Ensayo sobre la lucidez (19 page)

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Authors: José Saramago

BOOK: Ensayo sobre la lucidez
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En el garaje subterráneo les esperaba un automóvil cuyas llaves alguien, el día anterior, dejó sobre la mesa de noche del jefe, con una breve nota explicativa en la que se indicaba la marca, el color, la matrícula y la plaza reservada donde el vehículo había sido aparcado. Sin pasar por la portería, bajaron en el ascensor y encontraron inmediatamente el coche. Eran casi las diez. El jefe le dijo al segundo ayudante, que le abría la puerta de atrás, Conduces tú. El primer ayudante se sentó delante, al lado del conductor. La mañana era apacible, con mucho sol, lo que sirve para demostrar hasta la saciedad que los castigos de que el cielo fue tan pródiga fuente en el pasado vienen perdiendo fuerza con el andar de los siglos, buenos tiempos aquellos en que por una simple y casual desobediencia de los dictámenes divinos unas cuantas ciudades bíblicas eran fulminadas y arrasadas con todos sus habitantes dentro. Aquí hay una ciudad que votó en blanco contra el señor y no ha habido ni un rayo que le caiga encima y la reduzca a cenizas como, por culpa de vicios mucho menos ejemplares, les sucedió a sodoma y a gomorra, y también a admá y a seboyim, quemadas hasta los cimientos, si bien que de estas dos ciudades no se habla tanto como de las primeras, cuyos nombres, por su irresistible musicalidad, quedaron en el oído de las personas para siempre. Hoy, habiendo dejado de obedecer ciegamente las órdenes del señor, los rayos sólo caen donde quieren, y ya es evidente y manifiesto que no será posible contar con ellos para reconducir al buen camino a la pecadora ciudad del voto en blanco. Para hacer las veces, el ministro del interior envió a tres de sus arcángeles, estos policías que aquí van, jefe y subalternos, a quienes, de ahora en adelante, designaremos por las graduaciones oficiales correspondientes, que son, siguiendo la escala jerárquica, comisario, inspector y agente de segunda clase. Los dos primeros observan a las personas que circulan por la calle, ninguna inocente, todas culpables de algo, y se preguntan si aquel viejo de aspecto venerable, por ejemplo, no será el gran maestre de las últimas tinieblas, si aquella chica abrazada al novio no encarnará la imperecedera serpiente del mal, si aquel hombre que avanza cabizbajo no estará dirigiéndose al antro desconocido donde se subliman los filtros que envenenan el espíritu de la ciudad. Las preocupaciones del agente, que, por su condición de último subalterno, no tiene la obligación de sustentar pensamientos elevados ni de alimentar sospechas bajo la superficie de las cosas, son más de llevar por casa, como esta con que se va a atrever a interrumpir la meditación de los superiores, Con este tiempo, el hombre puede haberse ido a pasar el día al campo, Qué campo, quiso saber el inspector en tono irónico, El campo, cuál va a ser, El auténtico, el verdadero, está al otro lado de la frontera, de este lado todo es ciudad. Era cierto. El agente acababa de perder una buena ocasión de estar callado, pero aprendió una lección, la de que, por este camino, nunca saldría del pelotón. Se concentró en la conducción jurándose que sólo abriría la boca para responder a preguntas. Entonces fue cuando el comisario tomó la palabra, Seremos duros, implacables, no usaremos ninguna de las habilidades clásicas, como esa, vieja y caduca, del policía malo que asusta y del policía simpático que convence, somos un comando operativo, los sentimientos aquí no cuentan, nos imaginaremos que somos máquinas hechas para determinada tarea y la ejecutaremos simplemente, sin mirar atrás, Sí señor, dijo el inspector, Sí señor, dijo el agente, faltando a su juramento. El automóvil entró en la calle donde vive el hombre que escribió la carta, aquél es el edificio, el piso, el tercero. Estacionaron un poco más adelante, el agente abrió la puerta para que el comisario saliera, el inspector salió por el otro lado, el comando está completo, en línea de tiro y con los puños cerrados, acción.

