Endymion (63 page)

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Authors: Dan Simmons

Tags: #Los cantos de Hyperion 3

BOOK: Endymion
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El padre Glaucus alumbraba cuatro pisos de un edificio alto con los faroles alimentados con esas cápsulas que parecían ascuas.

—Para ahuyentar a los espectros —señaló—. Odian la luz.

Encontré una escalera y descendí en la oscuridad con una lámpara y el rifle. Veinte pisos más abajo, un laberinto de túneles conducía a los demás edificios de la ciudad. Décadas antes, el padre Glaucus había marcado la entrada de esos edificios sepultados con una pluma: D
EPÓSITO
, T
RIBUNAL
, C
ENTRO
D
E
C
OMUNICACIONES
, D
OMO
D
E
L
A
H
EGEMONÍA
, H
OTEL
, y así sucesivamente. Exploré algunos, viendo indicios de visitas más recientes del sacerdote. En mi tercera exploración encontré las profundas bóvedas donde estaban almacenadas las cápsulas de combustible. Eran fuente de calor y de luz para el viejo sacerdote, y también su principal arma de negociación para que los chitchatuk lo visitaran.

—Los espectros les dan todo excepto material combustible —me había dicho—. Las cápsulas les dan luz y un poco de calor. Disfrutamos del trueque. Ellos me dan carne y cueros de espectro, yo les doy lumbre y buena conversación. Creo que al principio se interesaron por mí porque mi banda consistía en el número primo más elegante... ¡el uno! En los primeros tiempos yo ocultaba la posición del depósito. Hoy sé que los chitchatuk jamás me robarían. Aunque en ello les fuera la vida. Aunque en ello les fuera la vida de sus hijos.

Había poco para ver en la ciudad sepultada. La oscuridad era absoluta, y mi lámpara apenas lograba disipar las sombras. Si yo había abrigado esperanzas de encontrar un modo fácil de llegar hasta el segundo arco —un soplete gigante, o un taladro de fusión—, las perdí muy pronto. La ciudad, con excepción de los cuatro pisos de muebles, libros, luz, alimentos, calor y conversación del padre Glaucus, estaba tan fría y muerta como el noveno círculo del infierno.

En nuestro tercer o cuarto día, poco antes de la comida, me reuní con los demás en el estudio del sacerdote. Ya había revisado los libros del anaquel: volúmenes de filosofía y teología, novelas de misterio, textos de astronomía, estudios de etnología, volúmenes de neoantropología, novelas de aventuras, guías de carpintería, textos médicos, libros de zoología.

—Mi mayor tristeza, cuando quedé ciego hace treinta años —me había dicho el padre Glaucus el día en que mostró orgullosamente su biblioteca— fue que ya no pude leer mis queridos libros. Soy un Próspero negado. No puedes imaginar cuánto tiempo me llevó trasladar estos tres mil volúmenes desde la biblioteca que está cincuenta pisos más abajo.

Por las tardes, mientras yo exploraba y A. Bettik se ponía a leer, Aenea le leía en voz alta al viejo sacerdote.

Una vez, cuando entré en la habitación sin golpear, vi lágrimas en las mejillas del misionero.

Aquel día, cuando me reuní con ellos, el padre Glaucus hablaba de Teilhard, el jesuita original, no el antipapa a quien Julio VI había suplantado.

—Fue camillero durante la Primera Guerra Mundial —decía el padre Glaucus—. Pudo haber sido capellán y permanecer fuera de la línea de fuego, pero optó por ser camillero. Le dieron medallas por su valor, incluida una que se llamaba la Legión de Honor.

A. Bettik se aclaró la garganta cortésmente.

—Excúseme, padre. ¿Es correcta mi presunción de que la Primera Guerra Mundial fue un conflicto anterior a la Hégira que se limitó a la Vieja Tierra?

El barbado sacerdote sonrió.

—Precisamente, querido amigo. Principios del siglo veinte. Un conflicto terrible. Terrible. Y Teilhard estuvo en pleno combate. El odio a la guerra le duró toda la vida.

El padre Glaucus se había construido una mecedora, y ahora se hamacaba frente al fuego que ardía en un tosco hogar. Las ascuas doradas arrojaban largas sombras y más calor del que habíamos disfrutado desde que habíamos cruzado el portal teleyector.

—Teilhard era geólogo y paleontólogo. En China, un estado-nación de Vieja Tierra, en la década de 1930, elaboró la teoría de que la evolución era un proceso incompleto, pero que tenía un propósito. Veía el universo como un designio de Dios para unir al Cristo de la Evolución, lo Personal y lo Universal en una sola entidad consciente. Teilhard de Chardin veía cada paso de la evolución como una señal de esperanza, siendo aun las extinciones masivas causa de alegría. La cosmogénesis (el término que él usaba) ocurriría cuando la humanidad fuera central para el universo, la noogénesis era la evolución continua de la mente del hombre, y la hominización y la ultrahominización eran las etapas del Homo sapiens evolucionando hacia la verdadera humanidad.

