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Authors: Dan Simmons

Tags: #Los cantos de Hyperion 3

Endymion (2 page)

BOOK: Endymion
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Lo que realmente me interesaba, en toda la serie, era decir algo sobre lo sagrado, y no precisamente algo espiritual. En el primer libro,
H
YPERION
, lo que concitó mayor desdén entre los críticos fue la idea de que el amor es una fuerza básica en el universo. Un crítico dijo: «¿Quién se cree que es? ¿John Lennon?» Así que me lo tomé como un reto e hice que ése fuera el tema central de los dos últimos libros.
E
NDYMION
crea el alma de la historia de amor que intento contar. Aunque un personaje esté al final de la veintena y el otro tenga sólo doce años. ¡El tipo de historia de amor que cuentas y luego te arrestan por ello! Quería trabajar en la idea de que el amor es algo más que una mera emoción que dura un tiempo y luego se disipa: es algo sólido, entretejido en la urdimbre del universo. Esto es, probablemente, tan serio como lo que puedo aprender de la filosofía.

Y concluyo aquí esta presentación, que ya se ha alargado demasiado. Creo sinceramente que Wolfe no ha entendido casi nada de
E
NDYMION
, y que la respuesta (como ocurría en las dos primera novelas de la serie) se halla en
E
L ASCENSO DE
E
NDYMION
.
Yo la espero con verdadera impaciencia, en la confianza de que un autor como Simmons, capaz de fascinar con
H
YPERION
y
L
A CAÍDA DE
H
YPERION
,
no va a defraudarnos. Por el momento,
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NDYMION
sirve como nexo de unión y como amena presentación de lo que está por venir en el universo de
H
YPERION
.

Sea como fuere, Simmons es un narrador como hay pocos. Si alguien lo duda, que haga como yo: leí de un tirón
L
OS VAMPIROS DE LA MENTE
(¡casi un millar de páginas!) para darme cuenta al final de que todo era un inmenso cliché narrativo sobre los hechos mas manidos y sobre un tema que no me interesaba en absoluto, pero que, una vez sumergido en su lectura, fui del todo incapaz de abandonar. Eso es saber narrar. Y Simmons lo hace de nuevo, y de forma maravillosa, en
E
NDYMION
.

Por si esto fuera poco, el futuro nos traerá
E
L ASCENSO DE
E
NDYMION
.
¿Qué más se puede pedir?

MIQUEL BARCELÓ

1

Estás leyendo esto por razones equivocadas.

Si estás leyendo para averiguar cómo es hacer el amor con una mesías —nuestra mesías—, no continúes, porque no eres más que un mirón.

Si estás leyendo porque admiras los
Cantos
del viejo poeta y sientes curiosidad por saber qué pasó luego en la vida de los peregrinos de Hyperion, quedarás defraudado. No sé qué sucedió con la mayor parte de ellos. Vivieron y murieron casi tres siglos antes de que yo naciera.

Si estás leyendo porque deseas comprender mejor el mensaje de La Que Enseña, también puedes quedar defraudado. Confieso que ella me interesaba más como mujer que como maestra o mesías.

Por último, si estás leyendo para descubrir el destino de ella o aun el mío, te has equivocado de documento. Aunque los destinos parecen tan ciertos, yo no estaba con ella cuando alcanzó el suyo, y el mío aguarda su acto final mientras escribo estas palabras.

Me sorprendería que hubiera alguien leyendo esto, pero no sería la primera vez en mi vida que me llevo semejante sorpresa. Los últimos años han sido una sucesión de improbabilidades, cada cual más maravillosa y aparentemente más inevitable que la anterior. Escribo esto para compartir esos recuerdos. Tal vez ni siquiera para compartirlos, pues sé que es muy probable que nadie encuentre el documento que estoy creando, sino tan sólo escribo para aclarar los sucesos de tal manera que pueda estructurarlos en mi mente.

«¿Cómo sé lo que pienso hasta no ver lo que digo?», escribió un autor anterior a la Hégira. Precisamente. Debo ver estas cosas para saber qué pienso de ellas. Debo ver los sucesos en tinta y las emociones en letras de molde para creer que realmente me sucedieron y me afectaron.

Si estás leyendo esto por la misma razón por la que yo estoy escribiendo, para imponer algún orden al caos de los últimos años, para estructurar esa serie de sucesos aleatorios que han regido nuestras vidas durante las últimas décadas estándar, entonces quizás estés leyendo por la razón correcta, a pesar de todo.

¿Dónde empezar? Una sentencia de muerte, tal vez. ¿Pero cuál? ¿La de ella o la mía? Y si es la mía, ¿cuál de ellas? Hay varias para escoger. Tal vez la adecuada sea ésta, la definitiva.

