—Estoy convencido de ello, señor Herapath —dijo Stephen—. Sin embargo, es usted un antiguo realista, señor, y no es posible que las autoridades desconozcan sus ideas, y por ello, si son prudentes, estarán vigilando su casa.
—Si vigilaran todas las casas de Boston cuyos dueños se oponen a la guerra de Madison, necesitarían dos regimientos.
—Pero no todas esas casas pertenecen a un prominente ciudadano que posee cinco barcos de considerable tamaño. Me gustaría tener un encuentro con sus amigos, pero preferiría que nos reuniéramos en una taberna o en una cafetería apartadas.
—Poseo más que eso —dijo el señor Herapath—. Pero creo que tiene razón en lo que dice. Eso es más prudente. Admiro su sensatez, doctor Maturin. Actuaremos con prudencia.
Actuando con prudencia, llevó a Stephen a la clínica por un tortuoso camino que pasaba por el final del puerto. Le señaló dos de sus barcos, que estaban amarrados en el muelle, con sus mástiles elevándose hasta que no eran más que una borrosa figura entre la niebla.
—Ese es
Arcturus
—dijo—. Tiene un arqueo de mil setecientas toneladas. El otro es el
Orion
y su arqueo es ligeramente superior a las mil quinientas toneladas. Si no fuera por esta maldita guerra, irían y volverían constantemente al Lejano Oriente. Llegarían hasta Cantón pasando por El Cabo y a su regreso pasarían por las Indias Orientales y el Cabo de Hornos. Vendrían cargados con tres mil toneladas de seda, té, especias y objetos de porcelana. Pero por mucho que respete a los caballeros de la Armada real, no puedo permitirme regalarles presas de ese valor, así que los barcos permanecen aquí, vigilados cada uno por un par de hombres solamente… ¡Joe!
—¿Qué pasa? —gritó Joe.
—Cuidado con las defensas.
—¿Acaso no he tenido cuidado?
—Parece mentira que alguien le hable así a su patrón —le dijo Herapath a Stephen—. ¡Y para colmo es un negro! Eso nunca habría pasado en los viejos tiempos. Ese condenado Jefferson con sus ideas liberales ha corrompido la moral de todo el país.
Jefferson, que había provocado la respuesta de Joe, fue el tema de conversación hasta que llegaron a una taberna tranquila y de aspecto respetable que era frecuentada por capitanes de barcos mercantes. Era un lugar muy adecuado para la reunión y Stephen trató de grabárselo en la mente. Luego Herapath le condujo por una serie de atajos que subían la colina.
—¡Qué bien conoce el camino! —exclamó Stephen.
—Sería raro que no lo conociera —dijo Herapath—. Mi hermana Putnam está al cuidado del doctor Choate desde hace muchos años y voy a visitarla cada luna nueva. Es una mujer lobo.
«Una mujer lobo», pensó Stephen y siguió dándole vueltas a la frase en la cabeza hasta que subieron una escalera y pudo verse aquel edificio tan bien conocido. Al llegar a la puerta de la Asclepia intercambiaron frases amables y el señor Herapath le pidió a Stephen que, en su nombre, le diera las gracias al capitán Aubrey por el comportamiento que había tenido con su hijo, si podía aceptarlas, y que le asegurara que le ayudaría en cualquier cosa que necesitara.
—Me gustaría poder demostrarle mi gratitud, pues aunque Michael no sea como desearía que fuera, es mi hijo y el capitán Aubrey le salvó de perecer ahogado.
—¿Quiere pasar y hablar con él cinco minutos? —preguntó Stephen—. El capitán no está lo bastante bien para recibir visitas más largas, pero creo que le hará bien hablar con usted. Le encanta hablar de barcos con quienes entienden de ellos y a pesar de las circunstancias a las que usted se ha referido, le tiene mucho afecto a su hijo.
