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Authors: Dan Simmons

Tags: #Los cantos de Hyperion 3

Endymion (65 page)

BOOK: Endymion
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—¿El Pueblo Indivisible? —preguntó A. Bettik.

—Chitchatuk —dijo el padre Glaucus—. Significa «indivisible», o quizá se acerque más al matiz de la palabra que significa «incapaz de mayor perfección».

Aenea sonrió.

—No me siento ofendida. Pero me gustaría participar de la broma. ¿Quién creó los túneles?

—Los espectros —intervine antes de que hablara el sacerdote.

Él se volvió hacia mí.

—Precisamente, amigo Raul. Precisamente.

Aenea frunció el ceño.

—Sus zarpas son temibles, pero ni siquiera los adultos podrían abrir túneles tan grandes en hielo tan sólido ¿verdad?

Sacudí la cabeza.

—Creo que no hemos visto a los adultos.

—Precisamente. —El viejo cabeceaba—. Raul está en lo cierto, querida. Los chitchatuk cazan los cachorros más jóvenes. Los cachorros más grandes cazan a los chitchatuk. Pero los espectros que ves son etapas larvales de la criatura. Durante ese período se alimentan y merodean por la superficie, pero al cabo de tres órbitas de Sol Draconi Septem...

—Serían veintinueve años estándar —murmuró A. Bettik.

—Precisamente. Al cabo de tres años locales, veintinueve estándar, el espectro inmaduro, el «cachorro» (aunque esta palabra se suele usar para mamíferos), sufre varias metamorfosis y se convierte en el auténtico espectro, que horada el hielo a veinte kilómetros por hora. Tiene unos quince metros de longitud y... bien, quizá veas uno en tu viaje hacia el norte.

Me aclaré la garganta.

—Creo que Cuchiat y Chiaku estaban explicando que no había más túneles que conectaran esta zona con el teleyector, veintiocho kilómetros al norte.

—Ah sí —dijo el padre Glaucus, y reanudó su conversación en el crepitante idioma chitchatuk. Cuando Cuchiat le respondió, el ciego explicó—: Veinticinco kilómetros por la superficie, que es más de lo que el Pueblo Indivisible suele recorrer de un tirón. Y Aichacu observa que la zona está llena de espectros, tanto cachorros como adultos, que los chitchatuk que han vivido allí durante siglos hoy son collares de cráneos para los espectros. Observa que las tormentas estivales arrasan la superficie este mes. Pero por vosotros, amigos míos, están dispuestos a emprender el viaje.

Sacudí la cabeza.

—No entiendo. En la superficie no hay aire, ¿verdad?

—Ellos tienen todos los materiales que necesitaréis para el viaje, hijo mío.

Aichacut gruñó. Cuchiat añadió algo más, en tono templado.

—Están dispuestos a partir cuando lo deseéis, amigos. Cuchiat dice que necesitaréis dos sueños y tres marchas para regresar a vuestra balsa. Luego os dirigiréis hacia el norte hasta que se acaben los túneles.

El viejo sacerdote hizo una pausa.

—¿Qué sucede? —preguntó Aenea con preocupación. El padre Glaucus sonrió forzadamente, pasándose los dedos huesudos por la barba.

—Os echaré de menos. Ha pasado un largo tiempo desde que... Bah, me estoy poniendo senil. Venga, os ayudaré a empacar, desayunaremos y veré si puedo completar vuestras provisiones con algunas cosas del depósito.

La despedida fue dolorosa. La idea de que el anciano se quedara nuevamente solo en el hielo, enfrentando los espectros y ese glaciar planetario con sólo unas lámparas encendidas, me estrujaba el pecho. Aenea lloró. Cuando A. Bettik fue a estrechar la mano del sacerdote, el padre Glaucus abrazó fervorosamente al sorprendido androide.

—Tu día llegará, amigo M. Bettik. Lo sé. Lo presiento.

