Endymion (66 page)

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Authors: Dan Simmons

Tags: #Los cantos de Hyperion 3

BOOK: Endymion
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Durante los siglos de la Hegemonía del Hombre, todos pensaban que había millones de portales teleyectores creados por el TecnoNúcleo, desde las puertas pequeñas hasta los grandes arcos del río Tetis y los enormes portales espaciales.

Todos estaban equivocados. Hay un solo portal teleyector, pero está en todas partes.

Usando el módulo de interfaz, Rhadamanth Nemes interroga al único teleyector verdadero, viviente y palpitante dentro de su camuflaje de metal, sus dispositivos electrónicos y su escudo de fusión. Durante siglos, los humanos que recorrían la Red por teleyector —en su cúspide, un analista humano sugirió que había más de mil millones de saltos por segundo— sirvieron a los Máximos, esos elementos del TecnoNúcleo que existían para crear una IA más avanzada, la Inteligencia Máxima, cuya conciencia absorbería la galaxia, quizás el universo. Cada vez que un humano tenía acceso a las esferas de datos conectadas por ultralínea o se teleyectaba, sus sinapsis y ADN se sumaban a la potencia de la red neural construida por el Núcleo. Al Núcleo no le importaba el impulso visceral de la humanidad de desplazarse, de viajar sin gasto de energía ni brecha temporal, pero la Red de teleyectores era el anzuelo perfecto para urdir una estructura útil a partir de esos cientos de miles de millones de cerebros primitivos y orgánicos. Cuando Meina Gladstone y sus malditos peregrinos de Hyperion lo dejaron encerrado en los intersticios del espacio-tiempo, cuando fue atacado por la vara de muerte que el Núcleo había ayudado a la humanidad a construir, cuando poderes que estaban más allá del círculo conocido de la megaesfera desbarataron sus conexiones de ultralínea, todas las facetas del omnipresente portal teleyector quedaron muertas e inutilizadas.

Salvo ésta. Acaban de usarla. El módulo de interfaz le comunica lo que ella y todos los Sectores ya saben. La faceta ha sido activada por Otra Cosa. Desde Otra Parte.

El portal aún guarda sus puntos de conexión en el espacio-tiempo real en su memoria de neutrinos modulados. Nemes obtiene acceso a esta memoria.

Aenea y los demás se han teleyectado a Qom-Riyadh. Nemes debe descifrar otro acertijo. Puede volar en su nave hasta el
Rafael
y estar en Qom-Riyadh en pocos minutos. Pero tendrá que interrumpir la resurrección de De Soya y los demás, y ofrecer una explicación plausible para el cambio. Además, Qom-Riyadh es un sistema que Pax ha puesto en cuarentena: la lista oficial lo muestra como arrasado por los éxters, pero es uno de los primeros proyectos de justicia y Paz. Al igual que con Hebrón, ni Pax ni sus asesores pueden permitir que De Soya y sus hombres vean la verdad que el planeta representa. Por último, Nemes sabe que el río Tetis tiene pocos kilómetros, atravesando un desierto de roca roja del hemisferio meridional y pasando frente a la gran mezquita de Mashhad. Si permite que el ciclo de resurrección del
Rafael
se complete, De Soya y los demás no estarán activos durante tres días estándar, lo cual permitirá que Aenea y sus secuaces recorran ese tramo del Tetis. Una vez más la ecuación exige que Nemes liquide a De Soya y los demás y continúe sola. Pero sus instrucciones le dictan que evite esa posibilidad a menos que sea absolutamente necesario. La participación de De Soya en la captura de La Que Enseña, la amenaza Aenea, se ha registrado en demasiadas simulaciones, se ha grabado en muchos análisis prospectivos de los Sectores como para ser ignorada sin riesgos. La trama del espacio-tiempo se parece a uno de esos complejos tapices del Vaticano, piensa Nemes, y si alguien empieza a tirar de las hebras sueltas corre el riesgo de deshilachar todo el tapiz.

Nemes reflexiona. Al fin inserta un filamento de red neural en las sinapsis del módulo de interfaz. Allí está toda la ruta de activación del teleyector, pasada y presente. El recuerdo de Aenea y sus cómplices es una burbuja fugaz, pero Nemes puede ver las aberturas del pasado reciente y del futuro. Sólo hay otras dos posibilidades, río abajo, en el futuro previsible. Después de Qom-Riyadh, la Otra Cosa ha estructurado los portales para que conduzcan sólo a Bosquecillo de Dios, y luego...

Nemes jadea y extrae el microfilamento antes de que el peso de la última activación la incinere. Ésta es obviamente la meta de Aenea, o mejor dicho la meta de la Otra Cosa que le abre el paso. Y es inaccesible para Pax y los Tres Sectores.

Pero la sincronización pronto será correcta. Nemes puede mantener a De Soya y sus hombres con vida mientras salta al sistema de Bosquecillo de Dios. Ya ha pensado en una explicación creíble. Suponiendo dos días de tránsito para Qom-Riyadh y otro día para Bosquecillo de Dios, aún podrá interceptar la balsa y cumplir su cometido antes de la resurrección de De Soya. Incluso tendrá un par de horas para ordenar las cosas, de modo que cuando llegue a Bosquecillo de Dios con el padre capitán y los guardias suizos no habrá nada a la vista salvo signos de que la niña y sus amigos han pasado por allí y se han vuelto a teleyectar.

