Tucker, ajeno a la tensión que sentía Mary Ann, le besó la mejilla que le acababa de acariciar.
—Hablaremos mañana, ¿de acuerdo?
Sin esperar su respuesta, él se alejó.
Entonces, Mary Ann se dio la vuelta y se encaminó hacia el aparcamiento. Estaba enfadada. ¿Qué hacía con aquel chico? Se había disculpado por todo lo que había hecho, pero… ¿de verdad lo sentía?
El Mustang de Penny se alejó justo cuando ella bajaba de la acera. Así pues, se había quedado sin transporte de vuelta a casa. Podía llamar a su padre, y esperar a que él fuera a buscarla. Podía ir a casa sola, o podía seguir a Aden.
—Aden —dijo en voz alta, mientras avanzaba. No lo veía, pero sabía que no había podido alejarse mucho.
El precioso lobo negro, más alto de lo que ella recordaba, y más grande, saltó frente a ella en el mismo momento en que superaba la fila de árboles que había delante del instituto. Mary Ann gritó y se llevó la mano al corazón.
El animal gruñó. Tenía los ojos muy brillantes.
«Tranquilízate. No te voy a hacer daño».
Mary Ann se dio la vuelta, porque pensaba que había alguien detrás. Sin embargo, el lobo y ella estaban solos.
—¿Quién ha dicho eso? —preguntó con la voz temblorosa.
«Como yo soy el único que anda por aquí, creo que puedes suponer que he sido yo».
Mary Ann miró al lobo, y se dio cuenta de que no había nadie junto a él.
—No tiene gracia —dijo—. ¿Quién está ahí?
«Me encanta que me ignoren, de verdad. Mira, soy grande, y soy negro. Estoy ante ti».
Ella miró por los arbustos que la rodeaban.
—Ya te he dicho que no tiene gracia.
«Estás perdiendo el tiempo si buscas a otro, chica».
Mary Ann se fijó de nuevo en el lobo y soltó una carcajada seca.
—Tú no puedes hablar. Es imposible. No eres humano.
«Qué lista, te has dado cuenta. Y tienes razón en otra cosa: no estoy hablando. Al menos, en voz alta».
No. Era cierto. Aquella voz áspera sonaba dentro de la cabeza de Mary Ann.
—Esto es absurdo. Imposible.
«Algún día te reirás de lo que acabas de decir, porque estoy a punto de abrirte los ojos a un nuevo mundo. Los hombres lobo son sólo el comienzo!
—¡Cállate! —dijo ella, y se frotó las sienes.
Era una locura. Se había vuelto loca. Tenía que ser una alucinación, porque de otro modo, no tenía sentido. ¿Un hombre lobo que la acompañaba al instituto y la esperaba a la salida? ¿Un hombre lobo que hablaba con ella por telepatía?
Mary Ann se adelantó y se detuvo justo antes de tocarle la nariz al lobo.
—¿Hay diferencias entre un lobo y un hombre lobo? —preguntó ella, y tragando saliva, alzó el brazo.
«Por supuesto. Un lobo es sólo un animal, y un hombre lobo es capaz de convertirse en hombre. ¿Qué estás haciendo?».
—¿No lo sabes? ¿Es que no puedes leerme el pensamiento? Ya estás dentro de mi cabeza.
«No, no puedo leer el pensamiento. Pero puedo ver las auras, los colores que están a tu alrededor. Esos colores me dicen lo que sientes, y me facilitan el saber lo que estás pensando. Pero, en estos momentos, esos colores están tan mezclados que no veo nada.
—Bueno, pues voy a tocarte. Estate quieto, por favor. Y si me muerdes, yo… yo…
Él puso los ojos en blanco con un suspiro de resignación.
«¿Qué? ¿Me vas a devolver el mordisco? ¿Con esos dientes insignificantes?».
No había respuesta que pudiera intimidar a una bestia tan irreverente, así que Mary Ann se quedó quieta. Y él también. Ni siquiera parpadeó cuando ella volvió a alargar el brazo con el dedo índice extendido. Mary Ann estaba temblando. Finalmente, le tocó el pelo. Era un pelo suave, sedoso.
—Eres de verdad —dijo.
Aquello no era una alucinación. Era de verdad, y estaba hablando dentro de su mente, leyendo su aura. ¿Cómo era posible? Y, algo todavía más increíble, estaba diciendo que era un hombre lobo y que podía hacerse humano. Aquello era… Aquello era… Dios santo.
A él se le escapó un gemido.
«Ráscame detrás de la oreja».
Mary Ann, sin saber lo que estaba ocurriendo, obedeció.
A él se le escapó otro gemido, y ella recuperó el sentido común. Estaba prolongando el contacto de manera voluntaria.
Dejó caer el brazo a un lado, porque de repente le pesaba demasiado.
—Eres real —dijo otra vez. Lo cual significaba que no se había vuelto loca.