A. Bettik no respondió, pero más tarde, mientras seguíamos a los chitchatuk, noté que el hombre azul miraba la alta silueta recortada contra la luz hasta que doblamos un recodo del túnel y el edificio, la luz y el viejo sacerdote se perdieron de vista.

Necesitamos tres marchas y dos períodos de sueño para llegar a la cuesta final de hielo, atravesar una grieta y bajar adonde estaba amarrada la balsa. Yo no veía manera de transportar los troncos en las curvas de esos túneles incesantes, pero esta vez los chitchatuk no perdieron tiempo en admirar la embarcación, sino que se pusieron de inmediato a desatarla y a separar tronco por tronco.

Toda la banda había admirado nuestra hacha en la primera visita, y ahora pude mostrarles cómo funcionaba, mientras reducía cada tronco a fragmentos de sólo un metro y medio.

Usando la linterna láser, A. Bettik y Aenea hacían lo mismo en nuestra improvisada línea de montaje, mientras los chitchatuk limpiaban el hielo de la embarcación casi hundida, cortaban o desataban nudos y subían los segmentos para que los cortáramos y apiláramos. Una vez que terminamos, la losa, los faroles y el hielo quedaron en el reborde de hielo y la madera quedó apilada en el largo túnel como si fuera leña.

Al principio me divirtió la idea, pero luego pensé que ésta sería una bienvenida reserva de combustible para los chitchatuk: calor y luz para ahuyentar a los espectros. Miré nuestra balsa desmantelada con otros ojos. Bien, si no lográbamos atravesar el segundo portal...

Usando a Aenea como traductora, comunicamos a Cuchiat que nos gustaría dejarles el hacha, la losa y otros elementos. Los chitchatuk quedaron estupefactos. Dieron vueltas, abrazándonos y palmeándonos la espalda hasta dejarnos sin aliento. Incluso el huraño Aichacut nos palmeó con algo semejante a un tosco afecto.

Cada miembro de la banda se sujetó tres o cuatro troncos a la espalda. A. Bettik, Aenea y yo hicimos lo mismo —en este campo gravitatorio eran pesados como cemento— e iniciamos la larga travesía ascendente hacia la superficie, el vacío, la tormenta y los espectros.

47

Rhadamanth Nemes tarda menos de un minuto en realizar el sondeo neural del cerebro del padre Glaucus. En una combinación de imágenes visuales, lenguaje y datos químicos sinápticos, Nemes obtiene una imagen cabal de la visita de Aenea a la ciudad congelada. Extrae el microfilamento y se concede unos segundos para evaluar los datos.

Aenea, su compañero humano Raul y el androide partieron hace tres días y medio estándar, pero al menos uno de esos días se habrá perdido en el desmantelamiento de la balsa. El segundo teleyector está unos treinta kilómetros al norte, y los chitchatuk los guiarán por la superficie, un viaje lento y peligroso. Es probable que Aenea no haya sobrevivido al viaje por la superficie. Nemes ha visto en la mente del sacerdote los toscos medios con que el Pueblo Indivisible enfrenta la intemperie.

Rhadamanth Nemes sonríe.

No dejará las cosas libradas al azar.

El padre Glaucus gime débilmente.

Nemes se detiene, la rodilla en el pecho del viejo sacerdote. La sonda neural ha causado pocos daños: un kit médico sofisticado podría cerrar el orificio que el filamento abrió entre el ojo y el cerebro del viejo. Y él ya estaba ciego cuando ella llegó.

Nemes reflexiona. Encontrarse con un sacerdote de Pax en este mundo no formaba parte de la ecuación. Cuando el padre Glaucus se mueve, llevándose las huesudas manos al rostro, Nemes sopesa la situación. Dejar al sacerdote con vida implica muy poco riesgo; es un misionero olvidado en el exilio, destinado a morir en este sitio. Por otra parte, dejarlo sin vida implica cero riesgo. Es una ecuación simple.

