—Está bien. No importa —dijo Jack en un tono que preocupó a Killick.
Se sirvió café en una jarra de una pinta, esparció las cartas por la mesa y las colocó tratando de seguir un orden cronológico, lo cual era una tarea difícil porque, a pesar de sus ruegos, rara vez Sophie se acordaba de poner la fecha. Había facturas entre las cartas y de vez en cuando sumaba una cantidad más, lanzaba un silbido y se ponía aún más serio.
Killick se acercó sigilosamente con un plato de riñones, el plato preferido del capitán, y, sin decir palabra, lo colocó entre las cartas.
—Gracias, Killick —dijo Jack con aire distraído.
Los riñones todavía estaban allí, tan fríos como lo permitía el sol del trópico, cuando el doctor Maturin subió a bordo con la elegancia que solía hacerlo, dándole patadas a las portas y maldiciendo a los amables marineros que le ayudaban a ascender por el costado. Llegó a la cubierta igual que siempre, sin aliento, como si hubiera escalado una torre con gran rapidez. Llevaba una carga muy pesada y a sus descorazonados compañeros de tripulación les pareció ver una serpiente pitón en una de las cestas tapadas.
Sin embargo, los compañeros de tripulación que le ayudaban y observaban su carga eran muy pocos, solamente los lisiados del
Leopard
, porque los demás tripulantes estaban ocupados. Los guardiamarinas que quedaban en el barco estaban reunidos en el pasamano de babor y le lanzaban bolas de filástica recubiertas de lienzo a Doudle
El Rápido
, el portero del equipo del
Leopard
, que las cogía tan hábilmente como un perro Terrier atrapa una rata y con la misma furia, mientras los hombres de guardia y los infantes de marina hacían duras críticas. Aunque al
Leopard
le faltaban pintura y cañones, además de tripulantes, todos estaban decididos a hacer un esfuerzo por quedar en una posición digna cuando jugaran contra los cabrones del
Cumberland
e incluso vencerles. Entre ellos estaban algunos hombres de Kent y Hampshire, acostumbrados a andar sobre la hierba, y el señor Babbington, el primer oficial, que se había destacado por haber hecho cuarenta y siete carreras contra el equipo de Marylebone en Broad Halfpenny Down. Babbington había dejado sus tareas de la tarde y animaba a los hombres gritando: «¡Lanzarla alto! ¡Lanzarla alto! ¡Guardar la distancia, por Dios!». Y al ver a Stephen, le dijo:
—No se habrá olvidado del partido, ¿verdad, doctor?
—Por supuesto que no —respondió Stephen, agitando en el aire un trozo de madera recién cortado—. He sacado mi paleta de un noble antiar.
Entonces fue a la cabina del carpintero y de allí a la del capitán y le contó a éste lo que le había parecido el antiar. Dijo que, indudablemente, hacían un uso abusivo de él y que no había notado el característico olor de los cadáveres a su alrededor. Añadió que era muy hermoso, que le parecía que estaba emparentado con la higuera y en ese momento se fijó en la expresión de su amigo y se interrumpió.
—Espero que hayas tenido buenas noticias de tu familia, amigo mío. Espero que Sophie y los niños se encuentren bien.
—Están muy bien, Stephen, gracias —dijo Jack—, Bueno, los niños tuvieron paperas poco después de que nos marchamos y George tuvo sarpullido en Navidad, cuando le salieron los dientes, pero ahora están mejor.
—Paperas… Muy bien, cuanto antes mejor. Si nos hubiéramos quedado más tiempo, habría propuesto llevarlos a un pueblo donde hubiera la enfermedad. Me gustaría que el Gobierno infectara a todos los niños, sobre todo a los varones a una edad muy temprana. La orquitis puede tener lamentables consecuencias. ¿Sophie está bien?
—Sí, según su última carta, pero la escribió hace mucho tiempo y no sé cómo la habrá afectado la ansiedad desde entonces. A propósito, te manda un cariñoso saludo en todas. Debía habértelo dicho antes.
—¿Se enteró de que Grant llegó a El Cabo en la lancha?
Jack asintió con la cabeza.
—Ella recibió las cartas que le enviaste desde Brasil, así que sabe que estabas descontento con Grant —continuó—. Y también sabe que él tiene que decir que la situación era desesperada para justificarse. Teniendo en cuenta esos dos datos, no habrá dado crédito a sus palabras y, por otra parte, seguro que siempre ha confiado en que sabrías salir de esa situación, aunque tal vez haya subestimado el peligro.
—Tienes mucha razón, Stephen. Eso es exactamente lo que ha hecho y me escribe como si tuviera la certeza de que estoy vivo. Tal vez la tenga realmente, pues no encuentro ni la más mínima duda de ello en estas cartas. ¡Que Dios la bendiga! Espero que ya haya recibido las que le envié desde Port Jackson, aunque a pesar de que sea así, estará muy ansiosa por causa de ese condenado, de Kimber. Era a eso a lo que me refería antes.
