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Authors: Dan Simmons

Tags: #Los cantos de Hyperion 3

Endymion (9 page)

BOOK: Endymion
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—Capitán —saluda el capellán.

De Soya saluda con un cabeceo y se acerca al hombre de la camilla.

El padre Vandrisse es joven —treinta años estándar— y lleva el cabello oscuro largo y rizado, según la moda actual del Vaticano. O al menos la moda que se aproximaba cuando De Soya estuvo por última vez en Pacem y el Vaticano: ya han acumulado una deuda temporal de tres años en dos meses de misión.

—Padre Vandrisse —dice De Soya—, ¿me oye?

El joven asiente y gruñe. Cuesta hablar en los primeros minutos de una resurrección. Al menos, es lo que De Soya ha oído decir.

—Bien —dice el capellán—. Será mejor que vuelva a meter el cuerpo del otro en el nicho. —Mira a De Soya con mal ceño, como si el capitán fuera culpable del fracaso de la resurrección—. Es un desperdicio, padre capitán. Tardarán semanas, tal vez meses, en revivir al padre Gawronski. Será muy doloroso para él.

De Soya asiente.

—¿Le gustaría verle, padre capitán? —insiste el capellán—. El cuerpo... en fin... apenas parece humano. Los órganos internos están a la vista y totalmente...

—Continúe con sus deberes, padre —murmura De Soya—. Puede retirarse.

El padre Sapieha vuelve a poner mal ceño, como si fuera a replicar, pero en ese momento suena el cláxon de gravedad y ambos tienen que orientarse para que sus pies toquen el piso cuando se realinee el campo de contención interna. La gravedad asciende lentamente a uno mientras el padre Vandrisse se hunde en los cojines de la camilla y el capellán se marcha. Aun después de un solo día de gravedad cero, el retorno de la gravedad es una molestia.

—Padre Vandrisse —murmura De Soya—. ¿Me oye?

El joven cabecea. Sus ojos muestran su dolor. Su piel reluce como si acabaran de ponerle injertos, o como si fuera un recién nacido. La carne luce rosada y cruda, casi quemada, y el lívido cruciforme tiene el doble de su tamaño normal en el pecho del correo.

—¿Sabe dónde está? —susurra De Soya. «O quién es», añade mentalmente. La confusión posterior a la resurrección puede durar horas o días. De Soya sabe que los correos están entrenados para superar esa confusión, ¿pero cómo se puede entrenar a alguien para la muerte y la resurrección? Un instructor de De Soya en el seminario lo expresaba con claridad: «Las células recuerdan haber agonizado y muerto, aunque la mente no lo recuerde.»

—Recuerdo —susurra el padre Vandrisse, y su voz suena tan descarnada como luce su piel—. ¿Es usted el capitán De Soya?

—El padre capitán De Soya, sí.

Vandrisse trata de apoyarse en el codo y no lo consigue.

—Más cerca —susurra, demasiado débil para alzar la cabeza.

De Soya se acerca más. El otro sacerdote huele a formaldehído. Sólo algunos sacerdotes son iniciados en los misterios de la resurrección, y De Soya escogió no ser uno de ellos. Puede oficiar en un bautismo y administrar la comunión o la extremaunción —como capitán de una nave estelar, ha tenido más oportunidades para lo segundo que para lo primero—, pero nunca ha estado presente en el sacramento de la resurrección. Ignora qué procesos, al margen del milagro del cruciforme, intervienen para devolver al cuerpo destruido y aplastado de este hombre, a sus neuronas destrozadas y su masa cerebral desperdigada la forma humana que él ve ante sí.

Vandrisse susurra algo y De Soya tiene que acercarse aún más. Los labios del sacerdote resucitado casi rozan la oreja de De Soya.

—Debemos... hablar... —logra decir Vandrisse con gran esfuerzo.

De Soya asiente con la cabeza.

—He ordenado una reunión dentro de quince minutos. Estarán presentes los otros dos capitanes de mis naves. Le daremos una silla flotante y...

Vandrisse sacude la cabeza.

—Ninguna reunión. Mensaje para...

—De acuerdo —responde De Soya sin inmutarse—. ¿Desea esperar hasta...?

De nuevo la sacudida de la cabeza. El rostro del sacerdote tiene estrías lustrosas, como si los músculos se mostraran a través de la piel.

—Ahora... —susurra.

De Soya se acerca y espera.

—Debe... llevar... la nave... Arcángel... de inmediato —jadea Vandrisse—. Su destino está programado.

De Soya aún no se inmuta, pero está pensando: «Conque será una dolorosa muerte por aceleración. Querido Jesús, ¿no podías apartar de mí este cáliz?»

—¿Qué diré a los demás? —pregunta.

El padre Vandrisse sacude la cabeza.

—No diga nada. Ponga a su oficial ejecutiva al mando del...
Baltasar
. Transfiera el mando del grupo de tareas a la madre capitana Boulez. El grupo REYES tendrá... otras... órdenes.