Cuando entraron en la habitación, el capitán dormía. Tenía una expresión triste y un aspecto poco saludable, ya que su piel, que durante largo tiempo había estado bronceada, tenía ahora un color mucho más pálido, un horrible color amarillento. Respiraba con dificultad, con un estertor que a Stephen no le gustó.
«Lo que necesitas, amigo mío», pensó Stephen, «es una victoria en un combate naval, al menos una pequeña victoria. De lo contrario te consumirás, morirás de sufrimiento. Y si no la consigues, creo que tendremos que aumentar la dosis de hierro y quina… hierro y quina.»
—¡Vaya, si estás aquí, Stephen! —exclamó Jack abriendo bien los ojos y despertándose del todo inmediatamente, como siempre.
—Aquí estoy y he traído al señor Herapath, el padre de ese ayudante mío que se portó tan bien durante la epidemia. El señor Herapath sirvió al Rey durante la guerra anterior y es el dueño de varios barcos magníficos. Desde esta misma ventana pueden verse dos y tú has hecho algunos comentarios sobre ellos.
—Servidor de usted —dijeron ambos.
Y Jack continuó:
—¿Son esas dos hermosas embarcaciones pintadas a cuadros según el estilo de Nelson y con los mastelerillos largos? Son las mejores del puerto.
El señor Herapath le dio las gracias a Jack por haber salvado la vida a su hijo y ambos se pusieron a hablar de barcos.
Herapath había hecho varios viajes y le encantaba la mar. Ahora era más afable en su trato que antes en su propia casa y conversaba con Jack animadamente.
Stephen estaba sentado junto a la ventana mirando la niebla y pensando en otras cosas. Pensó que en menos de veinticuatro horas Diana estaría allí y la vio en su mente moviéndose, atravesando la habitación, galopando, refrenando el caballo al llegar a una valla y saltándola con la cabeza erguida. Un distante reloj dio la hora con varias campanadas.
—Vamos, caballeros —dijo Stephen.
—¡Es un hombre extraordinario! —exclamó Herapath cuando Stephen bajaba con él por la escalera—. Es de la clase de oficiales de la Armada que había en mi juventud: no es hosco ni orgulloso. No se parece en nada a los oficiales del Ejército. ¡Y es un capitán que sabe luchar en las batallas! Recuerdo muy bien su combate con
Cacafuego
. ¡Si Michael hubiera sido como él!
—Me es simpático ese hombre —dijo Jack—, Me hizo bien hablar con él. Conoce los barcos de proa a popa y tiene ideas políticas muy acertadas: odia a los franceses tanto como yo. Me gustaría verle otra vez. ¿Cómo es posible que tenga un hijo como ese?
—Es posible que el tuyo sea un ratón de biblioteca o un pastor metodista —dijo Stephen—. En la vida todo puede pasar y ya se sabe que un solo hombre puede llevar un caballo a un abrevadero pero diez juntos no pueden hacerle pensar. Pero, dime, Jack, ¿cómo te sientes y qué has hecho durante la tarde?
—Me siento muy bien, gracias. Vi llegar la
Chesapeake
, una de sus fragatas de treinta y ocho cañones, una hermosa embarcación. Supongo que también había niebla más allá de la bahía, en alta mar… En resumen, que esquivó nuestra escuadra y entró con toda tranquilidad. Está anclada al otro lado de la
President
, cerca del muelle del arsenal. Podrás verla cuando se disipe la niebla.
Mientras Stephen le tomaba el pulso, él le contó más cosas sobre la
Chesapeake
y el progreso de los trabajos en las otras fragatas y luego añadió:
—A propósito, se me ha aclarado la mente. Hay que llamar a esos tipos del Departamento de Marina. He contado el tiempo con ayuda de un calendario y he llegado a la conclusión de que en la fecha en que presumiblemente hice detenerse a la
Alice B. Sawyer
, el
Leopard
avanzaba a la extraordinaria velocidad de doce o trece nudos y el navío holandés ya había alcanzado su estela. Habría sido materialmente imposible detener una embarcación entonces. Tengo la conciencia tranquila.