Nemes extrae la sonda, corre a la superficie, sube en su nave al
Rafael
, borra del ordenador todo registro de que ha despertado o usado la nave de descenso, introduce un mensaje falso en el ordenador y se acuesta en el nicho de resurrección. Mientras estaba en el sistema de Pacem, había aislado el nicho del sistema de resurrección y presentado las lecturas para que simularan actividad. Se tiende en el zumbante ataúd y cierra los ojos. Los saltos a tiempo rápido y el uso excesivo de la piel de movimiento de fases la fatigan. Necesita ese descanso antes que De Soya y los demás regresen de la muerte.

Recordando ese detalle con una sonrisa, Rhadamanth Nemes activa un guante de cambio de fase y se lo apoya entre los senos, enrojeciendo y reordenando la piel para simular un cruciforme. Ella no lleva el parásito, pero los hombres de la nave pueden verla desnuda, y no piensa revelar nada por una estúpida falta de atención a los detalles.

El
Rafael
sigue girando alrededor del resplandeciente mundo helado de Sol Draconi Septem mientras tres tripulantes yacen en sus ataúdes y las luces de monitoreo registran su lento ascenso desde la muerte. La otra pasajera duerme. No sueña.

48

Mientras flotábamos en aquel mundo desierto, parpadeando bajo la dura luz de ese sol G2 y bebiendo agua de los sacos de tripa de espectro, nuestros últimos dos días en Sol Draconi Septem parecían un sueño evanescente.

Cuchiat y su banda se habían detenido a cincuenta metros de la superficie —habíamos notado que el aire era mucho más tenue en los túneles— y allí, en el corredor de hielo, nos habíamos preparado para nuestra expedición. Para nuestro asombro, los chitchatuk se desnudaron. Aunque desviamos los ojos con embarazo, notamos que sus cuerpos eran musculosos y compactos. Cuchiat y la guerrera Chatchia se aproximaron para supervisar cómo nos desnudábamos y preparábamos para la superficie, mientras Chiaku y los demás sacaban enseres de sus mochilas.

Observamos e imitamos a los chitchatuk con ayuda de Cuchiat y Chatchia. Durante los pocos segundos que estuvimos desnudos —apoyados en las túnicas de espectro, para no congelarnos los pies— el frío nos quemó. Nos pusimos un material delgado y membranoso —una piel interior del espectro, nos informaron luego— que estaba preparado para los brazos, las piernas y la cabeza. Pero, obviamente, para brazos, piernas y cabezas más pequeñas. La membrana era ceñida y sofocante. Comprendí que esto era el equivalente chitchatuk de los trajes de presión, o bien de los sofisticados dermotrajes que las fuerzas armadas de la Hegemonía usaban en el espacio. Las membranas dejaban pasar el sudor y generaban calor y frío mientras servían para impedir que los pulmones explotaran en el vacío, la piel se magullara o la sangre hirviera. Usábamos las membranas como cogullas, dejando los ojos, la nariz y la boca al descubierto.

Cuchiat y Chatchia sacaron máscaras membranosas de la mochila. Los otros chitchatuk ya se habían puesto las suyas. No eran objetos naturales, era evidente. La máscara estaba hecha de la misma piel interior que el traje de presión, con un acolchado de cuero de espectro. Las antiparras estaban hechas con la lente externa de los ojos del animal, ofreciendo acceso infrarrojo limitado, como los ojos de nuestras túnicas. De la nariz de la máscara salía un rollo de intestinos de espectro cuyo extremo Cuchiat insertó en un saco de agua.

No era sólo un saco de agua, como comprendí cuando los chitchatuk comenzaron a respirar por su máscara.

El brasero de cápsulas derretía el hielo formando agua y gas atmosférico. Filtraban esta mezcla hasta obtener cantidades adecuadas de aire respirable. Traté de respirar por la máscara. Los otros componentes, metano y tal vez un poco de amoníaco, me hacían lagrimear, pero era respirable. Calculé que tendríamos un par de horas de aire en el saco.

Con los trajes puestos, nos pusimos las túnicas. Cuchiat bajó la cabeza de la túnica más que de costumbre, trabajando los dientes de tal modo que mirábamos por las lentes, la cabeza actuando como tosco casco sobre el traje de presión. Después nos calzamos un par de botines de cuero que se acordonaban sobre la pantorrilla, casi hasta la rodilla. Chiaku cosió la túnica externa con su aguja de hueso. El saco de agua y aire colgaba de correas, cerca de una solapa que se podía descoser y abrir rápidamente cuando era preciso llenar las bolsas. Chichticu, el portador del fuego, derretía hielo aun mientras marchábamos, y entregaba los sacos de reemplazo en orden preciso, desde Cuchiat, el primero, hasta mí, el último. Al menos ahora comprendía el orden jerárquico de la banda. También comprendía por qué, cuando el peligro amenazaba en la superficie, la banda formaba un círculo protector con Chichticu, el portador del fuego, en el centro. No era sólo que tuviera una importancia religiosa y simbólica. Su constante vigilancia y trajín nos mantenían con vida.

