—Es un tragafuegos, ¿eh?
—Le gustan las batallas, desde luego, pero también son su único medio de conseguir un ascenso, y por conseguirlo daría un brazo y una pierna, como lo hubiéramos dado nosotros cuando aún no habíamos sido nombrados capitanes de navío. Es un pobre hombre sin influencias y los años pasan…
—Mencionó usted a Richardson, señor —dijo Stephen, que había cogido el primer volumen de la
Histoire Générale
y observaba la cara redonda y sonriente del abate Prévost—. Hace unos meses me enteré de que el abate Prévost había traducido sus libros al francés y me pareció asombroso.
Entonces, mirando hacia Jack y haciendo una inclinación de cabeza, añadió:
—Me lo dijo una señora.
—También a mí me parece asombroso —dijo Yorke—. Nunca hubiera podido imaginar que tenía tiempo para ello además de escribir sus espléndidos libros y hacer tantos viajes. Richardson ha escrito miles y miles de páginas y traducirlo es un
travail de bénédictin
; pero, si mal no recuerdo, Prévost era benedictino, aunque su comportamiento variaba a veces. Con todo y con eso, ¿hay alguien más indicado para traducir
Clarissa Harlowe
que el autor de
Manon Lescaut
? ¡Qué conocimiento tan profundo de la mente que, sin embargo, no se conoce a sí misma! Usted ha leído a Richardson, ¿verdad, señor?
—No, señor. La dama de quien le hablé me animó a que lo hiciera y empecé el primer volumen de
Pamela
, pero el barco se estaba hundiendo y el capitán estaba alarmado e iba a pedirme consejo constantemente, así que me pareció que aquel no era un momento propicio para acometer semejante empresa.
—Indudablemente, para leer a Richardson hace falta mucho tiempo y calma, porque no es un autor fácil. Pero ahora dispone usted de tiempo, señor, dispone usted de meses de tranquilidad… Voy a tocar madera…
Absit ornen…
Serán meses sin preocupaciones porque sólo tendrá que atender a los pocos tripulantes del
Leopard
que hay a bordo, ya que a nosotros nos atenderá nuestro excelente cirujano, el joven señor McLean. Le animo a que empiece a leer
Pamela
de nuevo y luego continúe con
Clarissa
, pero no le recomiendo
Grandison
. Creo que incluso el conocimiento de la naturaleza humana que el doctor Maturin tiene podría ampliarse con los dos primeros. Por favor, llévese el primer volumen de
Pamela
. Está justo encima de su cabeza. Y cuando acabe venga a buscar los demás.
—Yo no he leído muchos libros —dijo Jack.
Sus amigos bajaron la vista y sonrieron.
—Quiero decir que nunca he terminado de leer las novelas y los cuentos. Una vez el almirante Burney, que entonces era el capitán Burney, me dio una novela que había escrito su hermana cuando veníamos de las Antillas escoltando un convoy, pero no pude terminar de leerla… Me pareció aburrida. Probablemente no supe apreciarla, igual que le ocurre a algunas personas con la música, ya que Burney pensaba que era muy buena y él es uno de los mejores marinos de la Armada. Navegó con Cook, y no se puede decir nada mejor en su favor.
—Esa es, de todas las cualidades, la que mejor capacita a un hombre para ser crítico literario —dijo Yorke—. ¿Cuál es el título del libro?
—No me acuerdo —respondió Jack—, pero era un libro pequeño. Estaba dividido en tres volúmenes, me parece, y sólo hablaba de amor. Todas las novelas que han pasado por mis manos eran novelas de amor, y han pasado muchas, pues a Sophie le encantan y yo le leía algunas páginas en voz alta mientras tejía, por las tardes. Todas eran novelas de amor.
—Por supuesto que lo eran —dijo Yorke—. ¿Qué otra cosa provoca la más profunda de las emociones y hace que nuestra sangre hierva, que nuestra vida sea feliz o trágica, según el caso, y que cada día sea como un año de vida? ¿Qué nos hace temblar cuando recibimos una carta? ¿Qué da sentido a nuestra vida? Indudablemente, cuando uno llega a lo que algunos llaman el final feliz puede encontrarlo absurdo y experimentar un placer sólo momentáneo, pero el objetivo de las novelas, en general, es llegar a él. Además, ¿qué otra cosa mueve el mundo?
—Bueno, no tengo nada en contra de que el mundo se mueva —dijo Jack—, sino que, por el contrario, estoy a favor de ello. Pero por lo que se refiere a cosas que provocan emociones muy profundas, ¿qué me dices de cazar o jugar haciendo grandes apuestas? ¿Qué me dices de la guerra y de tomar parte en una batalla?
—Vamos, Aubrey, tienes que haber notado que el amor es como la guerra, tienes que haber visto la analogía que hay entre ambas cosas. En cuanto a cazar y jugar haciendo grandes apuestas, la relación es obvia: en el amor uno persigue a su presa y si cree que merece la pena capturarla, arriesga muchas cosas. ¿No le parece, doctor?
—Por supuesto. Tiene usted mucha razón.