—¿Quién eres? —gime el sacerdote cuando Nemes lo levanta y lo lleva de la cocina al comedor, del comedor a la biblioteca, de la biblioteca al pasillo y al centro del edificio.

Aun aquí hay faroles encendidos para ahuyentar a los espectros.

—¿Quién eres? —repite el sacerdote ciego, forcejeando como un bebé en manos de un adulto fuerte—. ¿Por qué haces esto? —pregunta el viejo mientras Nemes abre las puertas del ascensor de un puntapié y lo sostiene un instante.

Una ráfaga de aire helado baja de la superficie a las honduras del glaciar. Es un ruido estridente, como si el planeta congelado aullara. En el último momento el padre Glaucus comprende lo que sucede.

—Ah, querido Jesús, Señor —susurra, con un temblor en los labios—. Ah, san Teilhard, querido Jesús...

Nemes suelta al viejo en el pozo del ascensor y se aleja, apenas sorprendida de no oír un alarido a sus espaldas. Sube a la superficie por la escalera escarchada, saltando cinco escalones por vez en la opresiva gravedad. Una vez arriba, astilla a puñetazos una cascada de atmósfera congelada que cubre cinco o seis tramos de escalera. De pie en el techo del edificio, bajo un cielo negro y una ventisca que le azota el rostro con cristales de hielo, activa el campo de fases y corre hacia la nave.

Tres espectros inmaduros están inspeccionando la nave. En un segundo Nemes estudia a las criaturas: no mamíferos, con una «piel» blanca que en realidad consiste en escamas tubulares capaces de retener la atmósfera gaseosa, lo cual conserva el calor del cuerpo, ojos que operan en infrarrojo, capacidad pulmonar redundante, lo cual les permite andar más de doce horas sin oxígeno, más de cinco metros de longitud, patas delanteras vigorosas, patas traseras diseñadas para cavar y destripar, bestias muy rápidas.

La miran y ella se aproxima. Vistos contra el fondo negro, los espectros parecen inmensas comadrejas o iguanas blancas. Sus cuerpos alargados se mueven con celeridad.

Nemes piensa en sortearlos, pero si atacan la nave podría tener complicaciones durante el despegue. Pasa a tiempo rápido. Los espectros se petrifican en su movimiento. Los arremolinados cristales de hielo cuelgan suspendidos contra el cielo negro.

Usando la mano derecha y el filo diamantino de su antebrazo, descuartiza a los tres animales. Durante la faena, dos cosas la sorprenden levemente: cada espectro tiene dos enormes corazones de cinco cámaras, y las bestias parecen capaces de seguir luchando con uno solo intacto; usan un collar de cráneos humanos. Una vez que termina y vuelve a tiempo lento, con los tres espectros caídos en el hielo como costales de tripas, Nemes inspecciona los collares. Cráneos humanos. Quizá niños humanos. Interesante.

Nemes activa la nave y vuela al norte valiéndose de los propulsores de reacción, pues las rechonchas alas no encuentran sostén en este vacío. Sondea el hielo con radar hasta encontrar el río. Encima del río hay cientos de kilómetros de túneles. Los espectros han estado muy activos en esta zona.

En la pantalla de radar, el arco de metal del portal teleyector destaca como una luz brillante en niebla oscura. El instrumento, sin embargo, es menos preciso para localizar criaturas vivientes. Varios ecos muestran huellas de espectros adultos que abren túneles en el glaciar atmosférico, pero estos sonidos están varios kilómetros al norte y al este.

Nemes desciende sobre el portal teleyector y estudia la superficie buscando la entrada de una caverna. Encuentra una, entra en el glaciar, abandona el escudo biomórfico cuando la presión sube por encima de tres psi y la temperatura llega a treinta grados bajo cero.

El laberinto de túneles es desconcertante, pero ella se orienta usando como referencia el portal y al cabo de una hora se aproxima al nivel del río. La oscuridad casi absoluta le impide usar amplificación por luz infrarroja y no ha traído linterna, pero abre la boca y un brillante haz de luz amarilla alumbra el túnel y la niebla.