Ahora los vemos en el rellano. El comisario le hace seña al agente, éste oprime el botón del timbre. Silencio total al otro lado. El agente piensa, A que se ha ido a pasar el día en el campo, a que yo tenía razón. Nueva seña, nuevo toque. Pocos segundos después se oye a alguien, un hombre, preguntar desde dentro, Quién es. El comisario miró a su subordinado inmediato, y éste, ahuecando la voz, soltó la palabra, Policía, Un momento, por favor, dijo el hombre, tengo que vestirme. Pasaron cuatro minutos. El comisario hizo la misma seña, el agente volvió a pulsar el timbre, esta vez sin levantar el dedo. Un momento, un momento, por favor, abro ahora mismo, me acababa de levantar, las últimas palabras ya fueron dichas con la puerta abierta por un hombre vestido con pantalones y camisa, también en zapatillas, Hoy es el día de las zapatillas, pensó el agente. El hombre no parecía atemorizado, tenía en la cara la expresión de quien ve llegar por fin a los visitantes que esperaba, si alguna sorpresa se notaba era la de que fuesen tantos. El inspector le preguntó el nombre, él lo dijo y añadió, Quieren pasar, perdonen el desorden de la casa, no pensaba que llegarían tan temprano, es más, estaba convencido de que me llamarían a declarar y resulta que han venido ustedes, supongo que es por la carta, Sí, por la carta, confirmó sin más el inspector, Pasen, pasen. El agente fue el primero, en algunos casos la jerarquía procede al contrario, luego el inspector, después el comisario, cerrando el cortejo. El hombre avanzó chancleteando por el pasillo, Síganme, vengan por aquí, abrió una puerta que daba a una pequeña sala de estar, dijo, Siéntense, por favor, si me lo permiten voy a calzarme unos zapatos, estas no son maneras de recibir visitas, No somos precisamente lo que se suele llamar visitas, corrigió el inspector, Claro, es un modo de hablar, Vaya a calzarse los zapatos y no tarde, tenemos prisa, No, no tenemos prisa, no tenemos ninguna prisa, negó el comisario que todavía no había dicho palabra. El hombre lo miró, ahora sí, con un leve aire de temor, como si el tono con que el comisario hablaba estuviese fuera de lo que había sido concertado, y no encontró nada mejor que decir, Le aseguro que puede contar con mi entera colaboración, señor, Comisario, señor comisario, dijo el agente, Señor comisario, repitió el hombre, y usted, Soy sólo agente, no se preocupe. El hombre se volvió hacia el tercer miembro del grupo sustituyendo la pregunta por un interrogativo arqueo de cejas, pero la respuesta llegó del comisario, Este señor es inspector y mi inmediato, y añadió, Ahora vaya a ponerse los zapatos, estamos esperándole. El hombre salió. No se oye a otra persona, esto tiene el aire de que está solo en casa, cuchicheó el agente, Lo más seguro es que la mujer se haya ido a pasar el día al campo, bromeó el inspector. El comisario hizo un gesto para que se callaran, Yo haré las primeras preguntas, indicó bajando la voz. El hombre entró, al sentarse dijo, Permítanme, como si no estuviera en su casa, y luego, Aquí me tienen, estoy a su disposición. El comisario asintió con benevolencia, después comenzó, Su carta, o mejor dicho, sus tres cartas, porque fueron tres, Pensé que así era más seguro, alguna podía perderse, explicó el hombre, No me interrumpa, responda a las preguntas cuando las haga, Sí señor comisario, Sus cartas, repito, fueron leídas con mucho interés por los destinatarios, especialmente el punto que dice que cierta mujer no identificada cometió un asesinato hace cuatro años. No había ninguna pregunta en la frase, era simplemente una reiteración de lo que había dicho antes, por eso el hombre se quedo en silencio. Tenía en el rostro una expresión de confusión, de desconcierto, no acababa de entender por qué el comisario no iba directamente al meollo de la cuestión en vez de perder tiempo con un episodio que sólo para oscurecer las sombras de un retrato de por sí inquietante fue evocado. El comisario fingió no darse cuenta, Cuéntenos lo que sabe de ese crimen, pidió. El hombre contuvo el impulso de recordarle al señor comisario que lo más importante de la carta no era eso, que el episodio del asesinato, comparado con la situación del país, era lo de menos, pero no, no lo haría, la prudencia mandaba que siguiese la música que lo invitaban a bailar, más adelante, con