El capitán Aubrey recibe en las Indias Orientales holandesas la noticia de que ha sido nombrado comandante de un excepcional navío. Pero cuando embarca junto con Maturin rumbo a Inglaterra, estalla la guerra con los Estados Unidos.
Patrick O'Brain
Episodios de una guerra
Aubrey y Maturin 6
ePUB v1.0
Mezki20.12.11
ISBN 13: 978-84-350-0635-4
ISBN 10: 84-350-0635-2
Título: Episodios de una guerra : una novela de la Armada inglesa
Autor/es: O'Brian, Patrick (1914-2000)
Traducción: Lama Montes de Oca, Aleida
Lengua/s de traducción: Inglés
Edición: 1ª. ed. , 3ª. imp.
Fecha Edición: 04/1997
Fecha Impresión: 11/2003
Publicación: Edhasa
Colección: Aubrey & Maturin,6
Materia/s: 821.111-3 - Literatura en lengua inglesa. Novela y cuento.
Ésta es la sexta novela de la más apasionante serie de novelas históricas marítimas jamás publicada; por considerarlo de indudable interés, aunque los lectores que deseen prescindir de ello pueden perfectamente hacerlo, se incluye un capítulo adicional con un amplio y detallado Glosario de términos marinos.
Se ha mantenido el sistema de medidas de la Armada real inglesa, como forma habitual de expresión de terminología náutica.
1 yarda = 0,9144 metros
1 pie = 0,3048 metros — 1 m = 3,28084 pies
1 cable =120 brazas = 185,19 metros
1 pulgada = 2,54 centímetros — 1 cm = 0,3937 pulg.
1 libra = 0,45359 kilogramos — 1 kg = 2,20462 lib.
1 quintal = 112 libras = 50,802 kg.
Cuando en un relato se entrelazan la historia y la ficción, es posible que el lector quiera saber en qué medida los hechos reales han sido alterados. En este libro he incluido dos batallas navales reales y al narrarlas me he atenido estrictamente a relatos contemporáneos, cartas oficiales, periódicos y revistas de la época, las actas de los juicios en que un consejo de guerra juzgó a los capitanes que perdieron sus barcos, los libros de James, uno de los mejores historiadores navales de su tiempo, y las biografías y memorias de quienes participaron en ellas. En mi opinión, por lo que respecta a la Armada real y la joven Armada de Estados Unidos, no tiene sentido tratar de mejorar sus acciones reales, pues los hechos tal y como fueron, sin adornos, hablan por sí mismos, y tan alto como una andanada. La única libertad que me he tomado ha sido colocar a bordo de sus barcos a mis personajes y aunque no se encuentran tan apartados de la acción como Fabrice en la campiña de Waterloo, tampoco desempeñan un papel importante ni cambian el rumbo de la historia.
A aquellos lectores que deseen conocer más detalles sobre la segunda batalla, les recomiendo el libro
Memoir of Admiral Sir P. B. V. Broke, Bart, KCB
. (Londres, 1866) del reverendo Brighton, doctor en medicina. El libro parece una hagiografía y en ocasiones no es veraz ni generoso al hablar del enemigo, pero el autor conoció a muchos supervivientes del bando británico (incluido el señor Wallis que aparece en estas páginas como un joven, quien llegó a convertirse en sir Provo Wallis, almirante de la Armada real, y permaneció largo tiempo en la lista de oficiales en activo y vivió cien años) y con una precisión más propia de un médico que de un pastor, da detalles sobre todos los disparos con balas redondas, balas de cadena y metralla que alcanzaron las fragatas que tomaban parte en la batalla.
Indudablemente, mi imaginación no pudo superar los hechos que ocurrieron en realidad durante las batallas y tampoco pudo encontrar mejor ejemplo del inglés hablado por un francés que las palabras de Anthelme Brillat-Savarin, que vivió en Estados Unidos tras la Revolución francesa (durante su estancia allí cocinaba ardillas con vino de Madeira). Quienes hayan leído su obra
Physiologie du goût
podrán reconocer su ironía en uno de mis personajes.
Por último, quisiera agradecer al Archivo Nacional y al Museo Marítimo Nacional por prestarme su ayuda y tener la amabilidad de enviarme copias de los diarios de navegación originales y los planos de las fragatas que participaron en las batallas. Espero que el hecho de contar con esos documentos auténticos haya contribuido a dar realismo a esta novela.
El cálido monzón, que soplaba desde el este con poca fuerza, hacía aproximarse el
Leopard
a la bahía Pulo Batang. El navío había desplegado todo el velamen que podía con el fin de llegar al fondeadero antes de que cambiara la marea y entrar en él dignamente, a pesar de que su aspecto era lamentable, pues las velas tenían remiendos, estaban descoloridas y se habían vuelto tan finas a causa del mal tiempo que parecían de percal y apenas podían impedir el paso de la brillante luz, y el casco estaba aún peor. Cualquier marino podría darse cuenta de que el casco había estado pintado a cuadros, según el estilo de Nelson, y de que era un navío de guerra de cuarta clase
[1]
que podía llevar cincuenta cañones distribuidos en dos cubiertas, pero alguien que no fuera marino pensaría que era un viejo mercante, a pesar del gallardete y la descolorida bandera que llevaba en el tope del palo mesana. Aunque los marineros de los dos turnos de guardia estaban en cubierta contemplando la costa —que tenía un intenso color verde— y aspirando el aroma embriagador de las islas Molucas, era obvio que el número de tripulantes del
Leopard
era muy reducido, lo que confirmaba la idea de que era un mercante. Además, bastaba una mirada para comprobar que no tenía cañones y era difícil creer que las figuras que estaban en el alcázar con aquellas camisas hechas jirones eran oficiales navales.