Hubo un añadido más a nuestro guardarropa cuando salimos de la caverna al viento arremolinado y la superficie helada. De una cavidad cercana a la entrada, Chiaku y los demás sacaron objetos largos y negros cuya parte inferior tenía un filo de navaja y cuya parte superior era chata y ancha, para apoyar los pies. Se sujetaban con correas de cuero de espectro. Estos objetos combinaban el patín con el esquí, y anduve torpemente diez metros por el glaciar hasta comprender que estábamos esquiando sobre garras de espectro.

Temía caerme en esa gravedad, pues cada caída equivalía a que siete décimos de otro Raul Endymion cayeran sobre mí, pero pronto aprendimos el movimiento, y nuestro acolchado amortiguaba los golpes. Terminé por usar uno de los troncos de la balsa como bastón de esquí cuando la superficie era demasiado desigual y me impulsaba como si yo mismo fuera una balsa.

Ojalá tuviera una holoimagen o fotografía de nuestro grupo durante esa salida. Con las pieles de espectro, los trajes de piel, los sacos de aire, los tubos de intestinos, las lanzas, el rifle de plasma, las mochilas y los esquíes de garras, debíamos parecer astronautas del paleolítico de Vieja Tierra.

Todo funcionó. Nos movíamos más deprisa en la nieve cristalizada que en los túneles de hielo. Y cuando el viento soplaba desde el sur, podíamos extender los brazos y dejarnos impulsar como veleros.

La superficie de la congelada atmósfera de Sol Draconi Septem tenía una belleza tosca pero memorable. El cielo era vacío y negro cuando el sol estaba alto, pero un instante después del poniente despuntaban miles de estrellas, como en una explosión. Nuestras túnicas y trajes internos resistían bien las extremas temperaturas diurnas, pero era obvio que ni siquiera los chitchatuk podían sobrevivir al frío por la noche. Afortunadamente nos desplazamos a suficiente velocidad como para tener un solo período de seis horas de oscuridad, y los chitchatuk habían planeado nuestra partida de tal modo que tuvimos un día entero de luz solar antes de ese anochecer.

No había montañas ni otros rasgos de superficie aparte de riscos y ríos de hielo, salvo en las primeras horas, cuando el sol del amanecer alumbró un objeto hacia el sur. Comprendí que era la punta del rascacielos del padre Glaucus, sobresaliendo del hielo a muchos kilómetros. Aparte de eso, la superficie era tan lisa que me pregunté cómo se orientaban los chitchatuk, pero vi que Cuchiat miraba el sol y luego su propia sombra. Continuamos esquiando hacia el norte durante el breve día.

Los chitchatuk se desplazaban en una formación defensiva, con el portador del fuego y hechicero en el centro, guerreros con lanzas en los flancos, Cuchiat a la cabeza y Chiaku —obviamente el lugarteniente— a retaguardia. Todos llevábamos un rollo de soga de espectro en torno de la túnica y comprendí mejor el propósito de esa soga cuando Cuchiat se detuvo abruptamente y patinó hacia el este para evitar varias grietas que yo no había visto. Miré hacia abajo. Ese abismo parecía caer en una oscuridad eterna. Traté de imaginar cómo habría sido esa caída. Al caer la tarde un guerrero desapareció en un silencioso estallido de cristales de hielo, y reapareció poco después cuando Chiaku y Cuchiat preparaban sus sogas de rescate. El guerrero había detenido su caída, se había quitado los patines y los había usado como herramientas para escalar, trepando por la abrupta pared de la grieta. Yo estaba aprendiendo a no subestimar a los chitchatuk.

No vimos espectros ese primer día. Al caer el sol notamos que Cuchiat y los demás habían dejado de patinar hacia el norte y andaban en círculos, escrutando el hielo como si buscaran algo. Entretanto, los aullantes vientos nos arrojaban cristales de hielo. Si hubiéramos usado trajes espaciales, el visor se habría cubierto de raspones y manchas. Las túnicas y lentes no revelaban ningún daño.

Al fin Aichacut nos llamó con señas desde el oeste —no había comunicación verbal con las máscaras y el vacío— y todos patinamos en esa dirección, deteniéndonos en un sitio que no parecía diferente del resto de la superficie. Cuchiat nos hizo retroceder, desató el hacha que le habíamos regalado y se puso a picar el hielo. Cuando la capa de la superficie se rajó, vimos que no era otra grieta sino la angosta entrada de una caverna. Cuatro guerreros aprontaron sus lanzas, Chichticu se les unió con su lámpara de ascuas y, con Cuchiat a la cabeza, el grupo entró en el agujero mientras los demás esperábamos en un círculo defensivo.

Poco después Cuchiat asomó la cabeza y nos llamó con señas. Todavía empuñaba el hacha, y lo imaginé sonriendo detrás de su visera de dientes de espectro y su máscara. El hacha había sido un regalo importante.

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