Al oír esas palabras, a Stephen se le encogió el corazón. Aquel condenado, Kimber, había hecho creer a Jack Aubrey que había plata en la escoria de las antiguas minas de plomo que estaban en su propiedad y que mediante un procedimiento secreto podían extraerse de la escoria los residuos de metal. Además, le había convencido de que si invertía cierta cantidad de dinero para aplicar el procedimiento, los beneficios serían enormes. Por lo poco que Stephen conocía de metalurgia, sabía que aquello no era imposible, pero tanto él como Sophie consideraban a Kimber un impostor, uno de los buitres que daban vueltas alrededor de los marinos cuando estaban en tierra. Stephen sabía que Jack se manejaba muy bien en su elemento y que en la guerra era tan astuto y cauteloso como Ulises y solía engañar pero rara vez era engañado. Sin embargo, pensaba que cuando su amigo estaba en tierra perdía buena parte de su capacidad de discernir e incluso su sentido común, así que había hecho todo lo posible por convencerle de que se apartara de aquel proyectista.
—Pero le habías puesto severas condiciones, si mal no recuerdo —dijo Stephen, escrutando el rostro de Jack.
—Sí —dijo Jack, esquivando su mirada—. Sí, seguí tu consejo, al menos en parte. Pero, en realidad, como había que zarpar apresuradamente y tenía que ocuparme de los caballos y los nuevos establos, una noche, después de la cena, firmé algunos documentos sin leerlos detenidamente, como debería haberlo hecho. Sospecho que uno de ellos era un poder, pues ha mandado talar árboles, construir nuevos caminos, sistemas de arrastre y edificaciones y ha traído máquinas de vapor y parece que ha formado una sociedad anónima.
—Entonces no leíste todo el texto de los documentos, por lo que veo.
—No todo, si no me habría dado cuenta, ¿sabes?, porque no soy tan tonto.
—Escúchame, Jack: si le sigues dando vueltas a eso ahora, sin tener todos los datos ni el consejo de un experto, no solucionarás nada y te enfermarás —le advirtió Stephen—. Conozco tu organismo mejor que nadie y sé que no puede resistir un prolongado estado de ansiedad, el cual, por otra parte, no conduce a nada. Debes controlar tu mente, amigo mío. Debes pensar que, gracias a esa bendita orden, llegarás a Inglaterra antes que el mensajero más rápido, mejor dicho, que tú mismo eres el mensajero más rápido y que, por tanto, tienes bastantes motivos para estar alegre o, al menos, intentarlo. Te conviene hacer ejercicio al aire libre hasta que llegue
La Flèche
, como por ejemplo, participar en el partido de esta tarde. No debes permanecer inactivo ni quedarte solo. Te hablo en serio, amigo mío, te hablo como médico.
—Estoy seguro de que tienes razón, Stephen. Dejarse dominar por la tristeza y maldecir no sirve de nada. Me quedaré en tierra hasta que
La Flèche
salga volando. Mi deber es sentarme a revisar las cuentas y los libros del barco: el de la ropa que se entrega a los marineros, el de la enfermería, el de las provisiones del condestable, el contramaestre y el carpintero, el del recuento trimestral de las provisiones en general, el de las órdenes, el de las cartas oficiales, el rol y todos los demás. Sin embargo, tiramos la mayoría por la borda y sólo conservé el diario de navegación, unos cuantos libros y mis notas. Ya le entregué todo eso al almirante, así que podré jugar con la conciencia tranquila. Pero quiero que sepas, Stephen, que a pesar de que me encanta jugar al críquet tengo muchas ganas de que llegue
La Flèche
y que si no hubiéramos recibido la orden de volver inmediatamente habría pedido un permiso o una baja temporal por enfermedad o incluso habría abandonado la Armada con tal de regresar.
Estuvo pensativo unos momentos y en su rostro se reflejó una gran tristeza. Luego, haciendo un obvio esfuerzo por controlar su mente, preguntó:
—¿Ese es tu bate, Stephen?
—Sí. El carpintero y yo acabamos de darle forma y ahora le pasaré una legra para hacer más pronunciada la curva.
—Se parece al bate que mi abuelo tenía-dijo Jack, cogiéndolo—, porque la punta está un poco torcida. ¿No crees que es muy ligero, Stephen?
—No. Es la paleta de madera más pesada que ha salido del venenoso antiar.
* * *
El partido empezó a la hora prevista, de acuerdo con la que marcaba el reloj del almirante Drury. Jack ganó en el lanzamiento y eligió situarse en el campo. Había libertad en el juego, pero libertad no era sinónimo de anarquía, así que aún se mantenían algunas diferencias. Por esa razón, el capitán y el primer oficial del
Leopard
fueron los primeros en situarse y el almirante iba a empezar el juego lanzándole la pelota a Babbington. El almirante cogió la pelota de manos del pastor, le dio vueltas entre las suyas durante un rato, mientras miraba fijamente al oficial, tomó impulso y lanzó la pelota por debajo del brazo con mucha fuerza, pero ésta rebotó lejos de las estacas. Cuando Babbington iba a batearla, le pareció que la pelota le iba a dar en el estómago y se echó hacia atrás y a consecuencia de eso la lanzó directamente a manos del almirante, lo que provocó los gritos y los aplausos de los tripulantes del
Cumberland.
