—Muy bien, gracias. La niña nació durante una horrible tempestad, mientras dábamos bandazos de un lado a otro frente al cabo de Hornos. Los marineros estaban horrorizados y se quedaron en la cubierta a pesar de que el tiempo era espantoso, pero Herapath lo hizo todo muy bien. Después el viaje fue muy agradable y desde Río de Janeiro navegamos a gran velocidad y la niña se portó muy bien. ¡Cuando nació ya tenía largos rizos negros!
—¿Y el señor Herapath?
—Está muy bien, pero no se atrevía a venir a verle y se quedó en casa con Caroline. Pero venga conmigo, no podemos hablar aquí. Luego le volveré a traer. Le dejan salir, ¿verdad?
Stephen asintió con la cabeza.
—Entonces dígale a alguien que le alcance su abrigo —continuó—. Afuera hace un frío espantoso y el viento es cortante.
—No tengo abrigo. Nos van a canjear dentro de poco, así que no merecía la pena comprarlo para tan corto tiempo. Además, el frío no me afecta. El capitán Aubrey me ha encargado que le presente sus respetos y que le diga que siente mucho no haber podido presentárselos personalmente.
—¡Ah, el capitán…! —dijo la señora Wogan.
Por su tono, Stephen comprendió que ella sólo había ido a visitar al doctor Maturin. Entonces pensó que las condiciones en que la señora Wogan había estado prisionera en el
Leopard
tal vez no habían hecho posible que se diera cuenta de la íntima amistad que existía entre ellos. Pero ella rectificó enseguida y preguntó cortésmente cómo estaba el capitán Aubrey y le deseó una pronta recuperación.
Al llegar al vestíbulo de entrada, el portero salió de su caseta para abrirles la puerta. Era un indio alto y grueso que vestía a la europea, una de las pocas caras que no eran sonrientes en la Asclepia. Parecía una estatua, pues nunca hablaba ni su expresión grave cambiaba. Stephen le saludó amablemente con un «¡Uf!», pero, como siempre, no obtuvo respuesta ni notó ningún cambio en su expresión. Sin embargo, por primera vez vio la palanca con que se controlaba la apertura de la puerta y pensó que aquel sistema era muy simple pero que tal vez bastaba para mantener encerrados a los locos.
La primavera había llegado a Boston, una primavera que era realmente virulenta. Al atravesar el terreno comunal, Maturin y Wogan sintieron el viento helado que soplaba desde Cambridge y arrastraba trozos de hojas verdes que se depositaban sobre el barro casi helado y aunque no lo notaron, todos los norteamericanos que se cruzaron con ellos en el camino, ya fueran indios, negros o blancos, tenían catarros muy fuertes. Estaban inmersos en un mar de recuerdos: su viaje, las bufandas y las medias que ella le había tejido, la batalla, la desesperación porque el barco estaba a punto de hundirse, el refugio en la fría isla Desolación, las pieles de foca, la suerte de tener por fin calor y alimentos, la llegada del ballenero norteamericano en el cual Wogan y Herapath se habían escapado… Ella preguntó por el señor Byron y también por el señor Babbington y su querido perro. Desgraciadamente, al perro se lo habían comido los nativos de las islas Tonga, pero se lo habían cambiado por una doncella. Luego preguntó qué suerte habían corrido la gitana y su hijita y Peggy. La gitana había encontrado a su esposo en Botany Bay y la otra un montón de amantes, porque había escasez de mujeres allí. Mientras conversaban, Stephen observó que la señora Wogan le hablaba sin reservas. Le hablaba como a un viejo amigo, con la misma confianza y la misma sinceridad que en el
Leopard
o incluso más, como si los lazos de amistad entre ellos se hubieran estrechado con el tiempo. A él le complacía, porque verdaderamente simpatizaba con Wogan, admiraba su valor, le gustaba su conversación y le parecía una compañía agradable. Sin embargo, estaba sorprendido de ello, pues Wogan era una espía, aunque no muy buena, y él la había «llenado hasta el tope», como decían los marineros, de falsa información que podía tener un efecto letal, y su estratagema, según tenía entendido, había tenido buenos resultados: el descrédito y la muerte de numerosos espías. A pesar de todo eso, ella estaba allí a su lado, cogida de su brazo, aparentemente sin resentimiento. Más tarde, en parte por lo que a ella se le escapó y en parte por lo que no dijo, Stephen llegó a la conclusión de que le consideraba inocente. Tal vez pensaba que él había sido un simple instrumento en manos de Jack Aubrey, un hombre que seguía los pasos de Maquiavelo o tal vez Herapath, tan débil e indeciso, nunca le había dicho que aquellos documentos habían llegado a sus manos a través de Stephen Maturin.
—¡Cuidado! —gritó ella, apartándole de las ruedas de una narria—. Tiene que tener cuidado, amigo mío, y tratar de ir siempre por la acera.
Volvieron a hablar de su estancia en Desolación y de aquel importante periodo de tiempo en el cual el ballenero se preparaba para zarpar. Ella, tan alegre como entonces y con toda sinceridad le contó qué preparativos había hecho para marcharse.