Escribo esto en una caja de gato de Schrödinger, en órbita de Armaghast, un mundo en cuarentena. La caja no es una caja, sino un ovoide liso de seis metros por tres. Será mi mundo hasta el final de mi vida. El interior de mi mundo es una celda austera que consiste en una caja negra que recicla el aire y los desperdicios, mi litera, el sintetizador de alimentos, un estrecho mostrador que me sirve de mesa y escritorio y un inodoro, fregadero y ducha, situados detrás de un tabique de fibroplástico por razones de decoro que se me escapan. Aquí nadie me visitará nunca. La intimidad parece una broma hueca.

Tengo una pizarra de texto y una pluma. Al terminar cada página, la transfiero a un micropergamino generado por el reciclador. Día a día, el lento amontonamiento de estas páginas delgadas como hostias es el único cambio visible en mi entorno.

El recipiente de gas venenoso no está a la vista. Está situado en el casco estático-dinámico de la caja, conectado con el filtro de aire de tal modo que todo intento de tocarlo, al igual que todo intento de romper el casco, haría escapar el cianuro. El detector de radiación, su temporizador y el elemento isotópico también están fusionados con la energía congelada del casco. No sé cuándo el temporizador aleatorio activa el detector. No sé cuándo el mismo elemento aleatorio abre el escudo de plomo del diminuto isótopo. No sé cuándo el isótopo arroja una partícula.

Pero sabré que el detector está activado en el instante en que el isótopo arroje una partícula. Oleré ese aroma de almendras amargas un par de segundos antes de que el gas me mate.

Espero que sólo sean un par de segundos.

Técnicamente, según el antiguo enigma de la física cuántica, ahora no estoy muerto ni vivo. Estoy en ese estado de suspensión consistente en ondas de probabilidad superpuestas y antaño reservado para el gato del experimento mental de Schrödinger. Como el casco de la caja es prácticamente una energía preparada para estallar a la menor intrusión, nadie mirará dentro para ver si estoy muerto o vivo. Teóricamente, nadie es directamente responsable de mi ejecución, dado que las inmutables leyes de la teoría cuántica me indultan o condenan a cada microsegundo. No hay observadores.

Pero yo soy un observador. Estoy esperando el colapso de las ondas de probabilidad con algo más que un mero interés distante. En el instante en que oiga el siseo del gas de cianuro, antes de que llegue a mis pulmones, mi corazón y mi cerebro, sabré qué camino ha escogido el universo para ordenarse.

Al menos, lo sabré en lo que a mí concierne. En definitiva, es el único aspecto de la resolución del universo que nos concierne a la mayoría.

En el ínterin duermo, como, elimino desechos, respiro y sigo el ritual cotidiano de lo olvidable. Lo cual es irónico, pues en este momento vivo —siempre que «vivir» sea la expresión correcta— sólo para recordar. Y para escribir lo que recuerdo.

Si estás leyendo esto, sin duda lo haces por razones equivocadas. Pero, como sucede con tantas cosas en la vida, la razón para hacer algo no es lo importante. Lo que permanece es el hecho de hacerlo. Al fin y al cabo, lo único importante es el dato incuestionable de que yo he escrito esto y tú lo estás leyendo.

¿Dónde comenzar? ¿Con ella? Ella es la que te interesa y es la única persona de mi vida a quien deseo recordar por encima de todo y de todos. Pero quizá debería comenzar por los sucesos que me condujeron a ella y luego aquí, recorriendo gran parte de esta galaxia y mucho más.

Creo que empezaré por el principio, por mi primera sentencia de muerte.

2

Mi nombre es Raul Endymion. Mi nombre de pila rima con Paul. Nací en el mundo de Hyperion, en el año 693 de nuestro calendario local, o el 3099, según el calendario anterior a la Hégira, o 247 años después de la Caída, según la mayoría calcula el tiempo en la era de Pax.

Se ha dicho que cuando viajé con La Que Enseña yo era pastor, y es verdad. O casi. Mis parientes se ganaban la vida como pastores itinerantes en los brezales y prados de las regiones más remotas del continente de Aquila, donde me crié, y a veces cuidaba ovejas cuando niño. Recuerdo esas noches serenas bajo los estrellados cielos de Hyperion como una época agradable. A los dieciséis años (por el calendario de Hyperion) huí de mi casa y me alisté como soldado de la Guardia Interna controlada por Pax. Recuerdo la mayor parte de esos tres años como tediosos y rutinarios, con la ingrata excepción de los tres meses que me enviaron al casquete de hielo de la Garra para luchar contra los indígenas durante el levantamiento de Ursus. Cuando obtuve la baja, trabajé como cuidador y fullero en uno de los casinos más sórdidos de Nueve Colas, fui barquero en los confines del Kans durante dos temporadas de lluvia y estudié de jardinero en algunas fincas del Pico bajo los auspicios del artista Avrol Hume. Pero «pastor» debía sonar mejor para los cronistas de La Que Enseña cuando llegó el momento de mencionar la ocupación anterior de su discípulo más cercano. «Pastor» tiene una connotación gratamente bíblica.