—Me alegro —dijo Stephen.
Y entonces, como rara vez hacía, se confió a Jack:
—Quisiera tener la misma tranquilidad que tú. Diana llegará a Boston dentro de poco y me pregunto qué debo hacer. No sé si imponerle mi presencia y probablemente resultar inoportuno y ser mal recibido o aparentar indiferencia y dejar que ella dé el primer paso, suponiendo que quiera darlo y que sepa que estamos aquí.
—¡Oh, Stephen! —exclamó Jack y no dijo nada más hasta que se acordó de la nota que tenía en la mesilla de noche y se incorporó para cogerla—. Hablando del demonio, aquí hay una nota dirigida a ti y tal vez sea de ella. Los periódicos hablaron de nuestra captura.
Y después de una pausa añadió:
—No debería haberla llamado demonio, pues fue muy amable al escribirle a Sophie para decirle que estábamos vivos. Siempre le tendré estima.
La nota no era de Diana sino de Louisa Wogan, quien rogaba al doctor Maturin que fuera a verla y añadía que estaría sola después de las diez y que tenía muchas cosas que contarle. Pero antes de que Stephen tuviera tiempo de hacer un comentario, el doctor Choate y sus pacientes, a dos puertas de allí, empezaron a tocar los triunfantes compases del primer movimiento del concierto en do mayor de Clementi. Y tocaron con tal brío y virtuosismo que quienes les escuchaban permanecieron silenciosos hasta el horrible desencanto del final.
Herapath había llevado a Caroline a ver a su abuelo y la señora Wogan consideraba que estaba sola, ya que no contaba a los esclavos que ocasionalmente estaban presentes allí. Había tenido la delicadeza de vestirse elegantemente para la ocasión y Stephen observó que tenía un anillo de extraordinaria belleza con una esmeralda de gran tamaño.
La conversación fue larga y Louisa Wogan habló con entera franqueza. Le recordó a Stephen cómo se habían estrechado los lazos de amistad entre ellos, la pena que él sentía al pensar en la posibilidad de una guerra entre Inglaterra y Estados Unidos, su apoyo a la lucha por la libertad de Irlanda, Cataluña, Grecia y todos los países donde la libertad estuviera amenazada, su aversión a la práctica de los ingleses de reclutar forzosamente marineros norteamericanos y su amabilidad con los balleneros norteamericanos en la isla Desolación y añadió que éstos le tenían gran estima. Luego repitió algo que Stephen ya sabía, que había sido educada en Francia y había vivido mucho tiempo en Europa, y añadió que había llegado a tener íntima amistad con algunos de los hombres más interesantes e influyentes de París y Londres y que por esa razón había podido aconsejar a varios representantes de su país en el extranjero. Puesto que ella sabía varias lenguas, conocía Europa y tenía conexiones allí, los gobernantes la consideraban muy útil y la habían consultado e incluso le habían encargado misiones secretas. El propósito de ellos siempre había sido conservar la libertad de su país y mantener la paz. En una de esas misiones había tenido problemas con las autoridades inglesas y por eso la habían enviado a Botany Bay. Los ingleses querían colgarla, pero, afortunadamente, sus amigos habían logrado salvarle la vida. Enviarla a Botany Bay era un castigo demasiado fuerte para lo que había hecho, pero había pensado que al menos así conseguiría deshacerse de los espías británicos. Sin embargo, estaba equivocada. Su malevolencia la había seguido hasta el
Leopard
. Le preguntó a Stephen si se acordaba de unos documentos en francés que presumiblemente habían sido encontrados entre las pertenencias de un oficial muerto y que el capitán le había encargado a Herapath que tradujera y Stephen contestó que tenía un recuerdo muy vago de ese asunto.
