Episodios de una guerra (30 page)

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Authors: Patrick O'Brian

Tags: #Aventuras, Histórico

BOOK: Episodios de una guerra
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—¿Dónde está el doctor? —inquirió cuando le llevaron el desayuno.

—Seguro que todavía está durmiendo —respondió Bridey—. Y le dejaremos dormir porque ayer hizo una operación tremendamente larga y difícil y está destrozado.

Stephen dormía todavía cuando el señor Evans fue a visitar a Jack con un amigo.

—No voy a sentarme, pues el doctor Choate dice que no se le permiten visitas —dijo el señor Evans—. Sin embargo, no he podido renunciar a subir con el capitán Lawrence, aunque fuera cinco minutos, porque tiene un mensaje para usted. Permítame que le presente al capitán Lawrence, ex capitán de la
Hornet
y actual capitán de la
Chesapeake
. El capitán Aubrey, de la Armada real.

Los capitanes expresaron su satisfacción, pero no se notaba mucha en la cara de Lawrence, cuyo gesto traslucía una gran turbación, y la palabra
Hornet
habíaborrado la alegría de la de Jack. No obstante, Jack aparentó tomar una actitud cordial y, a pesar de sus protestas, pidió que trajeran café y galletas y miró a Lawrence sonriendo. Lawrence le inspiraba simpatía. Era un hombre robusto y de cara ancha y vestía una chaqueta blanca. Parecía un hombre modesto y bien educado y, obviamente, era un buen marino. Lawrence le devolvió la sonrisa, que demostraba que la simpatía era mutua a pesar de que estaban en una situación embarazosa, y dijo:

—Hace poco tuve el placer de conocer al teniente Mowett, de la Armada real, y me rogó encarecidamente que le visitara y le saludara, le preguntara cómo estaba en nombre suyo y le dijera que él se estaba recuperando en un hospital en Nueva York.

Mowett había navegado con Jack hacía muchos años, cuando era guardiamarina, y Lawrence le había conocido tras la sangrienta batalla en la que la
Hornet
había hundido la
Peacock
. Al joven se le habían roto tres costillas por el impacto de un trozo de madera que se había desprendido de la borda de la
Peacock
. Mientras hablaban de él, Jack comprendió que ambos se habían hecho amigos durante el largo viaje que habían realizado juntos desde el río Demerara y que Lawrence había sido amable con el teniente herido, y puesto que le tenía un gran afecto a Mowett, sintió gratitud hacia el capitán.

Pasaron los cinco minutos, pasaron otros cinco y trajeron otra cafetera, y finalmente el doctor Choate entró en la habitación y les hizo salir. Jack volvió a mirar por el telescopio, Evans regresó a la desmantelada
Constitution
y Lawrence a la
Chesapeake
.

El día siguió siendo luminoso. Ya había pasado la mañana y parte de la tarde cuando Stephen apareció por fin, todavía adormilado y aturdido.

—Tienes mucho mejor aspecto, Jack —dijo.

—Sí, y también me siento mejor. La
Shannon
se asomó al puerto esta mañana, descubrió que los pájaros habían volado, bueno, todos menos la
Chesapeake
, y…

—¿Has oído eso? —preguntó Stephen, acercándose a la ventana.

—¿El canto triste de ese pájaro?

—Es una paloma rabuda. Ahí va… Soñaba con verla. Discúlpame, Jack, pero tengo que irme porque Diana me ha invitado a comer con Johnson y Louisa Wogan.

—Espero… espero que Diana esté bien.

—Estupendamente, gracias —dijo Stephen—. Me preguntó por ti con mucho interés.

Entonces hubo una pausa, pero Stephen no añadió nada y Jack, después de esperar un tiempo para estar seguro de que ya no iba a decir nada más, preguntó:

—¿Quieres mi navaja de afeitar? La he afilado tanto esta mañana que puede cortar un pelo en cuatro.