Oye que se acercan mucho antes que los faroles estén a la vista en el largo corredor descendente. Apagando la luz, Rhadamanth Nemes aguarda en el túnel. Cuando rodean el recodo, parecen más una manada de espectros diminutos que una banda de seres humanos, pero Rhadamanth Nemes los reconoce por los recuerdos del padre Glaucus: los chitchatuk de Cuchiat. Se detienen sorprendidos al ver en el túnel a una mujer solitaria sin túnica ni aislamiento.

Cuchiat se adelanta y habla deprisa.

—El Pueblo Indivisible saluda a la guerrera/cazadora/exploradora que viaja en el fulgor de la casi perfecta indivisibilidad. Si necesitas calor, comida, armas o amigos, habla, pues nuestra banda ama a quienes caminan en dos pies y respetan la senda del primo.

En el idioma chitchatuk que ha aprendido del viejo sacerdote, Rhadamanth Nemes responde:

—Busco a mis amigos, Aenea, Raul y el hombre azul. ¿Ya han pasado por el arco de metal?

Los veintitrés chitchatuk parlotean entre sí, asombrados de que la forastera domine su idioma. Razonan que debe de ser una amiga o pariente del glauco, pues esta persona utiliza el mismo dialecto que el ciego vestido de negro que comparte su calor con los visitantes. Aun así, Cuchiat habla con suspicacia.

—Han pasado bajo el hielo y se perdieron de vista al cruzar el arco. Nos desearon buena suerte y nos entregaron regalos. Nosotros te deseamos buena suerte y te ofrecemos regalos. ¿Desea tu casi perfecta indivisibilidad viajar por el río mágico con tus amigos?

—Dentro de un momento —dice Rhadamanth Nemes, sonriendo. Este encuentro supone la misma ecuación que el dilema del viejo sacerdote. Avanza un paso. Los veintitrés chitchatuk exclaman con deleite infantil mientras ella cambia de fase y se convierte en mercurio líquido. Ella sabe que la luz de las ascuas que se refleja en el hielo ahora debe de reproducirse en su superficie. Pasando a tiempo rápido, mata a los veintitrés hombres y mujeres sin desperdiciar movimientos ni esfuerzos.

Saliendo de tiempo rápido, escoge el cadáver más próximo e inserta una sonda neural por el rabillo del ojo. La red neural del cerebro se está desmoronando por falta de sangre y oxígeno, creando ese torrente de alucinaciones y creatividad desenfrenada común a la muerte de esas redes, humanas o IA, pero en medio de la reproducción sináptica de imágenes de nacimiento —un largo túnel, una luz cálida y brillante— detecta las imágenes evanescentes de la niña, el hombre alto y el androide empujando la balsa reconstruida, agachando la cabeza mientras pasan bajo el arco.

—Maldición —jadea Nemes.

Dejando los cuerpos apilados en el túnel, corre hasta el nivel del río.

Hay pocas aguas abiertas aquí, y el portal teleyector es apenas una curva de metal en el hielo escabroso. Aureolas de niebla la rodean en la explanada de hielo donde las huellas térmicas muestran el sitio donde los chitchatuk se reunieron para despedirse de sus amigos.

Nemes desea interrogar al teleyector, pero para llegar al arco tiene que taladrar muchos metros de hielo o trepar por el techo hasta el sector expuesto, a treinta metros de altura. Cambia de fase sólo las manos y los pies. Trepa, cavando agarraderas en el hielo.

Colgada cabeza abajo desde el arco, apoya la mano en un panel y espera a que el metal escarchado se pliegue sobre sí mismo como la piel de una herida. Extendiendo microfilamentos y una sonda de fibra óptica, establece contacto con el módulo de interfaz que la comunica con el teleyector. Un susurro que circula por encima de su nervio auditivo le indica que los Tres Sectores de Confluencia están monitoreando y deliberando.

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