Durante un momento, él no respondió. Sólo cerró los ojos, disfrutando del efecto de su caricia. Después abrió los ojos, verdes y feroces, y gruñó.
«Vamos al grano, ¿te parece? ¿Qué es lo que sabes del chico?».
—¿Chico? ¿De qué chico? No sé por qué me estás siguiendo, pero ya puedes dejarlo. Te has equivocado de chica. De verdad, puedes marcharte.
«Es la última vez que te lo pregunto amablemente, guapa. Después voy a empezar a exigirte respuestas. Y no te va a gustar, Mary Ann».
Sabía su nombre, y la estaba amenazando. Caminó hacia ella e insistió:
«¿Qué sabes del chico?».
—¿A qué chico te refieres?
«Creo que se llama Aden».
—¿Y por qué quieres que te hable de él?
«Has hablado con él. ¿De qué habéis hablado?».
—De nada personal. Sólo es otro estudiante de mi instituto. No irás a hacerle daño, ¿verdad?
Él la ignoró de nuevo.
«¿Y el otro chico? Ése con el que has ido al estadio».
—Es Tucker. Estoy saliendo con él. Más o menos. Tal vez. Puede que rompamos. Creo. ¿Estás pensando en hacerle daño a él?
De repente, el lobo gruñó de una manera distinta a las anteriores. Era como si estuviera preparado para atacar. Sonaron unos pasos en la hierba, y el lobo se dio la vuelta y se preparó para hacerle frente a la amenaza.
Aden salió de entre los árboles, con la cara sudorosa.
—Mary Ann —jadeó—. ¿Qué te ocurre? —entonces, vio al lobo y se quedó inmóvil, en actitud defensiva y protectora—. Rodea el árbol lentamente —dijo. Sin apartar la vista de su enemigo, se agachó y se sacó dos dagas de las botas.
Ella se quedó boquiabierta. ¿Llevaba dagas?
El lobo se inclinó hacia atrás y se preparó para el ataque.
—No, por favor, no —gritó ella—. No os peleéis.
—Vete a casa, Mary Ann —le dijo Aden. Se agachó y añadió—: Ahora mismo.
«Dile que nos deje solos», rugió el lobo, aunque sin apartar la atención de Aden. ¿Por qué no se lo decía él mismo? ¿Es que no podía hablar con dos personas a la vez? ¿o no quería que Aden supiera lo que era?
—A-Aden —dijo ella, intentando colocarse entre ellos dos. Sin embargo, el lobo se movió y le bloqueó el paso—. No te pelees con él, por favor. Estoy bien. Todos estamos bien. Vayámonos cada uno por nuestro camino, ¿de acuerdo? Por favor.
Ni el lobo ni el chico le prestaron atención. Siguieron moviéndose en círculos, mirándose torvamente.
—Ya basta, Eve —dijo Aden—. Necesito silencio.
¿Eve?
Entonces, Aden se quedó inmóvil y pestañeó como si estuviera confuso. Miró a Mary Ann y frunció el ceño.
—Los oigo.
Ella también pestañeó con desconcierto.
—¿A quién?
«¡Ya está bien!», gruñó el lobo. «Dile que se marche».
—Quiere que te vayas —le dijo Mary Ann a Aden—. Por favor, vete. No me va a pasar nada, te lo prometo.
—¿Puedes hablar con él?
Afortunadamente, no parecía que se sintiera muy horrorizado. No la miraba como si estuviera loca.
—Yo…
—No le digas ni una palabra más, o le arrancaré el cuello, ¿entendido?
Entonces, ella cerró la boca con un pequeño quejido. Nunca se había sentido tan impotente ni tan asustada. No sabía qué hacer.
—¿Te está amenazando? —le preguntó Aden, en voz baja, pero con ferocidad. Alzó las dagas y dijo—: Ven aquí, grandullón, y veamos si puedes luchar con alguien de tu tamaño.
«Será un placer».
—¡No! —gritó ella, justo cuando el lobo saltaba hacia delante.
Aden se reunió con él en el aire. Pero no chocaron. Aden desapareció como por arte de magia.
El lobo cayó al suelo, retorciéndose y gimiendo. Las dos dagas cayeron a su lado. Mary Ann se acercó rápidamente a él, sin saber qué había ocurrido, ni cómo debía reaccionar. Tal vez estuviera en estado de shock. No había sangre, así que no estaba herido.
Con la mano temblorosa, le palpó el morro.
—¿Estás bien?
Él abrió los ojos, que ya no eran verdes, sino de todos los colores que poseían los ojos de Aden. Entonces, se puso en pie, tambaleándose, y fue alejándose de ella lentamente.
Cuando pasó la fila de árboles, se dio la vuelta y echó a correr.
«La he visto. He visto a la chica».
«Yo también».
«¿La has reconocido? Yo sé que la había visto antes».
«Lo siento, Eve, pero yo no».
Aden quería gritar. Había demasiado ruido en su cabeza, tanto que apenas podía procesarlo. El viento entre los árboles, el canto de los pájaros, el zumbido de las langostas, el chirrido de los grillos. El croar de las ranas.