—¡Oh, no! —respondió Stephen, pasándose la mano por la barba poco crecida—. Así estoy bien. Me afeité ayer o anteayer.

—Pero has olvidado cambiarte la camisa. Tiene manchas de sangre en el cuello y los puños.

—No importa. Me pondré la chaqueta encima. La chaqueta está limpia porque me la quité antes de hacer la operación. Por cierto, fue una operación difícil.

—Stephen —dijo Jack con tono afectuoso—, ¿tendrías la bondad de complacerme aunque fuera una vez? Me disgustaría mucho que uno de mis oficiales fuera desaliñado a una comida en una ciudad enemiga. Podrían pensar que está derrotado y que no siente orgullo de pertenecer a la Armada real.

—Está bien —dijo Stephen y cogió la navaja.

Después de afeitarse, peinarse y cambiarse de ropa, atravesó la ciudad apresuradamente. El aire cortante le despejó la mente, y cuando llegó al hotel la tenía muy clara. Llegó temprano y sintió un gran alivio al saberlo, pues se había llevado un susto al ver la hora en un reloj presbiteriano, que marcaba el tiempo de manera completamente diferente a los demás relojes de Boston. En realidad había llegado muy temprano, tan temprano que nadie estaba listo para recibirle. La gigantesca esclava le dijo que todavía se estaban arreglando y le hizo pasar a una sala vacía.

Durante un rato estuvo mirando las pinturas de Johnson: el águila de cabeza blanca, el paro de Carolina, su vieja amiga la cigüeñuela cuellinegro… Luego salió al balcón por si podía ver en la calle otro reloj. (Ni Jack ni él tenían reloj.) Había uno a cierta distancia, pero quedaba oculto por un grupo de trabajadores que estaban en la esquina del balcón subiendo cal y arena para hacer una reparación. Después de estar algún tiempo estirando el cuello, desistió de su propósito. ¿Qué importaba el tiempo, después de todo? Desde una ventana situada al otro lado del balcón, por la cual asomaba una cortina agitada por el viento, llegó hasta él la voz de Diana, muy alta y con aquel tono de reproche que conocía tan bien. Le estaba echando un rapapolvo a Johnson. Si Stephen se hubiera comportado como un caballero, se habría alejado, pero no tenía ganas de comportarse como un caballero. Un momento más tarde oyó a Johnson gritar:

—¡Por Dios, Diana, gritas como una verdulera!

Y después de ese grito en un tono crispado, oyó un portazo.

Stephen retrocedió sigilosamente y volvió a entrar en la sala. Estaba observando el aura cuando Johnson entró y, aparentemente sereno, le saludó cordialmente. Entonces pensó: «Por lo que veo, disimula usted muy bien, señor». Y luego, en voz alta, dijo:

—Sin duda, este hombre es muy hábil. No ha pintado el ave real, pues al ave no se le distinguen con tanta claridad los miembros, lo que ha pintado es la idea platónica de ella, el arquetipo del aura.

—Exactamente —dijo Johnson.

Siguieron hablando del aura y luego hablaron del águila de cabeza blanca y Johnson dijo que esperaba ver uno de sus nidos el domingo, en las tierras de un amigo suyo del estado de Maine. Entonces llegaron la señora Wogan y Michael Herapath y en el mismo momento Diana entró por otra puerta. Stephen observó que a pesar de que Wogan se había vestido con mucha elegancia, Diana la superaba. Diana tenía puesto un vestido azul claro recién traído de París y al lado de éste, el vestido bostoniano de Wogan parecía recatado y provinciano. Además, en torno al cuello tenía una
rivière
de diamantes de color blanco azulado con uno de enorme tamaño en el centro. Rara vez Stephen había visto diamantes así.