Intermissa, Venus diu, rursus bella moves
. Sin embargo, tal vez la guerra sea capaz de provocar emociones más profundas, pues fomenta la camaradería, la idea de que es necesario el esfuerzo conjunto, la desinteresada entrega y el patriotismo. Y en ella el objetivo es la gloria, no una tibia cama, y se arriesga mucho más, porque la derrota suele ir acompañada del aniquilamiento. Pero ¿cómo es posible plasmar todo eso en un libro? En el juego amoroso entre un hombre y una mujer, las cosas ocurren unas tras otras y pueden describirse a medida que suceden, mientras que en una batalla pasan muchas cosas a la vez, tantas que incluso el escritor más hábil se desesperaría al tratar de darle a semejante confusión la apariencia de una sucesión de acontecimientos. Por ejemplo, nunca he oído dos relatos de la batalla de Trafalgar que coincidan en todos los detalles.
—A propósito, tú estuviste en Trafalgar, Yorke —dijo Jack, que sabía que si no cortaba a Stephen y desviaba la conversación, éste podría seguir hablando de lo mismo durante horas y horas—. Por favor, cuéntanos qué pasó.
Entonces se volvió hacia Stephen y dijo:
—El capitán Yorke era el segundo de a bordo en el
Orion
, uno de los barcos de línea, ¿sabes?
—Bueno, como sabes, estaba a cargo de los cañones de la cubierta inferior —dijo Yorke—, y por eso no pude ver mucho después que empezó la diversión, así que me temo que mi relato diferirá de los que el doctor Maturin ha oído hasta ahora. Pero hasta entonces pude verlo todo muy bien, ya que nuestro barco fue el que más tardó en hacer fuego de toda la escuadra y el capitán Codrington nos dijo que subiéramos para que viéramos mejor. El
Orion
estaba en la retaguardia de la división de barlovento, en el noveno puesto de la línea, con el
Agamemnon
delante y el
Minotaur
detrás, y cuando viramos pude ver claramente la división de Collingwood y una parte de la línea formada por los barcos enemigos, desde
Bucentaure
hasta
San Juan de Nepomuceno
. Estaban situados así… —Entonces colocó varios trozos de galleta y continuó—: y las fragatas estaban así… No, es mejor que traiga una caja de mondadientes y los parta por la mitad para representar las fragatas.
Dos gorgojos salieron de los trozos de galleta.
—¿Ves esos gorgojos, Stephen? —preguntó Jack muy serio.
—Sí.
—¿Cuál de los dos escogerías?
—No hay ni la más mínima diferencia entre ellos.
Arcades ambo
. Son de la misma especie, así que no hay motivo para elegir uno.
—Pero supongamos que tienes que escoger uno.
—Pues escogería el de la derecha porque parece más ancho y más largo.
—Te has equivocado —dijo Jack—. Has cometido un grave error. ¿No sabes que en la Armada tienes que escoger siempre el gorgojo más pequeño? ¡Ja, ja, ja!
* * *
—Me agrada tu amigo —dijo Stephen al reunirse de nuevo con Jack después de una rápida visita a la bodega de proa, donde había encontrado a todos los tripulantes del
Leopard
sentados entre los especímenes perfectamente colocados y conversando amigablemente.
—Estaba seguro de que te agradaría. No hay en toda la Armada un hombre más bondadoso que Charles Yorke. Fue a visitar a Sophie cuando iba a embarcarse, ¿sabes?, a pesar de que tenía que desviarse bastante de su camino y tenía mucha prisa porque debía llevar despachos urgentes, con el único propósito de darme noticias de ella en caso de que hubiera sobrevivido, lo cual era una remota posibilidad. ¡Pero ella sabía que estábamos a salvo! ¿No te asombra eso, Stephen?
—Sí, pero sabía que habías recibido una agradable noticia, pues estabas muy animado, hablabas por los codos y te reíste mucho de un par de frases con poca gracia. Dime, ¿cómo lo supo?
Jack vaciló y, después de unos momentos, con un tono muy extraño, totalmente distinto al que había usado antes, dijo:
—Diana se lo dijo.
—¿Diana Villiers?
—Sí. Espero no haberte lastimado, Stephen, pero pensé que era mejor ser franco.
—¡Oh, no, amigo mío! Me alegro de saberlo y de tener noticias suyas. ¿Puedes darme más detalles?
—Bueno, parece que esa tal señora Wogan que se escapó de Desolación con Herapath conocía a Diana y cuando regresó a Estados Unidos le contó sus aventuras y le habló de nosotros y del choque con la montaña de hielo, la partida de los botes, el desembarco en Desolación, la llegada del ballenero, las condiciones en que se encontraba el barco y otras cosas. Como Diana se imaginaba cuál era la situación en casa porque hacía tiempo que no había noticias de nosotros, se sentó a escribirle a Sophie sin perder un minuto y le dijo en la carta que todo iba bien. Su acción me parece laudable, teniendo en cuenta todo lo que ha pasado. Y Sophie piensa lo mismo y jura que no volverá a decir nada desagradable de ella… Quiero decir que también Sophie considera que su acción es laudable…
Entonces, dándose palmaditas en el bolsillo, añadió:
—Aquí tengo su relato. Sólo tuvo tiempo de hacer unos cuantos garabatos mientras Yorke esperaba, pero expresan su gran alegría y su cariño. También te manda un cariñoso saludo a ti, Stephen, y desea que vuelvas sano y salvo a Inglaterra.
