice algo que cambiaría para siempre el curso de mi vida.

—Aguarda —dije. Extendí una mano—. No nos han presentado. Yo soy Raul Endymion.

El androide se quedó mirando mi mano extendida, y tuve la certeza de haber atentado contra el protocolo. Los androides eran considerados subhumanos siglos atrás, cuando los habían biofacturado para usarlos durante la expansión de la Hégira.

El hombre artificial cogió mi mano y la estrechó con firmeza.

—Soy A. Bettik —murmuró—. Es un gusto conocerte.

A. Bettik. El nombre me resultaba conocido.

—Me gustaría hablar contigo, A. Bettik. Aprender más... acerca de ti, de este lugar y del viejo poeta.

El androide movió los ojos azules, y creí detectar un destello de ironía.

—Sí, señor. Me agradaría hablar contigo. Me temo que tendrá que ser más tarde, pues en este momento debo cumplir varios deberes.

—Más tarde, pues —dije, y retrocedí—. Esperaré el momento.

A. Bettik cabeceó y bajó por la escalera de la torre.

Entré en mi habitación. Salvo por la cama hecha y un elegante conjunto de ropa de noche tendido sobre ella, el lugar estaba tal como lo había dejado. Me acerqué a la ventana y eché un vistazo a las ruinas de la Universidad de Endymion. Altos siempreazules susurraban en la brisa fresca. Hojas violáceas caían del bosquecillo de raraleña que estaba cerca de la torre y raspaban la acera veinte metros más abajo. Hojas de chalma perfumaban el aire con su inconfundible aroma de canela. Yo me había criado pocos cientos de kilómetros al noreste, en los brezales de Aquila, entre estas montañas y la escabrosa zona conocida como el Pico, pero la cortante frescura del aire de montaña era nueva para mí. El cielo parecía tener un color lapislázuli más profundo que en los brezales o las planicies. Aspiré el aire otoñal y sonreí; aunque me aguardaran cosas extrañas, estaba muy contento de estar vivo.

Alejándome de la ventana, me dirigí a la escalera para explorar la universidad y la ciudad de donde mi familia había tomado su apellido. Por chiflado que estuviera el viejo, la charla sería interesante durante la cena.

Me paré en seco al pie de la escalera.

Bettik. Grandam había mencionado ese nombre al recitar los
Cantos
. Bettik era el androide que conducía la barca de levitación
Benarés
hacia el noreste por el río Holle, desde la ciudad de Keats, en el continente de Equus, hasta la estación fluvial Náyade, los Rizos de Karla, el bosquecillo de Doukhoborns y Linde, donde terminaba el río navegable. Desde Linde los peregrinos continuaban solos por el Mar de Hierba. Recordé cómo escuchaba en mi infancia, preguntándome por qué Bettik era el único androide con nombre, y preguntándome qué le había sucedido cuando los peregrinos lo dejaron en Linde. Hacía más de dos décadas que no recordaba ese nombre.

Sacudiendo la cabeza, preguntándome si el que estaba loco era el viejo poeta o yo, salí a la luz del atardecer para explorar Endymion.

5

En el mismo momento en que me despido de Bettik, a seis mil años luz de distancia, en un sistema estelar conocido sólo por números NGC y coordenadas de navegación, una fuerza de Pax compuesta por tres naves-antorcha de ataque y conducida por el padre capitán Federico de Soya está destruyendo un bosque orbital. Los árboles éxters no tienen defensas contra las naves de Pax, y este enfrentamiento es más una carnicería que una batalla.

Aquí debo explicar algo. No estoy especulando acerca de estos hechos: ocurrieron tal como los describo. Cuando cuente lo que hacían el padre capitán De Soya y los demás protagonistas mientras no había testigos presentes —incluso cuando describa sus pensamientos y sus emociones—, no se tratará de extrapolaciones ni conjeturas. Estas cosas son verdades literales. Más tarde explicaré cómo llegué a saberlas, a conocerlas sin la menor distorsión, pero por ahora pido que lo aceptes por lo que es, la verdad.

Las tres naves de Pax salen de velocidades relativistas desacelerando a seiscientas gravedades, aquello que los navegantes del espacio han llamado durante siglos «delta-V de mermelada de frambuesa»: si los campos de contención interna fallaran un microsegundo, los tripulantes sólo serían una capa de mermelada de frambuesa sobre las cubiertas.

Los campos de contención no fallan. A una UA, el padre capitán Federico de Soya proyecta el bosque orbital en la videoesfera. En el Centro de Control de Combate todos miran la pantalla. Miles de árboles de medio kilómetro de longitud, adaptados por los éxters, se desplazan en compleja coreografía por el plano de la eclíptica: bosquecillos anudados por la gravedad, mechones trenzados y configuraciones que cambian sutilmente, siempre en movimiento, las hojas siempre vueltas hacia el sol tipo G, las largas ramas buscando el alineamiento perfecto, las raíces sedientas hundidas en la vaporosa niebla de humedad y nutrientes provista por los cometas pastores que se mueven entre los racimos de árboles como gigantescas y sucias bolas de nieve. Aleteando entre las ramas y los árboles, hay variaciones de éxters, formas humanoides con tez plateada y finísimas alas de mariposa que se extienden cientos de metros. Al recibir la luz del sol, estas alas parpadean como luces navideñas en el verde follaje del bosque orbital.

—¡Fuego! —ordena el padre capitán Federico de Soya.