—Estuve a punto de decírselo —dijo—. Estaba segura de que a usted no le importaría porque era irlandés, un defensor de la libertad y amigo de Estados Unidos. ¿No se lo imaginó cuando le enseñé los pantalones de marinero que había conseguido? ¿Me habría ayudado si lo hubiera sabido?
—Creo que sí, amiga mía.
—Estaba segura —dijo ella, apretándole el brazo—. Cuando se lo dije a Herapath, armó un escándalo. Me habló del honor y esas cosas, ¿sabe? Sobre todo le preocupaba que le debía dinero a usted. Yo sabía que los norteños adoraban el dólar, pero nunca creí que alguien pudiera armar tanto jaleo por una pequeña cantidad de dinero. En el sur las cosas son muy diferentes, desde luego. Tuve que gritar como una verdulera para hacerle cambiar de opinión. ¡Oh, Dios mío!
Al recordar lo ocurrido, empezó a reírse con aquella risa contagiosa que a Stephen le gustaba tanto y la gente que iba por la calle se volvía hacia ella sonriendo. Hizo una pausa, se rió de nuevo unos instantes y luego dijo:
—No me dijo que conocía a Diana Villiers.
—Usted no me lo preguntó —dijo Stephen—. Al parecer, también usted la conoce.
—¡Claro que sí! —dijo la señora Wogan—. La conozco desde hace siglos. Somos íntimas amigas y la quiero mucho. Estuvimos juntas en Londres. Como usted seguramente sabrá, es la amante de Harry Johnson, a quien conozco muy bien porque los dos somos de Maryland. Llegarán a Boston el miércoles. Me gustaría que conociera a Harry Johnson. A él también le gustan las aves. Cuando logré regresar a Estados Unidos, les hablé de usted y Diana exclamó: «¡Pero si ese es mi amigo Maturin!». Y Harry Johnson dijo: «Debe de ser el mismo Maturin que publicó un estudio sobre los alcatraces». Se llaman alcatraces, ¿verdad?
Pasaron frente al hotel O'Reilly y dos oficiales británicos que conocían a Stephen le miraron con evidente envidia. Les saludaron y la señora Wogan les sonrió.
—Pobrecillos —dijo la señora Wogan—. Es horrible ser un prisionero. Le diré a la señora Adams que les invite a su casa.
—A usted no le disgustan los ingleses sino su gobierno, ¿verdad?
—Así es —respondió la señora Wogan—. Aunque, por supuesto, odio a algunos ingleses, lo que realmente detesto es su gobierno, y me atrevo a asegurar que a usted le ocurre lo mismo. ¿Sabe que colgaron a Charles Pole, aquel amigo mío del Ministerio de Asuntos Exteriores de quien le hablé hace tiempo? Fue un acto cobarde y despreciable… Podrían haberle matado de un tiro. Ya llegamos.
Entonces le condujo por una calle llena de barro donde se alzaban pequeñas casas de ladrillo y un montón de perros flacos husmeaban por las zanjas de las orillas.
—¿Verdad que vivimos en un lugar miserable? Esto es lo mejor que el pobre Herapath puede tener por ahora.
El pobre Herapath estaba esperando por ellos en una habitación con muy pocos muebles, de aspecto casi tan miserable como la calle y llena de humo. Saludó a Stephen con una mezcla de vergüenza y afecto, sin atreverse a tenderle su mano y entonces Stephen se la estrechó. Parecía haber envejecido desde que se habían separado en la isla Desolación y estaba tan pálido que Stephen suponía que había vuelto a fumar opio. Pero era el mismo Herapath de siempre y cuando Louisa fue a buscar a la niña, le enseñó a Stephen su traducción de una obra de Li Po con tanto orgullo que le recordó los días en que hablaban en la enfermería del
Leopard.
La niña era un ejemplar corriente de su especie. Probablemente era tranquila en el fondo, pero ahora estaba furiosa porque no le habían dado de comer. Y mientras sus padres discutían sobre ese asunto, como era lógico, alzando la voz muy por encima de su volumen normal, chillaba con todas sus fuerzas. Stephen observó su cara enrojecida y cómo se reflejaban en ella la pena y la rabia, a veces una tras otra y a veces mezcladas, y se reprochó haber deseado que no naciera nunca. Advirtió que Herapath era menos torpe para coger la niña en brazos y que ella le prestaba más atención a su padre que a su madre. Por fin, después de los usuales halagos, que dijo casi gritando, se llevaron a la niña y Herapath dijo:
—Doctor Maturin, estoy muy apenado por haberme marchado sin pagar mi deuda.
—Nada de eso —dijo Stephen—. Me apropié de sus pertenencias y le vendí sus uniformes a Byron, que estaba desnudo y tenía su talla más o menos. Salí ganando.
—Me alegra saberlo. Me remordía la conciencia porque después de tantas atenciones…
—Dígame, Herapath, ¿emplea todo su tiempo traduciendo a Li Po? Esperaba que estudiara medicina cuando regresara. Realmente tiene usted aptitudes para la medicina.