No objeto el título de pastor. Pero en esta historia apareceré como un pastor cuyo rebaño consistía en una oveja infinitamente importante. Y la perdí en vez de encontrarla.

En la época en que mi vida cambió para siempre y esta historia comienza de veras, yo tenía veintisiete años, era alto por ser nativo de Hyperion, notable por pocas cosas excepto el grosor de los callos de mis manos y mi amor por las ideas extravagantes, y trabajaba como guía de cazadores en los marjales de la bahía de Toschahi, cien kilómetros al norte de Puerto Romance. Para entonces había asimilado algunas cosillas sobre el sexo y muchas cosas sobre armas, había descubierto de primera mano el poder que ejerce la codicia en los asuntos de hombres y mujeres, había aprendido a usar los puños y mi poco seso para sobrevivir, sentía curiosidad por muchas cosas, y la única certeza que tenía era que el resto de mi vida no me reservaría grandes sorpresas.

Era un idiota.

Casi todo lo que era yo en ese otoño de mis veintiocho años se puede describir con negativos. Nunca había estado fuera de Hyperion y nunca había pensado en viajar a otros mundos. Había estado en catedrales de la Iglesia, por supuesto; aun en las regiones remotas adonde había huido mi familia después del saqueo de la ciudad de Endymion, un siglo antes, Pax había extendido su influencia civilizadora, pero yo no había aceptado el catecismo ni la cruz. Había estado con mujeres, pero nunca me había enamorado. Salvo por la tutela de mi abuela, había sido autodidacta y me había educado con libros. Leía vorazmente. A los veintisiete años creía saberlo todo.

No sabía nada.

Así fue que en el otoño de mis veintiocho años, feliz en mi ignorancia y totalmente convencido de que nada importante cambiaría nunca, cometí el acto que me valdría una sentencia de muerte e iniciaría mi vida real.

Los marjales de la bahía de Toschahi son peligrosos e insalubres, y no han cambiado desde mucho antes de la Caída, pero cientos de cazadores ricos —entre ellos muchos forasteros— vienen aquí todos los años por los patos. La mayoría de los protoánades perecieron rápidamente una vez que fueron regenerados y liberados de la nave semillera siete siglos antes, pues no pudieron adaptarse al clima de Hyperion o fueron cazados por depredadores indígenas, pero algunos patos sobrevivieron en los marjales del norte de Aquila. Y los cazadores venían. Y yo los guiaba.

Cuatro de nosotros operábamos desde una abandonada plantación de fibroplástico, situada en una angosta franja de esquisto y lodo entre los marjales y un tributario del río Kans. Los otros tres guías se concentraban en la pesca y la caza mayor, pero yo tenía la plantación y la mayoría de los marjales para mí durante la temporada de los patos. Los marjales eran una zona pantanosa y semitropical que consistía principalmente en espesos matorrales de chalma, bosques de raraleña y templados bosquecillos de prometeos gigantes en las zonas rocosas que había por encima de la pradera aluvial, pero durante los frescos, secos y diáfanos días de principios del otoño, los patos se detenían allí durante su migración desde las islas del sur hacia los lagos de las regiones más remotas de la meseta del Piñón.

Desperté a los cuatro «cazadores» una hora y media antes del alba. Había preparado un desayuno de jamón, tostadas y café, pero los cuatro obesos empresarios mascullaban insultos mientras lo engullían. Tuve que recordarles que revisaran y limpiaran sus armas: tres portaban escopetas, y el cuarto cometió la tontería de llevar un antiguo rifle energético. Mientras ellos comían y rezongaban, yo me quedé atrás de la cabaña con Izzy, la perdiguera labrador que tenía desde que ella era cachorra. Izzy sabía que íbamos a cazar, y había que acariciarle la cabeza y el cuello para calmarla.

Asomaban las primeras luces cuando nos fuimos de aquella plantación cubierta de malezas en un esquife de suelo chato. Radiantes espejines aleteaban entre oscuros túneles de ramas y por encima de los árboles. Los cazadores —M. Rolman, M. Herrig, M. Rushomin y M. Poneascu— permanecían sentados en los bancos mientras yo impulsaba el esquife. Izzy y yo estábamos separados de ellos por una pila de flotadores, cuyo fondo curvo aún mostraba la tosca textura del hollejo de fibroplástico. Rolman y Herrig usaban costosos ponchos camaleónicos, aunque no activaron el polímero hasta que estuvimos en las profundidades del pantano. Les pedí que bajaran la voz cuando nos aproximamos a los marjales de agua dulce donde se posarían los patos. Los cuatro me miraron con cara de pocos amigos, pero obedecieron y pronto se callaron.

La luz era muy intensa cuando detuve el esquife a poca distancia del blanco y preparé los flotadores. Me calcé mis remendadas botas impermeables y me metí en el agua, que me llegaba hasta el pecho. Izzy se inclinó en la borda con ojos ansiosos, pero le hice una seña para evitar que saltara. Ella vaciló pero se quedó donde estaba.

BOOK: Endymion
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