—¿Seré informado acerca de esas otras órdenes? —pregunta De Soya. El esfuerzo de aparentar calma le da dolor de mandíbula. Hasta treinta segundos atrás, la supervivencia y el éxito de esta nave, de este grupo de tareas, era la razón central de su existencia.

—No —dice Vandrisse—. Esas... órdenes... no le... conciernen.

El sacerdote resucitado está pálido de dolor y agotamiento. De Soya nota que esto le causa cierta satisfacción y de inmediato reza una breve plegaria pidiendo perdón.

—Debo partir de inmediato —repite De Soya—. ¿Puedo llevar mis escasas pertenencias personales? —Está pensando en la estatuilla de porcelana que su hermana le regaló poco antes de morir en Vector Renacimiento. Esa pieza frágil, encerrada en un cubo de estasis durante las maniobras de alta gravedad, lo ha acompañado durante todos sus años de viaje por el espacio.

—No —dice el padre Vandrisse—. Vaya... de inmediato. No lleve nada.

—¿Esto es por orden de...? —pregunta De Soya.

Vandrisse frunce el ceño en medio de su mueca de dolor.

—Es una orden directa de Su Santidad, el papa Julio XIV. Es... prioridad omega... anulando todas las órdenes del mando militar de Pax o la flota espacial. ¿Comprende... padre... capitán... De Soya?

—Comprendo —dice el jesuita, e inclina la cabeza en señal de obediencia.

La nave correo clase Arcángel no tiene nombre. De Soya no considera que las naves-antorcha sean bellas —con su forma de calabaza, el módulo de mando y las armas empequeñecidos por el enorme motor Hawking y la esfera de fusión—, pero la Arcángel es decididamente fea en comparación. La nave correo es una masa de esferas asimétricas, dodecaedros, correas, cables y mandos de motor Hawking. La cabina de pasajeros es apenas un detalle en el centro de esa chatarra.

De Soya se ha reunido brevemente con Hearn, Boulez y Stone, explicando sólo que lo han convocado y transfiriendo el mando a los nuevos y asombrados capitanes del grupo de tareas y el
Baltasar
. Luego se ha trasladado a la nave Arcángel en una cápsula. De Soya ha tratado de no mirar su amada
Baltasar
, pero en el último momento, antes de abordar el correo, se ha vuelto y ha mirado nostálgicamente la nave-antorcha con añoranza, en cuyo flanco curvo el sol pintaba una medialuna de luz. Luego ha apartado los ojos resueltamente.

Al entrar ve que la Arcángel tiene un mando táctico virtual muy tosco, controles manuales y puente. El interior del módulo de mando no es mucho más grande que el estrecho cubículo que él ocupaba en el
Baltasar
, aunque este espacio está abarrotado de cables, filamentos de fibra óptica, discos y dos divanes de aceleración. El único otro espacio es el diminuto cubículo que combina alcoba con guardarropa.

De Soya ve de inmediato que los divanes de aceleración no son estándar. Se trata de bandejas de acero sin acolchado, más semejantes a camillas de autopsia que a divanes. Las bandejas tienen un reborde —sin duda para impedir que el fluido se derrame bajo alta gravedad— y el único campo de contención de la nave debe rodear estos divanes, para impedir que la carne, el hueso y la materia cerebral pulverizados se desparramen en los intervalos de gravedad cero luego de la desaceleración final. De Soya ve los tubos por donde se inyectó agua o alguna solución limpiadora para lavar el acero. No lo ha logrado del todo.

—Dos minutos para aceleración —dice una voz metálica—. Amárrese ya.

«Ninguna cortesía —piensa De Soya—. Ni siquiera un "Por favor".»

—Nave —dice. Sabe que no hay IAs genuinas en las naves de Pax, pues no se permite ninguna IA en el espacio humano controlado por Pax, pero piensa que el Vaticano podría haber hecho una excepción en una de sus naves correo clase Arcángel.

—Un minuto treinta segundos para aceleración inicial —dice la voz metálica, y De Soya comprende que está hablando con una máquina idiota.

Se apresura a amarrarse. Las correas son anchas y gruesas pero su función es sólo aparente. El campo de contención se encargará de mantener sus restos en su lugar.

—Treinta segundos —dice la voz idiota—. Advierto que la traslación C-plus será letal.

—Gracias —dice el padre capitán Federico de Soya. Siente en los oídos las desbocadas palpitaciones de su corazón. En los instrumentos parpadean luces. Aquí nada está destinado al control humano, así que De Soya no les presta atención.

—Quince segundos —dice la nave—. Tal vez ahora desee rezar.

—Joder —dice De Soya. Ha estado rezando desde que dejó la sala de resurrección. Añade una plegaria final para pedir perdón por la obscenidad.

—Cinco segundos —dice la voz—. No habrá más comunicaciones. Que Dios lo bendiga y acelere su resurrección, en nombre de Cristo.

—Amén —dice el padre capitán De Soya. Cierra los ojos cuando se inicia la aceleración.