—Estudiaría si tuviera los medios para hacerlo. A la verdad, he leído a Galeno y todos los libros de medicina que he podido conseguir. Pero espero que cuando se publique mi traducción, las ganancias que obtenga me permitan volver a Harvard y graduarme como médico. Tengo muchas esperanzas, porque Louisa tiene un amigo sureño, un amigo de la infancia, que se ha asociado con un editor de Filadelfia y, por lo que ha dicho, creo que todo saldrá bien. Es probable que el libro se publique en formato cuarto el año que viene y si la demanda es lo bastante grande, se hará después una edición en formato octavo. Mientras tanto vivimos gracias a la ayuda económica que recibo de mi bondadoso padre, pero si él…
Entonces Herapath se interrumpió, tosió y luego continuó: —Mi padre me ha encargado que le presente sus respetos y espera que le haga el honor de comer con él mañana.
—Con mucho gusto iré a visitarle —dijo Stephen, poniéndose de pie porque la señora Wogan había regresado, seguida de dos negritos y una negra sucia y desarreglada que traía en una bandeja la tetera y tazas mugrientas.
—Espero que le guste —dijo la señora Wogan, mirando ansiosa hacia la tetera—. Sally prepara mejor el julepe de menta que el café.
Una vez Stephen se había perdido en una isla rocosa del Atlántico Sur y lo único que tenía para beber era el agua de lluvia caliente que había en los hoyos llenos de guano. Esa agua era más desagradable que el té de la señora Wogan, pero un poquito nada más. Su sabor amargo le acompañó durante todo el día, aunque él había tratado de contrarrestarlo comiendo montones de trozos de una sustancia amorfa y gris que decían que era bizcocho de maíz, un dulce típico del sur.
Se dio cuenta de ello al otro día por la mañana, al despertarse. Y todavía recordaba aquel extraño sabor a resina mezclada con melaza y verdín cuando Herapath llegó a la Asclepia para recogerle.
—¿Cree usted que debería presentarle mis respetos al capitán Aubrey, señor? —preguntó con tono preocupado.
—No —respondió Stephen—. Pensará que es su deber colgarle por haberse escapado del
Leopard
y se excitará mucho y eso puede ser muy perjudicial para él, ya que todavía está muy débil. Precisamente, acabo de pedirle al doctor Choate que no permita que reciba visitas, sobre todo esos hombres del Departamento de Marina que el otro día le disgustaron tanto.
El Departamento de Marina había disgustado a Jack, pero no mucho, no tanto como la victoria frente a la desembocadura del río Demerara. No tanto como le disgustaba lo que veía desde sus ventanas, de las cuales una daba al puerto y otra al fondeadero de los barcos de guerra norteamericanos. Pero allí no ocurrían muchas cosas, pues todos los mercantes estaban amarrados en los muelles, a veces muy fuertemente, y lo único que había en movimiento eran algunas embarcaciones pequeñas y barcos pesqueros.
Aparte de los intervalos ocupados por la comida, la atención médica y la limpieza de la habitación, pasaba el día mirando por el telescopio. Miraba con especial atención las potentes fragatas norteamericanas y las conocía muy bien e incluso conocía a muchos de los oficiales y los marineros que las tripulaban, aparte de los oficiales de la
Constitution
que había conocido durante el viaje y que venían a visitarle. Eran tres: la
President
, con cuarenta y cuatro cañones de veinticuatro libras, la
Congress
, con treinta y ocho cañones, y, por supuesto, la
Constitution
, que ahora estaba desarmada. Y sólo tenía que volverse y apoyar el telescopio sobre el alféizar de la otra ventana para ver en alta mar las juanetes de la escuadra que hacía el bloqueo. A veces una fragata, la
Aeolus
o la
Belvidera
o la
Shannon
, llegaba hasta el fondeadero exterior para hacer un reconocimiento y a él le latía el corazón con tanta fuerza que tenía que aguantar la respiración para evitar que el telescopio se moviera porque pensaba que la fragata podría hacer un ataque sorpresa o sus hombres podrían desembarcar para tomar las fortalezas por detrás.
A la
Constitution
le estaban haciendo muchas reparaciones. Jack no podía jactarse de que eso sólo estaba motivado por los daños que la
Java
le había causado, pero estaba seguro de que ella había contribuido a hacerlas necesarias y de que la
Constitution
no estaría preparada para luchar hasta dentro de varios meses. En cambio, a la
President y la Congress
las estaban preparando para que se hicieran a la mar rápidamente y él observaba todos los movimientos. Vio cómo les pusieron una jarcia nueva, cómo cambiaron las trincas al bauprés de la
President
con gran habilidad en una sola tarde y cómo los marineros hacían prácticas en lo alto de la jarcia. Vio subir a bordo los víveres, cientos y cientos de toneles, el agua y también la pólvora, que sacaron de una pequeña embarcación de una sola cubierta. Estaban situadas en un ala del fondeadero, quizá esperando solamente a que se levantara viento del suroeste y bajara la marea, pues entonces la escuadra que hacía el bloqueo se alejaría hacia el noreste y eso les permitiría salir al Atlántico.