certeza, cambiarían el disco, Sé que ella mató a un hombre, lo vio, estaba allí, preguntó el comisario, No señor comisario fue ella misma quien lo confesó, Ah sí, A mí y a otras personas, Supongo que conoce el significado técnico de la palabra confesión, Más o menos, señor comisario, Más o menos no es suficiente, lo conoce o no lo conoce, En ese sentido que dice no lo conozco, Confesión significa declaración de los propios yerros o culpas, pero también puede significar reconocimiento de culpa o acusación, por parte del acusado, ante la autoridad o la justicia, cree que estas definiciones se ajustan rigurosamente al caso, Rigurosamente, no, señor comisario, Muy bien, siga, Mi mujer estaba allí, mi mujer fue testigo de la muerte del hombre, Qué es allí, Allí es el antiguo manicomio en el que nos aislaron para la cuarentena, Supongo que su mujer también estaba ciega, Como ya le he dicho la única persona que no perdió la visión fue ella, Ella, quién, La mujer que mató, Ah, Estábamos en una de las salas que hacía de dormitorio colectivo, El crimen fue cometido ahí, No señor comisario, en otra sala, Entonces ninguna de las personas que ocupaban la suya se encontraba presente en el lugar del crimen, Sólo las mujeres, Por qué sólo las mujeres, Es difícil de explicar, señor comisario, No se preocupe, tenemos tiempo, Hubo unos cuantos ciegos que tomaron el poder e impusieron el terror, El terror, Sí señor comisario, el terror, Y eso cómo fue, Se apoderaron de la comida, si queríamos comer teníamos que pagar, Y exigían mujeres como pago, Sí señor comisario, Entonces la tal mujer mató al hombre, Sí señor comisario, Lo mató, cómo, Con unas tijeras, Quién era ese hombre, Era el que mandaba en los otros ciegos, Una mujer valiente, no hay duda, Sí señor comisario, Ahora explíquenos por qué la ha denunciado, Yo no la he denunciado, si hablé del asunto es porque venía a propósito, No lo entiendo, Lo que quería decir en mí carta es que quien hizo una cosa puede estar haciendo otra. El comisario no preguntó qué otra cosa era ésa, se limitó a mirar a aquel a quien había llamado su inmediato, invitándolo a proseguir con el interrogatorio. El inspector tardó algunos segundos, Puede llamar a su mujer, preguntó, nos gustaría hablar con ella, Mi mujer no está, Cuándo volverá, No volverá, estamos divorciados, Desde hace cuánto tiempo, Tres años, Tiene algún inconveniente en decirnos por qué se divorciaron, Motivos personales, Claro que tendrían que ser personales, Motivos íntimos, Como en todos los divorcios. El hombre miró los insondables rostros que tenía delante y comprendió que no lo dejarían en paz mientras no les dijera lo que querían. Carraspeó limpiándose la garganta, cruzó y descruzó las piernas, Soy una persona de principios, comenzó, Estamos seguros de eso, saltó el agente sin poder contenerse, es decir, estoy seguro de eso, he tenido el privilegio de acceder a su carta. El comisario y el inspector sonrieron, el golpe era merecido. El hombre miró al agente con extrañeza, como si no esperara un ataque por ese flanco y, bajando los ojos, continuó, Tuvo que ver con los tales ciegos, no pude soportar que mi mujer hubiera tenido que ponerse debajo de aquellos bandidos, durante un año aguanté la vergüenza como pude, pero al final se me hizo insoportable, me separé, me divorcié, Por curiosidad, me pareció oírle que los otros ciegos clamaban mujeres como pago de la comida, dijo el inspector, Así era, Supongo, por tanto, que sus principios no le permitirían tocar el alimento que su mujer le trajo después de haberse puesto debajo de aquellos bandidos, por usar su enérgica expresión. El hombre bajó la cabeza y no respondió. Comprendo su discreción, dijo el inspector, de hecho se trata de un asunto íntimo, de un asunto demasiado íntimo para ser pregonado ante desconocidos, perdone, lejos de mí la idea de herir su sensibilidad. El hombre miró al comisario como pidiéndole socorro, por lo menos que le sustituyesen la tortura de la tenaza por el castigo del torniquete. El comisario le dio ese gusto, usó el garrote, En su carta hacía mención a un grupo de siete personas, Sí señor comisario, Quiénes eran, Además de la mujer y de su marido, Qué mujer, La que no se quedó ciega, La que les guiaba, Sí señor comisario, La que para vengar a sus compañeras mató al jefe de los bandidos con unas