—Disculpe, padre —me oí decir, apenas consciente de la incongruencia de esta conversación abstracta en medio de la ciudad congelada, bajo una atmósfera congelada, bajo el asedio de los espectros y del frío—, ¿pero la herejía de Teilhard no decía que el género humano evolucionaría hasta ser Dios?

El sacerdote ciego sacudió la cabeza con expresión afable.

—Durante su vida, hijo mío, Teilhard no fue condenado por herejía. En 1962 el Santo Oficio, que entonces era muy diferente, emitió un
monitum...

—¿Un qué? —preguntó Aenea, sentada en la alfombra junto al fuego.

—Un
monitum
es una advertencia contra la aceptación acrítica de sus ideas. Y Teilhard no decía que los seres humanos se convertirían en Dios, sino que todo el universo consciente formaba parte de un proceso de evolución hacia el día, que él llamaba Punto Omega, en que toda la creación, la humanidad incluida, sería una con la Deidad.

—¿Teilhard habría incluido el TecnoNúcleo en esa evolución? —preguntó Aenea, abrazándose las rodillas.

El sacerdote ciego dejó de hamacarse y se pasó los dedos por la barba.

—Los estudiosos lo han discutido durante siglos, querida. Yo no soy un estudioso, pero estoy seguro de que él habría incluido al Núcleo, en su optimismo.

—Pero los miembros del Núcleo descienden de máquinas —intervino A. Bettik—. Y su concepto de una Inteligencia Máxima es muy diferente del cristiano... una mente fría y desapasionada, un poder predictivo capaz de absorber todas las variables.

El padre Glaucus cabeceó.

—Pero piensan, hijo mío. Sus primeros progenitores autoconscientes fueron diseñados con ADN viviente.

—Diseñados con ADN para computar —dije, pasmado ante la idea de que las máquinas del Núcleo recibieran el beneficio de la duda cuando se hablaba del alma.

—¿Y para qué fue diseñado nuestro ADN en los primeros cientos de millones de años, hijo mío? ¿Comer? ¿Matar? ¿Procrear? ¿Acaso fuimos menos innobles en nuestros comienzos que el silicio anterior a la Hégira y las IAs con base de ADN? Como diría Teilhard, es la conciencia que Dios ha creado para acelerar la autopercepción del universo, como medio para comprender Su voluntad.

—Las IAs querían usar a la humanidad como parte de su proyecto IM —dije—, y luego destruirnos.

—Pero no lo hicieron.

—No gracias al Núcleo.

—La humanidad ha evolucionado, en la medida en que lo ha hecho, no gracias a sus predecesores ni a sí misma. La evolución genera seres humanos. Los seres humanos, por medio de un largo y doloroso proceso, generan humanidad.

—Empatía —murmuró Aenea.

El padre Glaucus volvió los ojos ciegos hacia ella.

—Precisamente, querida. Pero no somos las únicas encarnaciones de la humanidad. Una vez que nuestros ordenadores alcanzaron la autoconciencia, formaron parte de este designio. Pueden resistirse. Pueden tratar de desbaratarlo por sus propios motivos. Pero el universo continúa urdiendo su propio designio.

—Usted habla del universo y sus procesos como si fueran una máquina —dije—. Programada, inexorable, inevitable.

El viejo sacudió la cabeza lentamente.

—No, no... nunca una máquina. Y nunca inevitable. Si algo nos enseñó la venida de Cristo es que nada es inevitable. El resultado siempre está en duda. Las decisiones a favor de la luz o de la oscuridad siempre dependen de nosotros... de nosotros y de cada entidad consciente.

—¿Teilhard pensaba que la conciencia y la empatía triunfarían? —preguntó Aenea.

El padre Glaucus señaló la biblioteca con su mano huesuda.

—Allí hay un libro, en el tercer estante... Tenía un señalador azul la última vez que miré, hace más de treinta años. ¿Lo ves?


Diarios, notas y correspondencia de Teilhard de Chardin
—leyó Aenea.

—Sí, sí. Ábrelo donde está el señalador azul. ¿Ves el pasaje que he anotado? Es una de las últimas cosas que vieron estos viejos ojos antes de la oscuridad.

—¿El pasaje del 12 de diciembre de 1919?

—Sí. Léelo, por favor.

Aenea aproximó el libro a la luz del fuego.

—«Nótese bien —leyó—. No atribuyo valor definitivo absoluto a las diversas construcciones del hombre. Creo que desaparecerán, fundidas en una nueva totalidad que aún no podemos concebir. Al mismo tiempo admito que tienen un papel provisional esencial, que son fases necesarias e inevitables que nosotros (nosotros o la raza) debemos atravesar en el curso de nuestra metamorfosis. Lo que amo en ellas no es su forma particular sino su función, que consiste en construir, de una manera misteriosa, primero algo divinizable y luego, con el auxilio de la gracia de Cristo en nuestros esfuerzos, algo divino.»

Hubo un momento de silencio sólo interrumpido por el siseo del fuego y el crujido de los millones de toneladas de hielo que nos rodeaban. Al fin el padre Glaucus dijo:

—Esa esperanza fue la herejía de Teilhard a ojos del papa actual. Creer en la esperanza fue mi gran pecado. Este —señaló la pared externa donde el hielo y la oscuridad se apiñaban contra el cristal— es mi castigo.