—No se acuerda, ¿verdad? —dijo ella con una sonrisa indulgente—. Estaba muy ocupado con sus petreles.
Entonces su rostro se ensombreció y prosiguió:
—Eran totalmente falsos. Creo que sé quién los inventó, con ayuda de algunos espías al servicio de Londres. Incluso creo que es uno de ellos, aunque por tener ese aire de lobo de mar no sospeché de él entonces. La mayoría de ellos son francmasones, ¿sabe? El caso es que hice copias, pues, obviamente ese era mi deber, y cuando huí en el ballenero, me las llevé metidas en el seno y estaba muy satisfecha y orgullosa.
Se rió muy bajo y luego más y más alto cada vez. Le hacía gracia recordar que había hecho el ridículo, que se había sentido satisfecha y orgullosa de haber conseguido documentos emponzoñados. Sally asomó la cabeza, sonrió y se alejó de nuevo. Stephen observó a la señora Wogan y cómo se movía su pecho. Pensaba que era muy torpe como espía pero admiraba su ímpetu y su valor, su curioso sentido del humor y le tenía verdadero afecto y, además, en ese momento sentía apetencia sexual hacia ella. El hecho de haber sido casto durante un periodo muy muy largo a causa de sus recientes viajes influía sobre él. No dejaba de pensar en lo agradable que era su perfume, en las suaves curvas de su cuerpo, en que estaba muy cerca de él, en aquel sofá viejo y roto. Pero algo le decía que aquel no era el momento oportuno y que si en el pasado no estaba expuesto a un fuerte rechazo, ahora sí lo estaba, así que no se movió ni dijo nada.
—Sin embargo, eso no era para reírse —dijo ella por fin—. Cuando llegué a Estados Unidos con los documentos, todos se pusieron muy contentos, se asombraron y se pusieron muy contentos, pero enseguida empezaron a pasar cosas horribles. No voy a contárselas todas, pero le diré que Charles Pole fue ahorcado y Harry Johnson estuvo a punto de perder su cargo. Harry odia al capitán Aubrey y al
Leopard
, y con razón.
—¿Es ese señor Johnson el que vendrá pronto, el que es amigo de Diana Villiers?
—Sí. Siempre se quedan en el primer piso del hotel Franchón. Ahora mismo se lo están preparando. ¡Qué
remue-ménage
!Estoy ansiosa por que ustedes dos se conozcan. Estoy segura de que Harry Johnson querrá pedirle consejo porque da mucho valor a su opinión. La última vez que usted y yo nos vimos, cuando me dio aquellas hermosas pieles, estuve a punto de hablarle de él. ¡Ojalá lo hubiera hecho!
—Me gustaría mucho conocer al señor Johnson.
—Le llevaré a conocerlo mañana.
Después de salir del laberinto donde vivía Wogan, Stephen llegó a una ancha calle llena de hombres que vestían chaquetas verdes y sombreros de piel y mascaban tabaco. Pero entre ellos había un hombre de mediana edad que llevaba un abrigo de piel de cordero y un sombrero de ala ancha y que no estaba mascando tabaco. Y cuando el hombre, que caminaba tranquilamente entre los escupitajos, pasó a su lado, Stephen le preguntó por dónde se iba al hotel Franchón.
—Venga, amigo mío, yo le enseñaré dónde está —dijo el norteamericano y ambos empezaron a caminar—. Parece que usted no siente el frío.
—Bueno, no soy insensible a él —dijo Stephen—, porque he venido hace poco de un lugar de clima cálido.
—Ahí está —dijo el norteamericano, deteniéndose delante de un edificio muy grande y hermoso pintado de blanco y con balcones que iban de un lado a otro de la fachada—. Esa es la casa de la puta de Babilonia. Creo que no es usted tan joven ni tan tonto como para entrar ahí, pero si lo hace, tenga cuidado con la bolsa.