Ya antes de que se sentaran a la mesa, Stephen advirtió que había rencillas entre Villiers y Wogan y también entre Villiers y Johnson. Y cuando comían la sopa, una maravillosa
bisque de homard
, se dio cuenta de que Johnson y Louisa tenían relaciones amorosas. Hacían todo lo que podían por ocultarlo, pero a veces se trataban con demasiada formalidad y otras con demasiada confianza, dando siempre una nota falsa. Stephen estaba en una posición muy apropiada para observarles. La mesa era rectangular y él estaba en el medio de uno de los lados más largos, Diana y Johnson estaban sentados cada uno en un extremo y Herapath y Wogan se encontraban frente a él. Wogan estaba sentada a la derecha de Johnson, y por la postura aparentemente incómoda de éste, Stephen estaba seguro de que le estaba apretando el muslo, y por la mirada alegre y la expresión complacida de Wogan, le parecía que a ella no le disgustaba.

Stephen solía permanecer callado durante las comidas y Diana sabía eso desde hacía mucho tiempo, así que mientras tomaban la sopa y el plato que le siguió, dedicó todos sus esfuerzos a ser amable con Herapath. Stephen sabía que ella apenas conocía a Herapath y le sorprendió que le hablara con tanta confianza y que bromeara con él y, sobre todo, que le contara una anécdota irrelevante, un relato aburrido e indecente. Herapath también estaba sorprendido, pero era una persona bien educada y lo ocultaba respondiendo casi de la misma manera, en la medida en que se lo permitían su habilidad y sus costumbres. No llegó demasiado lejos durante la primera parte de la comida, pero como ella le llenaba constantemente el vaso de vino, cuando sirvieron el rodaballo, empezó a hacer un relato del mismo tipo, el único de ese tipo que recordaba. Sin embargo, cuando iba por la mitad, le pareció que el final era escabroso, que estaba al borde de lo inmoral, y, mirando con angustia a Stephen, concluyó con un final soso pero decente. Eso le desanimó y no dijo nada más. Y como ahora los dos invitados que Diana tenía más cerca estaban en silencio, tenía que ocuparse de distraerlos. No perdió la serenidad ni por un momento. Les hizo un relato minucioso de un viaje que había hecho a Nueva Orleans y mientras tanto les llenaba los vasos una y otra vez, y Stephen observó que ella no se aprovechaba de su posición sino que bebía al mismo ritmo que ellos. El relato no era muy interesante ni divertido, pero al menos hacía parecer que había cierta animación en el extremo de la mesa donde ella estaba sentada en vez de un molesto silencio. Era obvio que estaba acostumbrada a distraer a un grupo durante una larga comida, y por sus temas de conversación y la forma en que la llevaba, parecía que esos grupos solían estar compuestos por hombres de negocios y políticos, hombres de negocios y políticos vulgares. ¿Dónde estaban su espontaneidad, su ingenio, su mordacidad, su facilidad para responder a una frase mal intencionada, su capacidad de adaptarse perfectamente a sus acompañantes? ¿Se limitaría ahora a contar anécdotas y repetir lugares comunes aunque él y Herapath no eran políticos? Por otra parte, había adquirido un ligero acento norteamericano que desentonaba con su estilo. Pero, ¿realmente había poseído Diana esas excelentes características cuya ausencia él lamentaba o éstas sólo habían existido en su mente porque estaba obcecado por el amor? Sin duda, las había poseído. Su mente estaba llena de recuerdos que eran pruebas objetivas de ello, y aunque eso no fuera así, la apariencia física de Diana era una prueba convincente. Pensaba, recordando con tristeza su propio rostro, que el rostro de una persona era, hasta cierto punto, una creación de la mente que estaba tras él, y el de Diana aún reflejaba el ímpetu y la viveza que él había conocido.