A dos tercios de UA, las tres naves-antorcha del grupo REYES atacan con sus armas de larga distancia. A esa distancia aun los haces de energía se arrastran hacia el blanco como luciérnagas contra una manta negra, pero las naves de Pax portan armas hiperveloces e hipercinéticas, esencialmente pequeñas naves estelares de propulsión Hawking, algunas con ojivas de plasma que en microsegundos alcanzan velocidades relativistas y detonan dentro del bosque, mientras que otras, simplemente, regresan al espacio real con la masa amplificada, y atraviesan los árboles como balas de cañón disparadas a quemarropa contra cartón mojado. Minutos después las tres naves están a tiro de rayo energético, y los haces de contrapresión saltan en varias direcciones simultáneas, visibles por la multitud de partículas coloidales que llenan el espacio como polvo en un viejo ático.

El bosque arde. La brusca descompresión incinera la corteza adaptada, las vainas O
2
y las hojas autoselladas, que son aserradas por los haces y los arrasadores zarcillos de plasma. Los glóbulos de oxígeno en fuga alimentan las llamas en el vacío hasta que el aire se congela o se consume. Y el bosque arde. Millones de hojas echan a volar, formando nuevas piras, mientras troncos y ramas llamean contra el negro fondo del espacio. Los cometas pastores reciben el impacto y se vaporizan al instante, partiendo las trenzas boscosas en expansivas ondas de vapor y trozos de roca fundida. Los éxters —los «ángeles de Lucifer», como las fuerzas de Pax los llaman despectivamente desde hace siglos— quedan apresados en las explosiones como mariposas traslúcidas en una llama. Algunos son destrozados por las explosiones de plasma y el estallido de los cometas. Otros se interponen en el camino de los haces de contrapresión y se convierten en objetos hipercinéticos hasta que estallan sus delicados alas y órganos. Algunos intentan huir, expandiendo sus alas solares al máximo en un vano intento de escapar de la matanza.

Ninguno sobrevive.

El enfrentamiento dura menos de cinco minutos. Cuando ha concluido, el grupo REYES se acerca al bosque en una desaceleración de treinta gravedades, y las llamas de fusión de las naves-antorcha incineran los fragmentos de árbol que han escapado del ataque inicial. El bosque que hace cinco minutos flotaba en el espacio —verdes hojas recibiendo la luz del sol, raíces bebiendo agua de los cometas, ángeles éxters flotando como radiantes espejines entre las ramas— es sólo un toroide de humo y escombros que llena el plano de la eclíptica en este arco de espacio.

—¿Algún superviviente? —pregunta el padre capitán De Soya, de pie frente a la pantalla central, las manos a la espalda, meciéndose suavemente, tocando apenas con los pies la franja que rodea la pantalla. Aunque la nave aún está desacelerando bajo treinta gravedades, el Centro de Control de Combate se mantiene a una microgravedad constante de un quincuagésimo de gravedad estándar. Los doce oficiales de la sala están sentados o de pie, la cabeza hacia el centro de la esfera. De Soya es un hombre bajo de unos treinta y cinco años estándar. Tiene rostro redondo y tez oscura, y con los años sus amigos han notado que sus ojos reflejan más compasión sacerdotal que rudeza marcial. Ahora se les ve preocupados.

—No hay supervivientes —dice la madre comandante Stone, una oficial alta, también jesuita. Se aparta de la pantalla táctica para conectarse con una unidad de comunicaciones.

De Soya sabe que los oficiales del C
3
no sienten satisfacción. Destruir bosques orbitales éxters forma parte de su misión —esos árboles aparentemente inocuos sirven como centros de reaprovisionamiento y reparaciones para los enjambres de combate—, pero pocos guerreros de Pax se complacen en la destrucción indiscriminada.

Fueron entrenados como caballeros de la Iglesia y defensores de Pax, no como destructores de la belleza ni asesinos de criaturas desarmadas, aunque esas criaturas sean éxters que han entregado sus almas.

—Trazad el plan de búsqueda habitual —ordena De Soya—. Ordenad a la tripulación que abandone sus puestos de combate. —En una nave-antorcha moderna, la tripulación consiste sólo en estos oficiales y media docena más que están desperdigados por la nave.

La madre comandante Stone interrumpe de golpe.

—Señor, detectamos una distorsión Hawking... ángulo setenta y dos, coordenadas dos-veintinueve, cuarenta y tres, uno-cero-cinco. Punto de salida siete-cero-cero-punto-cinco mil kilómetros. Probabilidad de un solo vehículo, noventa y seis por ciento. Velocidad relativa desconocida.

—Puestos de combate —ordena De Soya. Sonríe sin darse cuenta. Quizá los éxters acudan al rescate de su bosque. O quizás hubiera un defensor que acaba de lanzar un arma desde más allá de la Nube de Oort del sistema. O quizá sea la vanguardia de un enjambre de unidades de combate que será la perdición del grupo de tareas. Sea cual fuere la amenaza, el padre capitán De Soya prefiere el combate a este vandalismo.

—Vehículo en traslación —informa el oficial de radar.

—Muy bien —dice el padre capitán De Soya. Mira el parpadeo de las pantallas, vuelve a sintonizar y abre varios canales óptico-virtuales. El C
3
se disipa y él se encuentra en pleno espacio, un gigante de cinco millones de kilómetros de altura: sus naves son manchas con colas llameantes, el bosque destruido es una curva columna de humo, y el intruso aparece a setecientos mil kilómetros, por encima del plano de la eclíptica. Las esferas rojas que rodean sus naves indican campos externos activados para el combate. Otros colores llenan el espacio, mostrando lecturas de sensores, pulsaciones de radar y preparación de puntería. Trabajando en el ultraveloz nivel táctico, De Soya puede lanzar armas o desatar energías con sólo señalar y chasquear los dedos.

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