—¿Qué le ha parecido? —le preguntó el almirante al pastor.
—Muy bien, señor —respondió el pastor—. Le ha eliminado.
Babbington se fue apesadumbrado.
—Tenga cuidado con el almirante —le dijo a Moore, el capitán de Infantería de marina, que iba a sustituirle—. Nunca había visto a nadie que lanzara la pelota con efecto de esa manera.
—Batearé flojo durante una hora más o menos para conseguir que se canse —dijo Moore.
—Tiene que adelantarse para batear las pelotas, señor —dijo Doudle—. Ésa es la única forma de derrotarle, la única forma de darle a las pelotas lanzadas por debajo del brazo.
Algunos tripulantes del
Leopard
estaban de acuerdo, pero otros pensaban que era preferible esperar el momento oportuno y acostumbrarse a estar cerca de la portería antes de batear. El capitán Moore se alejó de ellos con la cabeza llena de consejos contradictorios.
Puesto que nunca había visto un partido de críquet, Stephen quería ver lo que Moore hacía y averiguar en qué consistía el juego, pues, obviamente, se diferenciaba del juego de pelota que había conocido en su juventud. También tenía ganas de tumbarse en la hierba, a la sombra del majestuoso alcanforero, y desde allí observar el terreno cubierto de verde hierba, las blancas figuras que estaban sobre él, dispuestas como si fueran a ejecutar una danza o a celebrar una ceremonia religiosa o ambas cosas, y las figuras que lo circundaban, unas vestidas de blanco, otras con chaquetas azules e incluso algunas con brillantes
sarongs
, pues los habitantes del lugar ya sentían por los tripulantes del
Cumberland
la misma simpatía que habían sentido por los soldados holandeses. Pero en ese momento llegó un mensajero con una nota del señor Wallis, en la que decía que lamentaba muchísimo importunar al doctor Maturin pero que su secretario estaba enfermo y como había que cifrar un informe muy importante antes de que llegara
La Flèche
, le agradecería infinitamente a su querido amigo que le echara una mano si estaba libre.
—No estoy libre, querido colega —dijo Stephen al llegar a la sucia oficina—. El equipo de mi barco está jugando un partido de críquet y tengo que participar en él, pero el capitán Moore dijo que batearía flojo una hora más o menos, aunque no sé cómo podrá estar… Bueno, no tiene importancia. Léalo usted
en clair
yyo lo cifraré. Veo que está usando la treinta y seis con doble vuelta.
Con voz monótona, muy despacio, Wallis leyó el informe, que hablaba de los sucios procedimientos utilizados por Mynheer van Buren en la corte del sultán de Tanjong Puding y de las medidas que el propio Wallis había tomado para contrarrestar su efecto, y concluía con una extensa relación de argumentos a favor y en contra de la ocupación británica de Java, considerada desde el punto de vista político. Stephen ignoraba que Wallis fuera un hombre de temperamento y que tuviera tan grandes sumas de dinero a su disposición.
—Ellos deben decidir si es ética o no —dijo Wallis—. Eso no es de mi incumbencia. ¿Le apetece un vaso de
negus
[7]
?
—Mucho —respondió Stephen—. Usar la treinta y seis con doble vuelta es un trabajo duro.
Sin embargo, su destino era no beberse el vaso de
negus.
—¡Señor! ¡Señor! —gritó un cadete del
Leopard
con la cara enrojecida, un joven de facciones muy hermosas apellidado Forshaw que siempre había sido amable con el doctor Maturin—. ¡Por fin le encuentro! ¡Le toca jugar! ¡Doudle ha sido eliminado! ¡Le toca jugar! El juego se ha interrumpido y el almirante me dijo que corriera a buscarle. Fui al hospital y luego a casa de
madame
Titine. Han tumbado nueve travesaños y nosotros sólo hemos hecho cuarenta y seis carreras… Estamos en una situación terrible, señor, terrible.
—Cálmese, señor Forshaw —dijo Stephen—, que no es más que un juego. Discúlpeme, Wallis. Ése es el partido del que le hablé.
—¿Cómo es posible que a los adultos se les ocurra jugar con un bate y una pelota con este calor? —dijo Wallis al cerrarse la puerta y se bebió el
negus
de Stephen—. No lo entiendo.
—Dese prisa, señor, por favor —dijo Forshaw—. El almirante va de un lado para otro y nosotros estamos en una situación espantosa. Cuidado con esa rama, señor. Han derribado nueve travesaños y sólo tenemos cuarenta y seis carreras. El señor Byron hizo cero, y Holles también.
—¿Cómo se le ocurrió pensar que yo estaba en casa de
madame
Titine, señor Forshaw? —preguntó Stephen—. No debe ir nunca allí.