tijeras, Sí señor comisario, Prosiga, El marido era oftalmólogo, Ya lo sabemos, También había una prostituta, Fue ella quien dijo que era prostituta, No que recuerde, señor comisario, Cómo supo entonces que se trataba de una prostituta, Por sus modos, sus modos no engañaban, Ah, sí, los modos nunca mienten, continúe, Estaba también un viejo que era ciego de un ojo y usaba una venda negra, y que después se fue a vivir con ella, Con ella, con quién, Con la prostituta, Y fueron felices, Eso no lo sé, Algo deberá saber, Durante el año que seguimos en contacto me parece que sí. El comisario contó con los dedos, Todavía me falta uno, dijo, Es verdad, un niño estrábico que se había perdido de su familia en medio de la confusión, Y se conocieron todos en el dormitorio colectivo que les tocó, No señor comisario, ya nos habíamos visto antes, Dónde, En la consulta del médico adonde mi ex mujer me llevó cuando me quedé ciego, creo que fui la primera persona que perdió la vista, Y contagió a los otros, a toda la ciudad, incluyendo a estas sus visitas de hoy, No tuve la culpa, señor comisario, Conoce los nombres de esas personas, Sí señor comisario, De todas, Menos el del niño, que si lo supe alguna vez ya no me acuerdo, Pero recuerda el de los otros, Sí señor comisario, Y las direcciones, Si no han cambiado de casa en estos tres años, Claro, si no han cambiado de casa en estos tres años. El comisario pasó la mirada por la pequeña habitación, se detuvo en el televisor como si de él esperase una inspiración, luego dijo, Agente, dele su cuaderno de notas a este señor y déjele su bolígrafo para que escriba los nombres y las direcciones de las personas de quienes tan amablemente acaba de hablarnos, menos la del niño estrábico que de todos modos no valdría la pena. Las manos del hombre temblaban cuando recibió el bolígrafo y el cuaderno, siguieron temblando mientras escribía, a sí mismo se iba diciendo que no tenía motivo para sentirse asustado, que los policías estaban aquí porque de alguna manera él los había mandado venir, lo que no conseguía comprender era por qué no hablaban de los votos en blanco, de la insurrección, de la conspiración contra el estado, del verdadero y único motivo por el que había escrito la carta. Debido al temblor de las manos las palabras se leían mal, Puedo usar otra hoja, preguntó, Las que quiera, respondió el agente. La caligrafía comenzó a salir más firme, la letra ya no le avergonzaba. En tanto el agente recogía el bolígrafo y le entregaba el cuaderno de notas al comisario, el hombre se preguntaba con qué gesto, con qué palabra podría atraerse, aunque fuera en el último instante la simpatía de los policías, su benevolencia, su complicidad. De repente recordó, Tengo una foto, exclamó, sí, creo que la tengo, Qué foto, preguntó el inspector, Una del grupo, sacada después de que recuperáramos la vista, mi mujer no se la llevó, dijo que conseguiría otra copia, que me quedase con ella para que no perdiera la memoria, Ésas fueron sus palabras, preguntó el inspector, pero el hombre no respondió, ya estaba de pie, iba a salir de la habitación, entonces el comisario ordenó, Agente, acompañe a este señor, si tiene dificultades en localizar la fotografía, trate de encontrarla usted, no vuelva sin ella. Tardaron unos minutos. Aquí está, dijo el hombre. El comisario se acercó a una ventana para ver mejor. En fila, al lado unos de otros, se agrupaban los seis adultos, en parejas. A la derecha estaba el dueño de la casa, perfectamente reconocible, y la ex mujer, a la izquierda, sin sombra de duda, el viejo de la venda negra y la prostituta, en medio, por exclusión de partes, unos que sólo podrían ser la mujer del médico y el marido. Delante, en cuclillas como un jugador de fútbol, el niño estrábico. Junto a la mujer del médico un gran perro que miraba hacia delante. El comisario le hizo un gesto al hombre para que se aproximara, Es esta, preguntó, señalando, Sí, señor comisario, es ella, Y el perro, Si quiere, puedo contarle la historia, señor comisario, No vale la pena, ella me la contará. El comisario salió el primero, después el inspector, después el agente. El hombre que había escrito la carta se quedó viéndolos bajar las escaleras. El edificio no tiene ascensor ni se espera que lo pueda tener algún día.

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