Gruñendo, obligó al gran cuerpo del lobo a moverse. Era difícil mover las patas delanteras en sincronía con las traseras, pero lo consiguió, tropezándose pocas veces. Nunca había entrado en un cuerpo animal, y no estaba seguro de si lo estaba haciendo bien, pero no tenía tiempo de pararse y pensar cómo hacerlo. Si no se daba prisa, llegaría tarde. Y si llegaba tarde, Dan no le dejaría ir al instituto al día siguiente.
«¿Cómo lo has hecho?», rugió el lobo, cuya voz se unió al clamor de las demás. «¡Sal de mi cabeza! ¡Y de mi cuerpo!».
La criatura sabía que estaba allí. Lo sentía. Eso tampoco le había ocurrido nunca, y Aden hubiera pensado que la mente primitiva del animal sería incapaz de procesar el lenguaje humano.
«No soy un animal, maldito seas».
«¿Qué eres?».
«Un lobo. Un hombre lobo. ¡Sal de mí!».
¿Un… cambiador de forma?
Aden no sabía que existieran aquellos seres. En realidad no. Teniendo en cuenta lo que él mismo podía hacer, seguramente debería haberlo creído. Se preguntó qué otras cosas habría por ahí fuera. Las leyendas hablaban de vampiros, dragones, monstruos y todo tipo de criaturas.
«¡Sal! ¡Ahora!».
Incluso con aquellos gruñidos de furia, la carrera fue tonificante. Le dio fortaleza. Sentía el aire en el pelaje, y su vista alcanzaba todos los detalles. Los colores eran más vivos, y las motas de polvo… vaya. Eran como copos de nieve que brillaban a su alrededor.
«Te voy a desgarrar la garganta por esto».
De todos modos, siguió moviéndose cada vez más rápidamente, clavando las uñas en el suelo. Los olores eran fuertes, casi abrumadores. Olía a pino y a tierra, y a animal muerto a unos cuantos metros. Un ciervo. Oía a las moscas que revoloteaban alrededor del cuerpo.
«Me voy a bañar en tu sangre, humano. Esto no es una amenaza, sino una promesa».
De nuevo, las amenazas, o promesas, del lobo, se entremezclaron con las voces de sus compañeros. Caleb se estaba disculpando por meterlo dentro de aquel cuerpo, Eve estaba preguntando por Mary Ann con preocupación y Elijah le estaba pidiendo que tuviera cuidado. ¿Por qué Mary Ann no los había enviado al agujero negro en aquella ocasión? Aden se había acercado a ella, pero había seguido oyéndolos. Y sabía, gracias a Elijah, que si no era capaz de detener al lobo, la criatura la perseguiría por aquel mismo bosque un día, mientras ella gritaba.
Mary Ann…
¿Qué pensaría de él ahora? Ella sabía que él era distinto, que podía hacer cosas que otros no podían. No podía negarlo, después de lo que había sucedido. Tal vez lo entendiera. Después de todo, ella había hablado con el lobo. Tal vez, como Aden, sabía cosas que los demás no sabían. Eso también explicaría por qué era capaz de detener las voces en algunas ocasiones.
«…la visión está cambiando. Te va a herir en cuanto salgas de su cuerpo», estaba diciendo Elijah. «Te matará».
Sí, Aden ya lo sabía. También sabía que estaría demasiado débil como para defenderse. Sólo había una cosa que pudiera hacer para salvarse. Lo había hecho una vez, cuando había entrado en el cuerpo de un chico que lo estaba atacando. Odiaba hacerlo, pero no había otro modo.
Cuando el rancho apareció ante él, aminoró el paso, y se detuvo al borde de los árboles.
«No puedes quedarte aquí para siempre», gruñó el lobo, y Aden no pudo evitar que el sonido emergiera. «¿Puedes? ¡Puedes!». Un poco más, y echarían espuma por la boca.
Aden miró a su alrededor, pero no vio nada que pudiera servirle de ayuda para lo que tenía que hacer.
No había otro modo, pensó con un suspiro. Se sentó y extendió una de las patas traseras. Miró hacia atrás. Los músculos estaban contraídos, y el pelaje brillaba como si fuera de diamantes negros.
«No», dijo Eve, al darse cuenta de lo que estaba a punto de suceder. «No lo hagas».
«No tengo más remedio», pensó Aden.
Sintió una náusea. No tenía tiempo para endurecerse contra el dolor que estaba a punto de infligir. Nunca habría tenido tiempo suficiente. Simplemente, enseñó los dientes del lobo y, con un rugido feroz, se lanzó hacia la pierna y hundió los colmillos en la carne, atravesó el músculo hasta el hueso.
Hubo un grito dentro de su cabeza, un gruñido, varios gemidos. Todos sintieron el mordisco, el dolor que se extendió como una descarga eléctrica y que afectó a todos los órganos que tocaba.