«Cariño mío», escribió Jack en la carta que continuaba escribiendo día a día, una carta que ya era casi como un libro porque, a menos que él estuviera en una batalla o su barco se estuviera hundiendo, no se iba a dormir sin añadirle algo, y porque no había podido mandar ni siquiera una parte de ella desde los días ya lejanos que había pasado en Port Jackson. Y ahora la carta era inútil porque, si todo iba bien, él sería su propio cartero.
Cariño mío:
Esta mañana recibí tu cariñosa carta de manos del bondadoso Yorke, junto con las medias, que me vinieron muy bien. Nada podía haberme producido mayor alegría que saber que los niños y tú estáis bien y que no te habías atormentado al enterarte de lo que le ocurrió a los botes y al oír los rumores que corrieron cuando Grant llegó a El Cabo en la lancha. Diana fue muy amable y muy considerada al escribir tan pronto. La había juzgado mal. Reconozco que tiene un corazón noble y siempre la apreciaré por ello. Le conté todo a Stephen enseguida y dijo que no le sorprendía que hiciera algo así porque era una criatura bondadosa que no guardaba rencor. Él está muy animado, mucho más animado de lo que ha estado durante años. Pasó en tierra unos días espléndidos —de acuerdo con sus gustos—, tanto en Desolación como en Botany Bay y otros lugares de Nueva Holanda donde hicimos escala, y llenó el Leopard de animales realmente curiosos. Pero el Leopard ya no es mío. En la inspección se llegó a la conclusión de que no podía llevar más que unos pocos cañones de seis o nueve libras si no era reconstruido, así que será un simple transporte. Puesto que me han asignado la Acasta, regresaré a Inglaterra tan rápido como La Flèche pueda navegar, junto con Stephen, Babbington, Byron, los guardiamarinas que me quedaban, Bonden y Killick. Te reirías si vieras a Killick cuidando a Stephen. Le cuida desde que el sirviente de Stephen —un imbécil— se fue en uno de los botes. Stephen no quiere que le cuiden, pero Killick está convencido de que ese es su deber y le cose los botones, le lava y le zurce sus dos camisas y media, le plancha las corbatas, le cepilla la única chaqueta decente que tiene y le obliga a afeitarse por lo menos una vez a la semana porque le echa una regañina con su habitual tono áspero, extralimitándose a veces. Le trata como una gallina a un polluelo díscolo. Logró que fuera presentable a la cena de Yorke hoy y le está haciendo una peluca con filástica rizada al calor del fuego de la cocina porque cree que ese es el tipo de peluca que debe usar un doctor. Tal vez sea mejor que ese horrible casco con poco pelo que ha soportado tantas tormentas y se ha manchado con huevos rotos y moho. Yorke nos ofreció una cena estupenda: búfalo asado, un par de patos y pastel de jamón. Él y Stephen simpatizaron mucho, tal como esperaba. La gente podrá decir que Yorke no es un gran marino, pero es un hombre muy bueno y puede beberse dos botellas y permanecer sobrio. Además, tiene como primer oficial a un marino excelente, el señor Warner, que hace navegar el barco a gran velocidad, casi tan rápido como me gustaría que recorriera las quince mil millas que nos separan. Creo que mañana a mediodía quedarán por recorrer doscientas cincuenta menos, porque ya hemos perdido de vista la costa y hemos tomado el monzón y Warner está en cubierta a todas horas, arriando o desplegando el foque, mojando las juanetes y las sobrejuanetes y haciendo danzar las vergas del palo trinquete como si estuviéramos persiguiendo un cargamento de oro. La Flèche es un barco con excelentes características para la navegación, como muchas otras corbetas francesas de cubierta corrida, pero Warner saca más partido de ellas de lo que podía imaginarme. Seguramente ha convencido a Yorke de que inclinara los mástiles un poco más de lo que sería conveniente, pero es un marino experto y ahora hace navegar el barco a once nudos y una braza. Es una lástima que él y Stephen hayan reñido, pero así ocurrió. Discutieron antes de la cena y, además, un animal peludo que parece una mezcla de oso y mono se comportó mal en el alcázar. Por otra parte, hay una norma que prohíbe fumar en cualquier lugar del barco excepto en la cocina y Warner la mencionó. La norma es beneficiosa, pero él debería haber tenido más tacto al hacerla respetar. No obstante eso, todavía nos quedan por recorrer miles de millas, y puesto que navegaremos sin dificultad (eso espero) y todos están de buen humor porque vamos de regreso a Inglaterra, no hay duda de que llegarán a simpatizar antes de que echemos el ancla. En la cena se me ocurrieron frases muy ingeniosas, porque tu carta me hizo el mismo efecto que el vino y porque también había vino allí.