Le parecía que ella había pasado los últimos años rodeada de hombres principalmente y que sólo había tenido contacto con algunas mujeres como Louisa Wogan. Hablaba como hablaban entre sí los hombres ricos entregados con exceso a los placeres y las diversiones. Stephen se dijo: «Ha olvidado la diferencia entre lo que se puede y lo que no se puede decir. Cuando haya pasado unos cuantos años más con esas compañías, ya no tendrá reparo en tirarse pedos». Estaba pensando en lo sutil que era la línea que separaba la viveza y el descaro cuando trajeron otra botella de vino y Diana, muy irritada por una indiscreción de Johnson y Louisa, gritó:

—¡Dios mío! ¡Este vino sabe a corcho! ¡A la verdad, Johnson, deberías darle a tus invitados algo que pudieran beber!

El mayordomo negro, con una expresión preocupada, llevó un vaso de vino hasta el otro extremo de la mesa. Silencio. Y por fin, con fingida dulzura, fue pronunciado el veredicto:

—Por supuesto que no, cariño. A mí me parece muy bueno. Dale un vaso al doctor Maturin. ¿Qué le parece, señor?

—No entiendo mucho de vinos —dijo Stephen—, pero he oído que algunas veces la porción que está junto al corcho tiene mal sabor y, sin embargo, el resto de la botella es excelente. Quizá sea así en este caso.

Era un recurso poco eficaz, pero lo suficiente para quienes deseaban evitar un
éclat
. La botella fue reemplazada por otra y la conversación se generalizó. Herapath intervino en ella haciendo comentarios sobre los inevitables retrasos en la impresión de los libros. Poco después él y Louisa empezaron a hablar de la publicación de su libro y Stephen sintió una gran satisfacción al notar el entusiasmo con que ella hablaba del tipo de letra en que se iba a imprimir y el tamaño y la calidad del papel. Sin duda, ella sentía cariño por Herapath, pero se parecía más al cariño de una hermana que al de una amante, era como el de la hermana de un faraón.

Stephen también pensó que debía cumplir con las normas sociales. Cuando sirvieron el asado, les habló a Diana y a Herapath del viaje en el cúter después que
La Flèche
se había quemado y les contó que habían sentido un profundo odio por un navío que había pasado sin verles. También les habló de sus insaciables deseos de comer galletas cuando fueron recogidos por fin por la desafortunada
Java.

—Entre el desayuno y la comida —dijo—, el capitán Aubrey llegó a comerse tres libras y bebía un sorbo de agua cada vez que comía ocho onzas. Yo seguía su mismo ritmo y alababa la suavidad de las galletas y compadecía a Lúculo por no haber probado galletas de barco como aquellas, que todavía no estaban plagadas de gorgojos, pues la
Java
había zarpado hacía ocho semanas nada más.

Diana le preguntó por el estado de salud de Jack. Él le respondió y ella, en una momentánea pausa, dijo:

—Por favor, acuérdate de darle un abrazo cariñoso de mi parte.

Para sorpresa de Stephen, Johnson se enderezó, probablemente separándose a la vez de Wogan, y con una voz con la que intentaba encubrir, sin mucho éxito, su gran disgusto, preguntó:

—¿Quién es ese caballero al que le envías un abrazo cariñoso?

—El capitán Aubrey —dijo Diana, irguiendo la cabeza con aquel gesto brusco y gracioso a la vez que él conocía tan bien—. Un distinguido oficial de la Armada real.

Pero entonces trató de relajar la tensión y, suavizando la voz, añadió:

—Es primo mío. Está casado con mi prima, Sophie Williams.

—¡Ah, el capitán Aubrey! —exclamó Johnson—. Casualmente, tengo que ir a visitarle esta tarde.

La comida llegó a su fin. Diana y Louisa Wogan se retiraron, y mientras Stephen les sujetaba la puerta para que pasaran pensó: «Me pregunto si les gusta estar juntas». Los hombres permanecieron sentados a la mesa un rato, hablando de una recaudación de dinero para ayudar a los moscovitas, a los cuales les habían quemado su ciudad, y de la actitud del rey de Prusia.

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