Esas figuras miraban atentamente hacia el interior de la bahía, hacia una cala rodeada por la verde vegetación. Allí se alzaba un asta de bandera donde ondeaba la bandera británica y más allá de la cala se veía una enorme casa blanca que había sido la casa preferida del gobernador holandés para pasar la estación de lluvias. En ese momento vieron aparecer una bandera de señales en otra asta que se encontraba a la derecha.
—Nos piden que hagamos la señal secreta, señor, con su permiso —dijo el guardiamarina encargado de las señales mientras miraba por el telescopio.
—Hágala, señor Wetherly, y también dígales nuestro nombre —ordenó el capitán.
Entonces le dijo al primer oficial:
—Señor Babbington, vire y haga la salva cuando lleguemos a la altura del cabo.
El
Leopard
siguió deslizándose mientras el viento silbaba en la jarcia y el agua cálida susurraba al pasar por sus costados. Pero en el resto del barco había un silencio absoluto e incluso los marineros permanecieron callados cuando tiraron de las brazas para hacer girar las vergas porque el viento había rolado. Y desde la costa, también en silencio, todos miraban las banderas de señales con que el
Leopard
se identificaba.
El navío llegó a la altura del cabo, orzó despacio y la única carronada que poseía empezó a disparar. Se elevaron diecisiete bocanadas de humo por encima de las aguas azul oscuro y se oyeron diecisiete detonaciones muy débiles, como si la pólvora hubiera estado mojada. Cuando el sonido del último disparo se desvaneció, el buque insignia comenzó a responder con atronadores cañonazos y una hilera de banderas subió por el asta que se encontraba en la orilla.
— Capitán preséntese en buque insignia
—dijo el guardiamarina.
—Baje la barcaza, señor Babbington —ordenó el capitán y bajó a su cabina.
Ni la llegada a puerto ni la presencia del buque insignia eran inesperadas, por eso su uniforme ya se encontraba extendido sobre el coy. El uniforme había sido frotado y cepillado para eliminar las manchas de agua de mar, algas, liquen de la Antártida y moho de los trópicos y en algunas partes estaba desgastado y en otras acartonado. Pero a pesar de que la chaqueta azul con cintas doradas había encogido y se había desteñido, la tela aún era muy gruesa, y cuando Jack se la puso empezó a sudar. Entonces se sentó y se aflojó el pañuelo pensando: «Me acostumbraré enseguida». En ese momento oyó la voz de su despensero, que gritaba malhumorado y blasfemaba.
—¡Killick! ¡Killick! ¿Qué pasa?
—Es que su sombrero, señor, su mejor sombrero… El uombat lo ha cogido.
—Entonces quítaselo, por Dios.
—No me atrevo, señor —dijo Killick—, porque tengo miedo de que se rompa la cinta.
La corpulenta figura del capitán entró en la gran cabina.
—Oiga, señor —dijo, dirigiéndose al uombat, uno de los numerosos marsupiales traídos al barco por el cirujano, que era un naturalista—, deme eso inmediatamente, ¿me oye?
El uombat le miró a los ojos, expulsó de la boca un trozo de cinta dorada y luego, chupándola, se la introdujo en la boca de nuevo.
—Llamen al doctor Maturin —ordenó el capitán, mirando con rabia al uombat.
Y unos minutos después dijo:
—Stephen, esto es demasiado. Tu animal se está comiendo mi sombrero.
—Ya lo veo —dijo el doctor Maturin—. Pero no te preocupes, Jack, porque no le hará daño. Su digestión…
En ese momento el uombat dejó caer el sombrero, atravesó la cabina arrastrando las patas tan rápido como podía, se echó en los brazos de Stephen, acercó su cara a la de él y le miró con afecto.
—Bueno, me lo pondré debajo del brazo junto con los informes —dijo el capitán, recogiendo un montón de papeles y colocándolos junto al sombrero para cubrir la parte que estaba rota—. ¿Qué ocurre, señor Holles?
—La barcaza ya está lista, con su permiso, señor.
En realidad, el
Leopard
no tenía ninguna barcaza sino un chinchorro con las tablas tingladas y con tantos parches que las tablas originales apenas podían verse. El chinchorro había adquirido la categoría de barcaza, como requería la ocasión, pero era tan pequeño que los barqueros que transportaban al capitán (en otro tiempo diez de los tripulantes más fuertes del
Leopard
con jerseys de Guernesey y sombreros con cintas) sólo eran dos: su timonel, Barrett Bonden, y un marinero de primera apellidado Plaice. Pero como el chinchorro pertenecía a la Armada real, lo habían limpiado con arena y piedra arenisca hasta sacarle brillo, como habían hecho con la cubierta del
Leopard
, y los barqueros, con habilidad, habían logrado arreglar su ropa y ahora llevaban pantalones de dril y sombreros de paja. Incluso el
Leopard
casi había adquirido el aspecto característico de un navío de la Armada cuando el capitán subió a cubierta, pues el oficial de Infantería de marina y los pocos hombres que le quedaban tenían puestas sus chaquetas, antes color escarlata y ahora rosa claro, y estaban tan rígidos como sus propias armas. Y así permanecieron mientras el capitán bajó por el costado, llevando a cabo una parte de la ceremonia que los tripulantes del
Leopard
solían celebrar.
—¡Aubrey! —exclamó el almirante al ver entrar al capitán y se levantó y le estrechó la mano—. ¡Aubrey! ¡Dios mío, qué alegría me da verle! Le habíamos dado por muerto.
El almirante era un hombre fuerte y grueso con cara de emperador romano. A menudo su expresión era malhumorada, pero ahora se reflejaba en su rostro una gran satisfacción.