Callamos un instante.

El padre Glaucus se echó a reír y se apoyó las huesudas manos en las rodillas.

—Pero mi madre me enseñó que no hay castigo ni dolor cuando hay amigos, comida y conversación. Y aquí tenemos todo eso. ¡M. Bettik! Y digo «M. Bettik» porque tu título no te honra, amigo. Te aparta de la humanidad al inventar falsas categorías. ¡M. Bettik!

—¿Padre?

—¿Le harías a este viejo el favor de ir a la cocina a buscar el café, que ya debe de estar listo? Cuidaré el guisado y el pan, que se están calentando. ¿M. Endymion?

—¿Sí, padre?

—¿Bajarías a la bodega para escoger la mejor cosecha disponible?

Sonreí, sabiendo que el sacerdote no podía verme.

—¿Y cuántos pisos debo bajar para encontrar la bodega, padre? Espero que no sean cincuenta y nueve.

El viejo mostró los dientes.

—Bebo vino con todas las comidas, hijo mío, así que me encontraría en mucho mejor estado físico si así fuera. No, perezoso de mí, guardo el vino en el armario que está en el piso de abajo. Cerca de la escalera.

—Lo encontraré —dije.

—Yo pondré la mesa —dijo Aenea—. Y mañana por la noche cocinaré yo.

Todos fuimos a realizar nuestras tareas.

45

El
Rafael
llega al sistema de Sol Draconi. A pesar de las explicaciones recibidas por el padre capitán De Soya y otros que viajan en naves Arcángel, su mecanismo de impulso no es una modificación del antiguo motor Hawking, que ha desafiado la barrera de la velocidad de la luz desde antes de la Hégira. El motor del
Rafael
es en gran medida un engaño: cuando llega a velocidades cuasicuánticas, emite una señal en un medio antes conocido como el Vacío Que Vincula. Una fuente energética que está en Otra Parte activa un dispositivo remoto que perfora un subplano de ese medio, rasgando la urdiembre del espacio y del tiempo. Esa ruptura es instantáneamente fatal para la tripulación humana, que muere dolorosamente: las células se desgarran, los huesos se hacen polvo, las sinapsis se anulan, las tripas se vacían, los órganos se licúan. Nunca conocerán los detalles: todo recuerdo de los últimos microsegundos de horror y muerte se borra durante la reconstrucción del cruciforme y la resurrección.

El
Rafael
inicia su trayectoria de frenado, dirigiéndose a Sol Draconi Septem, y su motor de fusión detiene la nave bajo doscientas toneladas de tensión. En sus divanes de aceleración y sus nichos de resurrección, el padre capitán De Soya, el sargento Gregorius y el cabo Kee yacen muertos; sus cuerpos desgarrados son pulverizados por segunda vez, porque la nave conserva automáticamente la energía al no inicializar los campos internos hasta que la resurrección haya comenzado. Además de los tres humanos muertos, hay a bordo otro par de ojos. Rhadamanth Nemes ha abierto la tapa de su nicho de resurrección y se encuentra en el diván expuesto. La brutal desaceleración azota su cuerpo compacto sin dañarlo. Siguiendo la programación estándar, el sistema de soporte vital de la cabina está apagado: no hay oxígeno, la presión atmosférica es demasiado baja para permitir que un humano sobreviva sin traje espacial y la temperatura es de treinta grados centígrados bajo cero. Nemes no se inmuta. Acostada en el diván, vestida con su mono carmesí, mira los monitores, interrogando a la nave y recibiendo respuestas por enlace de fibrohebra.

Seis horas después de antes que se enciendan los campos internos y los cuerpos comiencen a ser reparados en sus complejos sarcófagos, aun mientras la cabina está en el vacío, Nemes se pone de pie, soporta impasiblemente doscientas gravedades y camina al cubículo de conferencias y la mesa de rastreo. Pide un mapa de Sol Draconi Septem y pronto encuentra el itinerario anterior del río Tetis. Ordenando a la nave que transmita imágenes visuales de largo alcance, acaricia la imagen holográfica de tajos, dunas y grietas en el hielo. La cúspide de un edificio asoma en el glaciar atmosférico. Nemes chequea el mapa: está a treinta kilómetros del río sepultado.

Al cabo de once horas de frenado, el
Rafael
entra en órbita en torno de la reluciente y nívea esfera de Sol Draconi Septem. Los campos internos ya están activados, los sistemas de soporte vital en funcionamiento, pero Rhadamanth Nemes les presta tan poca atención como al peso y al vacío. Antes de abandonar la nave, chequea los monitores de los nichos de resurrección. Faltan más de dos días para que De Soya y sus guardias se muevan en los nichos.

Abordando la nave de descenso, Nemes activa un enlace de fibra óptica entre su muñeca y la consola, ordena la separación y guía la nave por el terminador, entrando en la atmósfera sin consultar instrumentos ni controles. Dieciocho minutos después la nave se posa en la superficie, a doscientos metros de la rechoncha torre cubierta de hielo.

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