8

Anocheció temprano en la ruinosa ciudad de Endymion. Desde la torre donde había despertado en ese día interminable, miré cómo se extinguía la luz otoñal. A. Bettik me había conducido de vuelta a mi habitación, donde aún había ropa de noche elegante pero sencilla —pantalones tostados de algodón, ajustados por debajo de las rodillas, blusa de lino blanca con mangas abullonadas, chaleco de cuero negro, calzas negras, botas de cuero negro, una pulsera de oro— extendida sobre la cama. El androide también me mostró el lavabo, un piso más abajo, y me dijo que la gruesa bata de algodón que colgaba en la puerta era para mí. Se lo agradecí, me bañé, me sequé el cabello, me puse todo lo que me habían dejado excepto la pulsera de oro, y aguardé ante la ventana mientras la luz se volvía más dorada y horizontal y las sombras descendían desde los cerros.

Cuando la luz se extinguió al punto de que no quedaron más sombras y las más brillantes estrellas del Cisne despuntaron sobre las montañas del este, A. Bettik regresó.

—¿Es hora? —pregunté.

—Aún no, señor —respondió el androide—. Antes dijiste que deseabas hablar conmigo.

—Ah, sí —dije, y señalé la cama, el único mueble de la habitación—. Siéntate.

El hombre de tez azul permaneció de pie junto a la puerta.

—Estoy cómodo de pie, señor.

Crucé los brazos y me apoyé en el alféizar. El aire que entraba por la ventana era fresco y olía a chalma.

—No es preciso que me llames señor. Con Raul está bien. —Vacilé—. A menos que estés programado para hablar con... —estaba por decir «los humanos», pero no quería sugerir que A. Bettik no era humano—. Para hablar con la gente de esa manera —concluí tímidamente.

A. Bettik sonrió.

—No, señor. No estoy programado... no como una máquina. Salvo por varias prótesis sintéticas... para aumentar la fuerza, por ejemplo, o brindar resistencia a la radiación. Salvo por eso, no tengo partes artificiales. Simplemente me enseñaron a cumplir mis funciones con deferencia. Puedo llamarte M. Endymion, si prefieres.

Me encogí de hombros.

—No tiene importancia. Lamento ser tan ignorante en materia de androides.

A. Bettik volvió a sonreír.

—No es necesario que te disculpes, M. Endymion. Muy pocos humanos hoy vivos han visto a uno de mi raza.

Mi raza. Interesante.

—Háblame de tu raza —dije—. ¿La biofacturación de androides no era ilegal en la Hegemonía?

—Sí, señor —dijo A. Bettik. Noté que permanecía en posición de descanso, y me pregunté si habría servido en alguna unidad militar—. La biofacturación de androides era ilegal en Vieja Tierra y en muchos mundos de la Hegemonía antes de la Hégira, pero la Entidad Suma permitió la biofacturación de cierta cantidad de androides para usarlos en los planetas del Confín. En esos tiempos Hyperion estaba en esa categoría.

—Todavía lo está.

—Sí, señor.

—¿Cuándo te biofacturaron? ¿En qué mundos viviste? ¿Cuáles eran tus deberes? —pregunté—. Si no te resulta impertinente.

—En absoluto, M. Endymion. —La voz del androide tenía un vago acento dialectal que era nuevo para mí. Lejano y antiguo—. Fui creado en el año 26, según el calendario local de Hyperion.

—El siglo veinticinco después de Cristo —dije—. Hace seiscientos noventa y cuatro años.

A. Bettik asintió y guardó silencio.

—Conque naciste... o fuiste biofacturado... después de la destrucción de Vieja Tierra —dije, más para mí mismo que para el androide.

—Sí, señor.

—¿Y fue Hyperion tu primer... eh... tu primer destino laboral?

—No, señor. Durante el primer medio siglo de mi existencia, trabajé en Asquith al servicio de su real alteza, el rey Arturo VIII, monarca del reino de Windsor-en-Exilio, y también al servicio de su primo, el príncipe Ruperto de Mónaco-en-Exilio. Cuando murió el rey Arturo, me legó a su hijo William su real alteza el rey Guillermo XXIII.

—Triste Rey Billy.

—Sí, señor.

—¿Y viniste a Hyperion cuando Triste Rey Billy huyó de la rebelión de Horace Glennon-Height?

—Sí. En realidad, mis hermanos androides y yo fuimos enviados a Hyperion treinta y dos años antes que llegaran su alteza y los demás colonos. Nos mandaron aquí cuando el general Glennon-Height ganó la batalla de Fomalhaut. Su alteza consideró prudente contar con una sede alternativa para los reinos en exilio.

—Y así conociste a Silenus —urgí, señalando el techo, imaginando al viejo poeta en su telaraña de umbilicales médicos.

—No —dijo el androide—. Mis deberes no me pusieron en contacto con M. Silenus durante los años en que la Ciudad de los Poetas estuvo ocupada. Tuve el placer de conocer a M. Silenus después, durante la Peregrinación al Valle de las Tumbas de Tiempo, dos siglos y medio después de la muerte de su alteza.

—Y has estado en Hyperion desde entonces. Más de quinientos años en este mundo.

—Sí, M. Endymion.

—¿Eres inmortal? —pregunté, sabiendo que la pregunta era impertinente pero queriendo la respuesta.

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